Inseguridad, más allá de los políticos
Hay que asumir las consecuencias y sacrificios que como comunidad tendríamos que hacer, en el entendido de que la penetración del crimen organizado seguirá aumentando hasta alcanzar niveles insostenibles
Hace una semana, en este espacio, desarrollé la primera parte de una reflexión sobre el reto que representa la inseguridad pública en el país, más allá de la obsesión de los distintos grupos políticos para repartirse culpas. En realidad todos los gobiernos han fallado, aunque eso no debería ser un pretexto para ignorar que en el fondo es también responsabilidad de la sociedad en su conjunto. Y tampoco se trata de auto flagelarse a estas alturas, sino simplemente asumir las consec...
Hace una semana, en este espacio, desarrollé la primera parte de una reflexión sobre el reto que representa la inseguridad pública en el país, más allá de la obsesión de los distintos grupos políticos para repartirse culpas. En realidad todos los gobiernos han fallado, aunque eso no debería ser un pretexto para ignorar que en el fondo es también responsabilidad de la sociedad en su conjunto. Y tampoco se trata de auto flagelarse a estas alturas, sino simplemente asumir las consecuencias y sacrificios que como comunidad tendríamos que hacer, en el entendido de que la penetración del crimen organizado en la vida regional, y eventualmente nacional, seguirá aumentando hasta alcanzar niveles insostenibles. Hace rato que pasamos el punto en el que la estrategia de un Gobierno, una idea genial o un líder carismático podía sacarnos del atolladero. Más allá del debate interminable sobre una estadística delincuencial que sube o baja, según el cristal político con el que se mire, lo cierto es que en términos cualitativos está aumentando el peso de los criminales en la economía y en la política de amplias regiones.
Hace quince años podríamos haber considerado la legalización de las drogas como un antídoto a la expansión de los cárteles. Hoy en día, sin ser inútil, sería una medida insuficiente. No afectaría en lo sustancial a bandas como Los Ardillos, o equivalentes, capaces de controlar una región y expoliarla de muy diversas maneras: tala clandestina, huachicol, extorsión a negocios, control de piratería y comercio informal, protección de antros, asaltos en carreteras y transportes, tributación a productores, y un largo etcétera.
Hace veinte años podríamos haber considerado que el fortalecimiento y la profesionalización de las policías estatales y municipales habría contenido la penetración de los criminales en la vida local. Hoy resulta que la capacidad de fuego de los cárteles supera con creces las posibilidades de las patrullas municipales, no importa cuan equipadas estén. Las incursiones de 30 o 40 camionetas con sicarios han alcanzado una escala que solo puede ser respondida con el Ejército. Y, por lo demás, la corrupción de las fuerzas de seguridad regionales es tal que una inversión unilateral en estas instituciones terminaría favoreciendo a los cárteles que las dominan.
Hace diez años la instalación de varios centenares de cuarteles por todo el territorio y el consiguiente despliegue de miles de militares o guardias nacionales, quizá habría hecho la diferencia. Hoy el Ejército es percibido como una fuerza de ocupación en regiones en las que las bandas se han integrado a la comunidad, como lo vimos en Guerrero. Lo mencioné la semana pasada: los cárteles siempre han buscado una especie de legitimación social en su entorno, por razones que tienen que ver tanto con la vanidad como con la búsqueda de seguridad adicional. Pero por lo general se trataba de objetivos secundarios. Lo que estamos viendo ahora en el sureste parecería ser mucho más simbiótico. Poblaciones en las que buena parte de sus integrantes asumen que su supervivencia deriva de las derramas directamente vinculadas a las actividades de las bandas. Seguramente una mezcla de temor, de conveniencia y de ausencia de oportunidades.
La multiplicación de tareas por parte del crimen requiere de operadores, suministros, vigilantes, mensajeros, vendedores y gatilleros. Con el paso del tiempo, unos y otros se han mimetizado con la población. Los cuadros que las dirigen son locales, aunque en sociedad con bandas supra regionales. Es decir, no es que dos mil personas fueron manipuladas u obligadas a protestar en Chilpancingo; en realidad salieron en defensa de un estado de cosas con las que están de acuerdo y que sienten amenazadas. Para ellos el Estado mexicano es una entidad foránea, heterogénea e inconsistente a lo largo del tiempo; su realidad es un orden local presidido por los hombres fuertes de la región, autoridades locales sometidas y un precario equilibrio económico que depende de las actividades subordinadas a las bandas.
Lo que quiero decir con todo lo anterior, es que ninguna medida por sí misma resolverá el cáncer convertido en metástasis que aqueja a buena parte del territorio y la sociedad mexicana. Probablemente, necesitaremos de todas ellas, acompañadas de muchas otras en un esfuerzo concertado. Gane Morena o gane la oposición en las siguientes elecciones, tendríamos que entender que la crisis de inseguridad pasó el punto en que pueda ser resuelto exclusivamente por políticos. ¿Por qué?, porque otros políticos rivales invariablemente terminarán por descarrilar cualquier intento serio de resolver el problema.
Habrá que encarar el endurecimiento de algunas leyes sobre bases acordadas y temporales, asumir medidas de inteligencia financiera que podrían no ser amables para muchos, dedicar montos de inversión pública en seguridad y profesionalización de policías que tendrán que salir de otras partidas del presupuesto, incorporar controles aduanales incómodos para detener el trasiego de armas y el contrabando de mercancías, introducir medidas draconianas contra la corrupción, considerar enormes recursos para sanear y monitorear los aparatos de justicia empezando por el ministerio público, tolerar la presencia de cuarteles, retenes y operativos efectivos a lo largo de las zonas más bravas, supervisión virtual y punitiva en las calles.
No digo que las medidas arriba descritas sean necesariamente la respuesta. Se requiere recabar la inteligencia para elaborar diagnósticos precisos, la participación de expertos, la exploración y la imaginación. Pero sobre todo la decisión colectiva de hacer algo de fondo para encarar el problema. No podemos seguir usando la nota roja para descalificar políticamente al gobierno en turno y llevar agua al propio molino. Hemos llegado al extremo en el que cualquier remedio implica sacrificios y por lo mismo es vulnerable a la crítica política mezquina y partisana.
Hace unos días Marcelo Ebrard expuso algunas ideas sobre el uso de nuevas tecnologías para el combate a la delincuencia. Fue acribillado por la prensa crítica. Desde luego no se puede ser ingenuo, él también buscaba promoverse políticamente. Pero al menos constituyó un intento de abordar el problema y se agradece el esfuerzo. Más que criticar puntualmente el contenido de su propuesta, me parece que es necesario que, cualquiera que aspire a dirigir los destinos de México, entienda que el problema ya rebasó los límites políticos y requiere una convocatoria más amplia para que, como sociedad, asumamos los consensos, sacrificios y medidas que debamos adoptar. Metas, objetivos y acciones de corto, mediano y largo plazo, independientemente del gobierno del que se trate. Si no lo hacemos así, de manera consciente y autorregulada, al final solo quedará el abismo o la represión impuesta de forma autoritaria.
@jorgezepeda
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