Radiografía de un secuestro del narco: “Fue un infierno, sentía la muerte a cada instante”
EL PAÍS conversa con un superviviente que reconstruye cómo fue su rapto por un cartel y las torturas a las que fue sometido durante seis días
“Me secuestró un cartel. Esos seis días fueron un infierno, los más largos de mi vida. Sentía la muerte a cada instante. Cuentas cada segundo y agradeces a Dios seguir vivo”, dice una mañana de febrero en Ciudad de México, a donde se ha desplazado para conceder la entrevista. A Rodrigo —nombre falso para conservar su anonimato, ya que sigue amenazado por el narco— le raptaron hace unos meses. Estuvo desaparecido durante seis días, en los cuales fue brutalmente torturado. Él sospecha que sus captores eran de una célula que, según los rumores locales que escuchó, pertenecía al ...
“Me secuestró un cartel. Esos seis días fueron un infierno, los más largos de mi vida. Sentía la muerte a cada instante. Cuentas cada segundo y agradeces a Dios seguir vivo”, dice una mañana de febrero en Ciudad de México, a donde se ha desplazado para conceder la entrevista. A Rodrigo —nombre falso para conservar su anonimato, ya que sigue amenazado por el narco— le raptaron hace unos meses. Estuvo desaparecido durante seis días, en los cuales fue brutalmente torturado. Él sospecha que sus captores eran de una célula que, según los rumores locales que escuchó, pertenecía al Cartel de Sinaloa, pero no está seguro. El comando no llevaba identificaciones de ningún tipo y permaneció todo su secuestro con una venda en los ojos. Pero lo confundieron con un miembro del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), que libra una lucha en ese territorio contra los hombres de Ismael El Mayo Zambada. Y recuerda un acento norteño. El narco no suele hacer rehenes —es más fácil deshacerte de los testigos—, pero ante la presión policial y mediática, cuando se dieron cuenta de que no pertenecía a ningún grupo criminal, fue liberado. Le dejaron ir con la condición de que no contara su experiencia: “Si no lo cumples, vamos a ir a por ti hasta donde estés”.
Rodrigo conducía junto a un amigo por una carretera en medio de lo que, en el argot de los carteles, se denomina una plaza caliente. Un territorio disputado, una zona de guerra. Fue interceptado de madrugada por un retén de seis hombres fuertemente armados, con ropa de camuflaje militar. Los llevaron a un lado del camino y le sometieron a un primer interrogatorio. Recibió golpes en la cabeza, el estómago, las costillas. Le abrieron la cabeza con la culata de una pistola. Le asfixiaron con una bolsa de plástico. “En el momento entra mucha adrenalina. Sentía el hilo caliente de la sangre deslizándose por mi cabeza. Todo sucede tan rápido que es difícil asimilar el grado de violencia que están ejerciendo sobre ti”, narra.
Mientras le golpeaban, el resto del comando revisaba su vehículo en busca de “evidencias” que los relacionaran con el CJNG: armas y drogas. Otro accedió a sus cuentas bancarias y se las vació. “Hay una persona que sabe hacerlo muy bien y muy rápido. Mientras te pegan, él hace transferencias”. Un segundo grupo llegó y siguió con la paliza. No encontraron pruebas de que pertenecieran al cartel rival, pero aun así decidieron retenerlos. Fueron amordazados de pies y manos y se les colocó una venda en la cabeza. Así, les trasportaron a un rancho en la montaña.
En el rancho, fueron entregados a otro comando que empezó a torturarlos de forma más metódica durante tres horas seguidas. “Primero te mojan. Con un tubo de unas diez pulgadas de plástico te golpean cuerpo y cabeza. Te aturde mucho, hay momentos que los golpes te nublan la realidad, pero no te sangra, no te abre la piel. Me rompieron las costillas del costado izquierdo. Me desmayé. Una patada fue tan fuerte que me quedé sin aire, me preocupó porque está muy cerca del corazón. Pensé que era el fin, solo veía sombras”. Cuando uno se cansaba, entraba otro a la sala con fuerzas renovadas para seguir con la paliza. E iban improvisando nuevas formas de terror: martillazos en las palmas de la mano; amenazas con una motosierra; oír como torturan a otras personas a su lado, sus gritos, los golpes secos. “Nos pedían una confesión, pero no teníamos nada que confesar, decíamos la verdad, no había otra”.
