La misa negra de Enrique Marthen, el brujo mayor de Catemaco
Cada primer viernes de marzo, en contra de los vecinos más católicos, el pueblo se llena de turistas gracias a la celebración del Día de los Brujos
Tenía la cornamenta bien desarrollada y miraba nervioso a todas partes, hasta que su cuerpo se quedó inerte y dejó de ver. Al chivo lo mataron pasada la media noche, cuando ya era viernes. Fue durante la misa negra, a la que ha tenido acceso EL PAÍS, celebrada en la casa de Enrique Marthen, brujo mayor del pueblo de Catemaco, en Veracruz. Nadie pudo ver lo que pasó, pero todos escucharon los berridos de dolor cuando el brujo mayor, cuchillo en mano, s...
Tenía la cornamenta bien desarrollada y miraba nervioso a todas partes, hasta que su cuerpo se quedó inerte y dejó de ver. Al chivo lo mataron pasada la media noche, cuando ya era viernes. Fue durante la misa negra, a la que ha tenido acceso EL PAÍS, celebrada en la casa de Enrique Marthen, brujo mayor del pueblo de Catemaco, en Veracruz. Nadie pudo ver lo que pasó, pero todos escucharon los berridos de dolor cuando el brujo mayor, cuchillo en mano, se agachó para matar al animal. Después, los presentes se sumieron en un silencio raro que en realidad podía dividirse en dos, el de los devotos que esperaban impacientes a ser ungidos con la sangre del animal sacrificado, y el de los influencers, que no sabían cómo explicar aquello a sus escasos seguidores. Y eso que este solo era el primer acto de la ceremonia.
Es jueves por la mañana, un día antes de la misa negra, y Catemaco rezuma una tranquilidad que solo flaquea al hablar de brujería. La batalla entre espiritualidades se vuelve casi diabólica en la plaza central. Allí, frente a la Basílica de Nuestra Señora del Carmen, el Ayuntamiento ha colgado una pancarta con las actividades para la fiesta del Día de los Brujos. La celebración se realiza todos los años en estas fechas. Cada primer viernes de marzo, los brujos celebran una misa negra en la intimidad de sus casas. El objetivo es eliminar las malas energías acumuladas durante el año de trabajo. Para complementar esta famosa ceremonia y atraer a más gente, las autoridades organizan desfiles de brujos, conciertos de música y limpias para eliminar los malos espíritus. Esta actividad trae al pueblo unos 10.000 turistas cada año.
Martín, un chico simpático de 23 años, canturrea mientras friega el piso de la basílica a grandes lengüetazos. “Es la ignorancia la que lleva a la gente a recurrir al Diablo”, dice con la voz delicada de quien ha aprendido a disfrutar de un acto tan anodino como fregar, “porque siempre que le pides algo tienes que dar algo a cambio y, sin embargo, a Dios le pides y te da. Pero hay que esforzarse”, asegura el joven apoyado sobre su fregona. Para contrarrestar la energía negativa de la misa negra, la Iglesia ha programado actos para purificar y pedir por los pecadores. “El único camino verdadero es Dios”, dice el joven antes de seguir limpiando el suelo de la Iglesia.
Más allá de la brujería moderna y espectacular, Catemaco es un pueblo en el que tradicionalmente ha dominado la curandería, impulsada por el sincretismo entre los ritos indígenas, la religión católica impuesta tras la conquista, y la santería cubana que llegó con los esclavos que los españoles enviaron hasta aquí. Eso ha creado un caldo de cultivo en el que prospera el misticismo y las creencias oscuras. Dagoberto Escobar Pereira, vecino de 77 años, antiguo periodista del pueblo, publicista y obrero de la construcción, ha vivido los cambios que han hecho de Catemaco un centro de la brujería a nivel internacional. Él es cristiano, pero a base de esfuerzo y devoción.
—A mí me tentó una vez— dice, dejando una pausa mientras se acomoda en el quiosco de la plaza principal, con la basílica detrás.
—¿El Diablo?
