La militarización más allá de la grilla
Mientras la discusión se establezca exclusivamente entre la satanización del Ejército o su beatificación, estamos ignorando el urgente debate que tendría que hacerse en México.
Para Ricardo Raphael
Algo tendría que decirnos el hecho de que un gobernador tras otro, independientemente del partido político o de la ideología que profese, haya solicitado la presencia del Ejército en su territorio. El propio Andrés Manuel López Obrador, que como candidato se inclinaba por regresar a los soldados a sus cuarteles, ha reconocido que modificó su opinión cuando tuvo a la vista la magnitud del problema. Es decir, l...
Para Ricardo Raphael
Algo tendría que decirnos el hecho de que un gobernador tras otro, independientemente del partido político o de la ideología que profese, haya solicitado la presencia del Ejército en su territorio. El propio Andrés Manuel López Obrador, que como candidato se inclinaba por regresar a los soldados a sus cuarteles, ha reconocido que modificó su opinión cuando tuvo a la vista la magnitud del problema. Es decir, los que tienen la visión de conjunto y, sobre todo, la responsabilidad, se inclinan por involucrar al Ejército en la seguridad pública. Al menos eso tendría que obligarnos a pensar dos veces a los que emitimos opiniones con la comodidad de no tener que asumir las consecuencias.
En la crítica al llamado “militarismo” de AMLO hay una dosis de oportunismo político por parte de una oposición que se hace la sorprendida, a pesar del hecho de que desde hace décadas se están utilizando los soldados para este efecto o recurren a un negacionismo irresponsable ante el fracaso de las policías en el combate al crimen organizado. Es muy fácil hablar, desde los barrios prósperos de la Capital, Guadalajara o Monterrey, de prescindir de los militares y apostar por la construcción de una policía honesta y eficaz, cuando no somos nosotros quienes se ven obligados a dejar hogares, ranchos y huertas frente a milicias criminales que controlan territorios cada vez más amplios.
Quizás ha llegado el momento de abordar un nuevo uso de estos 300 mil elementos que forman parte del Ejército y la Marina, como lo está proponiendo el presidente, pero eso no significa que tengamos que hacerlo de manera incondicional o ignoremos los riesgos que representa un acentuado protagonismo de los generales en la vida civil.
De allí el problema de que la discusión se esté dando casi exclusivamente en términos binarios, como si solo se tratara de un espaldarazo o, por el contrario, de la oportunidad de machucar la imagen de López Obrador. Es absurdo rehuir por motivos de mezquindad política el recurso de los militares para ayudarnos a librar una batalla que estamos perdiendo; pero es igualmente absurdo decir que se trata de mala fe toda preocupación respecto al riesgo de un “empoderamiento” unilateral de los militares.
En otras palabras, son legítimas las razones que han llevado al presidente a replantear la relación entre el Ejército y la sociedad, pero son igualmente legítimas las voces que piden hacerlo de manera responsable. Me resultan igualmente grotescas las acusaciones de algunos de mis colegas al describir como tirano o autoritario a López Obrador por el simple hecho de tomar al toro por los cuernos, y sin entrar a una verdadera discusión sobre las alternativas a su propuesta. Pero también me parece incorrecto meter en el mismo saco a todos los cuestionamientos y preocupaciones que se externan sobre el peligro de echarse en brazos de los soldados, y afirmar que son argumentos conservadores y espurios para perjudicar a la 4T.
En otros espacios se han abordado los riesgos de entregar a los generales tal protagonismo sobre la administración pública y sobre los ciudadanos sin establecer mecanismos de rendición de cuentas, control y transparencia. El reciente escándalo del espionaje que presuntamente realiza el Ejército en contra de columnistas, activistas de derechos humanos y organizaciones de la sociedad civil sin que exista una justificación legal de por medio o la autorización de un juez, es la última de las muchas irregularidades cometidas por miembros de las fuerzas armadas. Una cosa son las tareas de inteligencia y otra el espionaje y la infiltración de movimientos que no son un riesgo para la seguridad del Estado. Hace un mes, cuando se presentó el informe sobre Ayotzinapa, pasaron inadvertidas las implicaciones políticas de que el Ejército hubiese infiltrado a estudiantes normalistas desde hace años. Tal operación tendría que llevar a preguntarse ¿cuántas ONGs, grupos feministas, agrupaciones sociales estarán interviniendo las fuerzas armadas y con qué derecho?
Ricardo Raphael documentó la manera en que su teléfono fue intervenido presumiblemente por militares; el presidente lo negó asumiendo que si él no estaba enterado no podía estar sucediendo. Sería útil llegar al fondo de este tema y de otros que se encuentran en su caso. Lo que enturbia el panorama es que por el solo hecho de exhibir su queja haya sido acusado por el presidente de ser vocero del conservadurismo, aunque afirma que no lo ha leído. Una descalificación que no se merece un profesional capaz de escribir, entre otros textos, un implacable libro sobre Elba Esther Gordillo, en momentos en que la Maestra ostentaba todo el poder político; o un célebre ensayo sobre los mirreyes para dar cuenta de los privilegios y abusos de los hijos de las élites mexicanas.
Acusar a López Obrador de ser un fascista o un dictador, como algunos críticos desbordados han hecho, es tan absurdo como tildar de ser un vocero de los conservadores a Raphael, un profesional con el que podemos estar o no de acuerdo, pero se ha caracterizado por una pluma aguda y una investigación honesta sobre los vicios públicos de los poderosos de este país.
Mientras el debate se establezca exclusivamente entre la satanización del Ejército o su beatificación, o peor aún como una mera expresión del apoyo o la crítica a López Obrador, estamos ignorando el urgente debate que tendría que hacerse en México. Si en verdad ha llegado el momento de aprovechar a plenitud y no subrepticiamente a las fuerzas armadas en el combate al crimen organizado, ¿qué tenemos que hacer para asegurar que esta intervención sea transparente, respetuosa de los derechos humanos y responsable frente al interés de los ciudadanos y la sociedad en su conjunto? Lo único que no podemos seguir haciendo es que unos se limiten a darse golpes de pecho ante el intento de institucionalizar una militarización que de facto llegó hace rato, mientras otros acusan de conservador y corrupto a todo aquel que alerte de la necesidad de establecer condicionamientos a la intervención castrense. Es un tema demasiado importante para dejarlo en exclusivas manos de la descalificación y el insulto.
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