Tres días sin comer
El lugar en el que los retenían era una construcción abierta, sin paredes, pero con un techo. ”Está en la sierra y en la noche hace mucho frío, está mojado. Estás en el piso todo el tiempo amarrado de pies y manos y con los ojos vendados”. Los tres primeros días no les dieron de comer. El cuarto, apenas algo de arroz y café. Los dos últimos, huevos con frijoles. Después de las primeras tres horas de tortura, el momento que recuerda como el peor, los abusos pasaron a ser intermitentes.
Si intentaban hablar entre ellos, recibían un culatazo. Cuando se dormían, los despertaban a golpes. Y envolviéndolo todo, el miedo constante a lo que pueda pasar. “Bastaba con que uno en su delirio de guerra y supremacía dijera: ‘al carajo’ y jalara [apretara] el gatillo. Son chavos con mucho resentimiento social”, rememora. “Todo el tiempo están drogados, llegan borrachos y te pegan”. Hasta que el quinto día pasó por la zona una caravana del Gobierno que buscaba a los dos desaparecidos. Una de las fichas de búsqueda llegó hasta los jefes del comando, que decidieron ordenar su liberación.
“Toda esta presión [mediática] hace que se acelere el tema de la liberación”, continúa Rodrigo, que ya se imaginaba que nunca saldría de aquel rancho. Los narcos les explicaron que la zona se hallaba en situación de guerra, y que les habían retenido porque cumplían “tres de los cinco criterios” con los que identifican a miembros de grupos rivales: eran hombres que viajaban solos, por el tipo de vehículo y los cristales tintados. ”Te das cuenta de que tienen controlado todo el territorio”. Y después de las jornadas de tortura, hambre y frío, los gatilleros les dijeron que tendrían que darles las gracias: “Normalmente, si estamos en guerra no hay tiempo para investigar. Deberías agradecer que nos detuvimos a investigar tantito”.
Les dejaron ir, pero amenazados de muerte si se les ocurría abrir la boca. Como aval, se quedaron documentos, carnets de identidad y facturas para poder tenerlos controlados. Cuando volvieron a su domicilio, apareció de inmediato la Fiscalía. “Nos invitan a sus instalaciones a declarar. En realidad querían tomarnos fotos para poder decir que nos habían recuperado. Nos dijeron que no se iban a publicar, pero diez minutos después ya estaban en El Universal y en Televisa”.
“De lo que cuentes en Fiscalía nos enteraremos en tiempo real”
Una revisión médica indicó que Rodrigo tenía dos costillas rotas, una fisurada, hematomas en la cabeza y el cuerpo. En el informe, se indicaba que tenían un “aspecto general de salud bueno”. “Me dio risa”, comenta, “¿qué es bueno para ellos?”. Ahora no sabe si además tiene una lesión interna porque sufre de un dolor intenso desde entonces. En la declaración a Fiscalía contó un relato vago y sin detalles: “Ellos me habían dicho: de lo que cuentes en la Fiscalía nos vamos a enterar en tiempo real”. El director le llamó por separado, le dijo que entendía que estuviera amenazado, pero que a él le podía confesar la verdad. “Me dio desconfianza, no dije nada. Allí están [los carteles] a plena luz del día, no se esconden”.
Ahora, Rodrigo intenta reinsertarse a la vida normal. No confía en los escasos procesos de protección de testigos que existen en México, por lo que no ha vuelto a hablar con nadie hasta esta entrevista. Solicitó refugio en Canadá para él y su familia, pero los funcionarios le explicaron que era un proceso largo y complejo, difícil de conseguir, así que decidió abandonarlo. Acude a sesiones de terapia semanales. “Aunque parezcas fuerte, el estrés postraumático es una realidad”, reconoce. Un amigo suyo que forma parte de la Guardia Nacional le recomendó no intentar nada: “Entiérralo y ya ni lo muevas. Da gracias que te soltaron”.
Y pasa los días en tensión, muy atento a los chicos jóvenes que se acercan rápido en moto, a las miradas de reojo. “No me van a volver a secuestrar. Si vuelven a venir, me matan”. Va a la montaña, a sesiones de yoga, a temazcales, intenta disfrutar con sus amigos. Esas cosas que antes le daban placer. Volver a la vida después de haber sido durante seis días un número más de los casi 100.000 desaparecidos que acumula México.
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