—Sí. Fue un primer viernes de marzo. Yo estaba sentado en la banqueta, desesperado porque tenía muchos problemas, cuando pasó por la calle un caballo. Era bonito, muy bonito. Pero no tenía riatas ni nada, y se volteó a verme, pero yo dije no, estoy con mi padre santísimo, no vengas a tentarme. Miré el reloj y eran las doce de la noche del jueves para viernes. Y me pregunté qué hacía un caballo tan lindo suelto, que a esos los cuida la gente que tiene dinero. Nunca lo toqué.
Esta es solo una de las historias que cuenta Pereira. Viste ropa vieja que le viene un poco grande. El bigote y los dedos índice y anular están amarillos de fumar. Cuenta que antes, hasta los católicos sabían de “brujería casera”. Por ejemplo, cuando alguien quería que una visita se fuera de casa, ponían la escoba de cabeza detrás de la puerta principal. “Y la visita se iba”, cuenta Pereira con tono desapasionado, como si estuviera diciendo que la gente bebía agua para quitarse la sed.
Los brujos tal y como se conocen ahora, sin embargo, no existían. “Eso fue una cosa moderna, antes no había esa ambición de tener dinero porque no había comunicación. “Pero tenemos el libre albedrío, cada uno puede hacer lo que quiera, a mí no me molesta, es parte de nuestra cultura y es cierto que trae mucho turismo al pueblo”, asegura.
Antes del primer acto
Ya son las diez de la noche en la casa de Enrique Marthen. María Mata está sentada esperando a que empiece la ceremonía con su vestido rojo, escotado, su cuello lleno de collares protectores de energías, las pestañas largas y una actitud imponente, segura de sí misma. El brujo mayor le cambió la vida en julio del año pasado.
“Yo estaba muy mal y nadie era capaz de ayudarme. Estuve tres años yendo al psicólogo, pero no funcionaba”, cuenta Mata, que ha venido desde California. Su vida empezó a cambiar cuando llegó a esta casa perdida a las afueras de Catemaco. “Ahora yo sé quién soy y estoy segura de mí misma y no necesito a nadie más, no soy dependiente emocionalmente como antes. Tengo los pies en el suelo”, dice mientras apoya los tacones sobre el piso. “Esa energía la perciben mis hijos y ha cambiado mi vida”, dice. Las historias de los demás clientes son parecidas. Estaban muy mal, desesperados, cuando Enrique Marthen les rescató de la oscuridad que gobernaba sus vidas. Ahora el brujo, vestido con una túnica dorada, entra a la casa por la puerta principal sujetando un bastón con una cabeza de animal ensartada en lo alto.
Primer acto
La estrella de seis puntas pintada sobre el piso está llena de botellas de tequila, traídas por los visitantes como obsequio. Los bailarines se retiran y uno de los brujos se prepara para hablar. Suena el zumbido de los drones que graban el acto desde las alturas. Uno de los brujos comienza a hablar. “Promulgamos la complacencia en lugar de la abstinencia, defendemos la libertad sin restricciones”, dice ante las cien personas congregadas allí. Después, Marthen se acerca al micrófono. “Precederemos ahora al sacrificio de la vida”, dice. El ambiente se tensa de repente. Por un lateral entra el chivo, inocente, despistado, perdido. Se forman círculos, las edecanes, vestidas con un disfraz de cuero rojo ceñido al cuerpo, tapan la vista de todos los presentes con una lona negra. Marthen saca una daga de su funda y la muestra al auditorio. “No le tomen fotos por favor, por la censura”, dice el brujo en un hilo de voz.
Luego se agacha. Nadie puede ver lo que pasa, pero su micrófono está encendido y los berridos del chivo lo dicen todo. “Hablen”, pide él mientras le corta la cabeza, “hablen”. “Salve Lucifer”, dice alguien, algunos le siguen. Cesan los berridos del animal. Uno de los brujos ha recabado un bol entero con su sangre. “Fuerza, poder, curación”, dicen todos. Marthen se sube al altar que hay detrás de la cruz. Es una pequeña pirámide y al final, una cruz volteada. Deja el bol de sangre en el suelo y saca una bolsa de sangre de hospital.
