Ovidio Guzmán, el joven que siempre quiso ser narco
El hijo de El Chapo, extraditado a Estados Unidos este viernes, entró al negocio del narco a los 18 años
De entre la incalculable cantidad de hijos de Joaquín El Chapo Guzmán, solo uno puede sostener, con cierta justicia, que la vida le ha hecho tan famoso como a su padre. Es Ovidio Guzmán López, uno de los vástagos del capo con su segunda esposa, Griselda, detenido en enero en Culiacán y extraditado a Estados Unidos este viernes. Líder de Los Chapitos, facción del Cartel del Pacífico, Guzmán López y sus secuaces protagonizaron en enero un intento de...
De entre la incalculable cantidad de hijos de Joaquín El Chapo Guzmán, solo uno puede sostener, con cierta justicia, que la vida le ha hecho tan famoso como a su padre. Es Ovidio Guzmán López, uno de los vástagos del capo con su segunda esposa, Griselda, detenido en enero en Culiacán y extraditado a Estados Unidos este viernes. Líder de Los Chapitos, facción del Cartel del Pacífico, Guzmán López y sus secuaces protagonizaron en enero un intento de rebelión, bloqueos en las calles, coches quemados, tiroteos, que se saldó con 29 muertos —entre ellos 10 militares— y que dejó a México atónito. No era la primera vez.
No se sabe cuántos hijos ha tenido El Chapo, condenado a cadena perpetua en Estados Unidos hace tres años y medio. Se ignora porque él mismo ha dado cifras distintas, 10 en una ocasión, 23 en otra. Lo explicaba hace unos días en estas páginas el académico Carlos Pérez Ricart, para recordar a los cuatro importantes, los únicos que aparecen en la lista de objetivos del Departamento de Estado de Estados Unidos, por sus logros en el negocio familiar: el narcotráfico.
De los cuatro, dos nacieron de la primera mujer de El Chapo, Iván Archivaldo y Jesús Alfredo, y dos de la segunda, Joaquín y el propio Ovidio. El Departamento de Estado separa a los dos primeros de los dos segundos, cobijados todos bajo el mismo paraguas criminal, el Cartel de Sinaloa o del Pacífico, representantes en realidad de facciones distintas. No está muy claro qué relación mantienen entre las facciones o cómo interactúan, si lo hacen, con el grupo de Ismael El Mayo Zambada, uno de los últimos exponentes del viejo narco sinaloense.
“El narco en Sinaloa siempre ha sido una cosa de familia”, argumenta Benjamin Smith, autor de La Droga, una monumental investigación sobre la historia del narcotráfico y la violencia en México, convertida en libro. “Los del Cartel de Guadalajara eran nietos o sobrinos de las personas que traficaban opio en la década de 1940”, añade, en referencia a los narcotraficantes sinaloenses Miguel Ángel Félix Gallardo o Rafael Caro Quintero, que hicieron de la capital de Jalisco su base de operaciones, hace ya 40 años.
En el caso de Ovidio, no son solo el padre o los hermanos. Crónicas de la prensa local lo emparejan con Adriana Meza, hija de Raúl Meza, antiguo colaborador de los narcos viejos de Sinaloa, ya fallecido. El nombre y el rostro de la mujer se conocen en México gracias a los genealogistas del narco, en especial a los estudiosos de las buchonas, palabra de la jerga sinaloense dedicada a las mujeres de los narcotraficantes.
“Lo que no conocemos es qué importancia tiene Ovidio en realidad”, reflexiona Smith. “El Departamento de Estado dice que producía más de 3.000 kilos de metanfetamina al mes, pero no tengo idea de dónde sacan esa cifra. Hay muchas preguntas sin contestar sobre el papel de Los Chapitos y Ovidio en el narco en Sinaloa. Su detención podría ser un regalo para los gringos. Pero quién sabe”, añade. El presidente de EE UU, Joe Biden, visitaba el país vecino en enero y muchos en México pensaban que cualquier negociación entre ambos Gobiernos en ese momento tenía que ver con la captura del narco.
Apodado El Ratón, Ovidio es el más joven de los cuatro hermanos fichados en Washington. Nació en 1990 en Culiacán y creció, como explicaba el diario Reforma este viernes, en la colonia Jardines del Pedregal de Ciudad de México, barrio de alto postín, como si los muchachos de Sito Miñanco hubieran crecido en La Moraleja madrileña, o los de Pablo Escobar en el bogotano Rosales. Ovidio Guzmán vivió desde la capital los últimos años del PRI en el poder y los primeros del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Eran momentos en que la vida en México estaba cambiando para siempre.
