México: sabes que vas a perder, sueñas que vas a ganar
Nada en el mundial invita al optimismo por nuestra causa. No lo hace la dejadez del Tata Martino, ni la irregularidad de nuestros seleccionados. Pero aquí estoy y aquí estamos todos con la playera puesta
Yo no era fatalista; la selección mexicana de futbol me hizo así. Han sido tan pocos los momentos de felicidad con que ha pagado mis angustias y desvelos continuos por su causa, y tantos y tan amargos los malos ratos que me ha infligido a lo largo de los años, que me siento, al respecto de ella, como una de esas madres desencajadas de la Época de Oro del cine mexicano. Y, tal y como esas mujeres de cabellos eternamente níveos y ojos de cordero a medio morir, siempre rotas por culpa de un hijo ingrato, badulaque y problemático, llego a cada mundial con la convicción racional de que perderemos, ...
Yo no era fatalista; la selección mexicana de futbol me hizo así. Han sido tan pocos los momentos de felicidad con que ha pagado mis angustias y desvelos continuos por su causa, y tantos y tan amargos los malos ratos que me ha infligido a lo largo de los años, que me siento, al respecto de ella, como una de esas madres desencajadas de la Época de Oro del cine mexicano. Y, tal y como esas mujeres de cabellos eternamente níveos y ojos de cordero a medio morir, siempre rotas por culpa de un hijo ingrato, badulaque y problemático, llego a cada mundial con la convicción racional de que perderemos, pero, a la vez, con la esperanza ciega de que, por milagro, accidente o chiripa, o por lo enorme de nuestro corazón (el de los fans, desde luego, y el de los futbolistas que sacan la cara cuando les toca), saldremos adelante. Y con “salir adelante” quiero decir solamente llegar a octavos de final. Hace 36 años que no conseguimos pasar de ahí.
Las alegrías en los mundiales nos las ha administrado el Tri con gotero. Las más grandes entre las mías se cuentan con los dedos de una mano. Los goles de Fernando Quirarte (único chiva de aquella selección y mi héroe de esos días) en distintos partidos de México 86, que vi en una tele a blanco y negro que llevaba mi maestra de primaria al salón. El tiro de fuera del área de Marcelino Bernal a Italia, en Estados Unidos 94, que nos dio el pase a octavos, y que festejé a gritos con los amigos de mi primer empleo de verano; el del Matador Hernández a los Países Bajos (para todos, en aquellos días, Holanda) en tiempo de compensación, en Francia 98, celebrado con los colegas en la redacción del primer periódico en que trabajé; el cabezazo de Borgetti, de nuevo contra Italia, en 2002, que vi de madrugada y con mi hijo mayor, casi recién nacido, en los brazos; el gol del Chucky Lozano a Alemania, en Rusia 2018, pero, sobre todo, el silbatazo final de ese partido. Caben, todas esas breves felicidades, en un párrafo. Ha habido otras, pero ni de lejos tan intensas.
Con lo malo, en cambio, podría armar los volúmenes de una enciclopedia. Como Hugo Sánchez fallando un tiro penal contra Paraguay en el 86; como la vergonzosa eliminación “en la mesa” de Italia 90, por haber inscrito jugadores excedidos de edad para los torneos juveniles; como la caída en penales, malditos penales, contra Bulgaria en el 94; o la falla inaudita del Matador ante Alemania en el 98, que era el 2-0 y, que, pocos minutos después, acabaría en un 1-2 en contra; o la insoportable derrota contra los gringos en 2002; o los terribles reveses contra Argentina en 2006 y 2010 (el golazo en tiempo añadido de Maxi Rodríguez; el gol en claro fuera de lugar de Tévez, como dagas en el alma); o el penal inventado por el caradura y vivales de Robben en 2014; o Neymar fingiendo y reptando por la hierba en Rusia 2018 y Brasil avasallándonos en la cancha. Y eso por no ahondar en el resto de las derrotas y fracasos parciales que fueron, entre todos, conformando el enorme fracaso global de estos años. “Ya quisiera Italia, que ha faltado a los últimos dos mundiales, cambiarse por México”, oigo que dice un locutor televisivo. Y yo cambiaría la mitad de nuestras clasificaciones, o más, por una sola de las cuatro copas de la Azzurra (sobre todo la del 82, ganada a base de pura heroicidad y resistencia). Pero no podemos elegir. Tenemos solo esto: la playera verde y nuestra fe.
Nada en el mundial invita al optimismo por nuestra causa, la de los mexicanos que queremos a la selección. No lo hace la dejadez y frialdad del Tata Martino, que no movió un dedo para llevar a los jugadores mexicanos en mejor forma y momento, ni para resolver las pugnas entre futbolistas y federativos que le impidieron hacerlo en ciertos casos. No lo hace la irregularidad de nuestros seleccionados, un día capaces de ganarle a quien sea y, a los tres días, de perder con quien sea también; no lo hace la historia, que nos aplasta y desanima.
Somos el país que recibió el primer gol y perdió el primer juego en la historia de los mundiales. Tardamos 28 años en conseguir nuestro primer punto y 32 para lograr una simple victoria. Quizá hagan falta otras cinco generaciones para levantar una copa del mundo. Pero aquí estoy y aquí estamos todos. Con la playera puesta y la fúnebre alegría del que nunca gana, pero jamás deja de intentar.
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