“Y bueno pues”, empieza, “esta noche, por primera vez, derramaremos sangre humana. Alguien la donó hoy y será derramada en esta pirámide así como se hacía en la antigüedad”. Con el cuchillo rompe la bolsa y la sangre se esparce por las escaleras de la pirámide. Por los altavoces sale una música intensa, profunda. “Que esta sangre lave todos los problemas, todas las negatividades que hubieran circundado nuestra vida”, dice antes de untar unas ramas de pirul en el bol de sangre de chivo y rociar a todos con ella. Los que quieren más se acercan, meten las manos y se untan la cara. Los youtubers graban todo lo que pueden. El chivo ha desaparecido de la escena. La cabeza está guardada para el tercer acto y su cuerpo está tirado detrás de unos arbustos.
Segundo acto
La ceremonia privada se celebra en la cueva, un lugar iluminado por luces rojas y presidida por un Diablo desnudo. Las 40 personas con el colgante de “prensa” se quedan fuera, esperando al tercer acto. A los dos periodistas de EL PAÍS les invitan a pasar. En el interior, sobre la mesa central del espacio, tres chicas jóvenes están sentadas y se contonean lentamente. Cada una de ellas está tapada con una fina tela negra. Hace mucho calor y la sala se llena casi por completo. Marthen habla y pide a los presentes que en esta noche, y sin entretenerse demasiado, pidan algo a Satán para el resto del año. Cuando han terminado, Marthen abre una botella de vino y pide a las chicas que se revelen. Ellas se quitan la tela negra. Su cuerpo está protegido de la desnudez por unas ligas de cuero que rodean en círculos sus cuerpos. El brujo rocía su cuerpo con vino mientras ellas se mueven como serpientes, hasta que se acaba la ceremonia. La gente sale del templo hacia atrás, para no dar la espalda al Demonio. La mayoría están sudando y sus caras relucen cansancio y devoción.
Tercer acto
El tercer acto se realiza en la primera iglesia de Satanás de México, todavía a medio construir. Sobre una mesa han dejado la cabeza del chivo, las hojas de pirul para las limpias y un libro de oraciones satánicas. Antes de quemar la estrella de seis puntas de estupa y gasolina leen algunas oraciones. Enrique se acerca hasta la base de la estrella con una antorcha. En silencio, con la mirada de todos encima, prende fuego a la estructura. “Viva Lucifer”, gritan a la luz roja de la hoguera.
Enrique Marthen Berdón nació en Catemaco, en un ambiente católico donde le inculcaron que el diablo era un ser oscuro y peligroso. Durante sus años trabajando en Estados Unidos realizaba limpias a gente cercana como un favor. Pero empezó a instruirse, a aprender de psicología, lógica, filosofía, y sobre los textos sagrados. “Te vas dando cuenta de que fue la Iglesia Católica la que convirtió a Lucifer en un ser malvado, cuando Lucifer significa precisamente ser de luz”, explica.
Un tiempo después decidió volver a Catemaco y dedicarse por completo a la brujería. Como Martín, el chico cristiano que barría el piso de la Basílica, Marthen también defiende que su trabajo no tiene efecto si la otra persona no se esfuerza. “No tienes que darle tu alma al Diablo, pero tienes que trabajar por lo quieres conseguir”, defiende. Por su consulta han pasado políticos, empresarios, pero también barrenderos. “Todos tenemos importancia, y al entrar aquí yo atiendo igual al los dos”, sentencia.
—¿Te piden cosas parecidas, el barrendero y el empresario?
—En este mundo todos quieren lo mismo. El que no tiene nada quiere tener un poco, el que tiene medianamente quiere tener más, y el que tiene mucho quiere tener el doble. El mundo está lleno de una ambición desmedida hacia el dinero. Yo intento guiarles, pero al fin y al cabo cada uno tiene que seguir su propio camino en la vida.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país