En ese entonces, mediados de la década de 1990, El Chapo cumplía su primera condena: 20 años por cohecho y asociación delictuosa, delitos vinculados al asesinato del cardenal Jesús Posadas, en Guadalajara, en 1993. Mientras su padre vivía en prisión, el pequeño Ovidio iba a un colegio de los Legionarios de Cristo en la capital. Un taxista lo llevaba todos los días. Pero su futuro de abogado o ingeniero no acabó de concretarse. A principios de siglo, un preadolescente Ovidio volvía a Culiacán, al mismo tiempo que su padre lograba lo nunca visto, fugarse de una cárcel de máxima seguridad. No sería la última vez.
Ya de vuelta en Sinaloa, la familia se impuso. Las autoridades estadounidenses aseguran que El Ratón fue un narco precoz. En la ficha del Departamento de Estado señalan que heredó el negocio de su hermano mayor, Edgar, asesinado en un supermercado, en Culiacán, en 2008. Cuando esto ocurrió, el muchacho tenía 18 años. “Ovidio y su hermano Joaquín empezaron a invertir grandes cantidades de dinero en comprar marihuana en México y cocaína en Colombia. Empezaron a importar igualmente efedrina de Argentina para iniciarse en la producción de metanfetamina”, dice la ficha.
La opulencia
La rebelión de enero en Culiacán fue la segunda vez en poco más de tres años en que Los Chapitos ponían patas arriba la ciudad. El 17 de octubre de 2019, un grupo de élite del Ejército trató de detener a Guzmán López en su casa, en el centro de la capital sinaloense, no muy lejos de donde 11 años antes había caído su hermano Edgar. El intento fracasó. Los Chapitos salieron en masa a las calles. Quemaron coches, camiones y tráileres, bloquearon avenidas y carreteras, igual que este jueves. Solo que entonces, todo ocurrió a la hora de comer. Los niños salían de las escuelas mientras jaurías de sicarios paseaban sus fusiles por las calles.
Fue el primer culiacanazo, ejemplo perfecto del tipo de neologismos que se usan en México para describir situaciones tan extrañas como posibles. En el catálogo de imágenes inverosímiles que dejó aquel día destacan sin duda los vídeos en que Ovidio Guzmán, teléfono en mano, retenido por militares en la puerta de su casa, pide a sus secuaces que se detengan: “¡Ya paren todo, oigan, ya me entregué!”. Pero no pararon. Fue tal el caos que el presidente, Andrés Manuel López Obrador, ordenó soltar al supuesto criminal, que siguió libre hasta enero.
La diferencia con su padre es clara. Perseguido, El Chapo siempre huyó. Cuando lo detuvieron por primera vez estaba escondido en Guatemala. Antes de la segunda, logró escapar por un túnel debajo de una bañera. En la tercera —tras su segunda fuga— intentó pasar desapercibido en un motel en la playa. Ovidio no. Él, su hermano Joaquín y los suyos se han enfrentado con armamento de alto poder a los militares y no han dudado en disparar incluso a aviones del Ejército, como en enero.
“Esta es la primera generación de traficantes sinaloenses que nace en la opulencia”, apuntaba entonces Alejandro Hope, analista en temas de seguridad, exfuncionario de los servicios de inteligencia del Estado, ya fallecido. “Es decir, Ovidio vivía en El Pedregal… O sea, él se mete al narco por decisión. Ya no existe el imperativo económico que alimentó a sus padres. El tipo pudo ser ingeniero, arquitecto, lo que sea, pero no”.
Hope argumentaba que parte de la actitud de confrontación de Los Chapitos se debe a “la recompensa psicológica de la violencia y la impunidad. Formar parte de una leyenda, de esta cultura, los corridos”, defendía. “En ese contexto, ellos se generan sus propias recompensas, más allá de la meramente económica”.
Para Benjamin Smith, la violencia que han demostrado los muchachos de Ovidio en los dos culiacanazos es “performativa”, una especia de show. “No es un grupo paramilitar que amenaza la integridad del Estado. No sé, no quiero subestimar el sentido de temor de los sinaloenses, pero no me parece que hicieran tanto”, argumenta. Al final, dice, muchos de los que salieron a generar caos eran muchachos jóvenes. “Solemos subestimar la capacidad de los sicarios para drogarse”, zanja, irónico.
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