Viaje al mercado con Felipe el ingeniero
Un vendedor de fruta y verdura de 84 años egresa como ingeniero en Procesos y Gestión industrial en Puebla. “Ahora quiero estudiar la maestría”, dice
Felipe Espinosa ha alcanzado una edad en la que dar explicaciones resulta poco menos que una pérdida de tiempo. A los 84 años todo resulta tan obvio, tan evidente y definitivo, que se ahorra hasta el final de las frases, dando por supuesto que su interlocutor cazará el resto al vuelo. Da lo mismo que la conversación transcurra en la hermosa librería del centro cultural de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), su alma mater, que en el coche camino al mercado donde trabaja, que en el mismo mercado, junto a su...
Felipe Espinosa ha alcanzado una edad en la que dar explicaciones resulta poco menos que una pérdida de tiempo. A los 84 años todo resulta tan obvio, tan evidente y definitivo, que se ahorra hasta el final de las frases, dando por supuesto que su interlocutor cazará el resto al vuelo. Da lo mismo que la conversación transcurra en la hermosa librería del centro cultural de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), su alma mater, que en el coche camino al mercado donde trabaja, que en el mismo mercado, junto a su puesto de tomates y chiles. “Vamos y usted verá”, dice en referencia al mercado, sin dejar claro qué es lo que hay que ver. Espinosa es un ingeniero de pocas palabras.
Hace unos días, la BUAP divulgó un boletín para felicitar a Espinosa, un graduado especial. En 2016, se matriculó en la carrera de Ingeniería en Procesos y Gestión industrial, estudios que cursó en cinco años. Egresado de la tercera edad, la universidad celebra su éxito y publicita su ejemplo: no es normal tener graduados con sus años. El viernes pasado, los encargados de comunicación le habían preparado entrevistas y sesiones de fotos. Espinosa llegó a la librería antes de mediodía cargando un costal de tela blanca y un bastón. Enjuto, acaracolado, la piel de su cara parecía un nopal pelón, con pinchos despuntando caóticamente en sus mejillas. “¿Dónde me siento?”, preguntó. En su bolsillo izquierdo cargaba una botellita de vinagre y en el trasero una ramita. “Así me cuidé”, decía, mientras mojaba el palito en vinagre y lo chupaba. Se refería a la pandemia.
El hombre supo que quería estudiar hace 48 años, cuando trabajaba en una empresa petroquímica. “Yo entonces barría”, cuenta, “pero era más bombero que trabajador. Había explosiones y tenía que agarrar la manguera para apagar el fuego”. Apenas duró tres años, pero los procesos de la fábrica le fascinaron: “Allá convertían gas en materia prima”, dice. Lo que no le gustó tanto fue cuando un día le preguntaron que a dónde mandaban su cadáver en caso de muerte. “Y yo dije, ‘ah, caray, pues ahí nos vemos”. Y se fue. De todas formas, aquella atención que puso en el trabajo de la petroquímica trazó un camino subterráneo que afloró, ya en la vejez, cursando materias como Razonamiento Algorítmico o Logística Inversa.
En su costal, Espinosa guarda ropa, cubrebocas y un libro, Claves de China, de Claude Roy, poeta y crítico francés de mediados del siglo XX. “Tengo un hijo que es ingeniero, trabaja en la frontera. Él sí ha ido a China”, dice, orgulloso. En su concepción del mundo, China figura arriba del resto de ideas, superioridad que resume así: “Yo cuando era chico había cafés de chinos, ahora los chinos fabrican coches”. Ese paradigma de progreso enlaza en su cabeza con el futuro y sus estudios. “Quiero seguir”, dice, “seguir con la maestría”.
Espinosa ha vivido varias vidas y muchas las da por clausuradas. Las evoca con recuerdos tan surrealistas como dolorosos. De la infancia: “Mucho sufrimiento, mucho sufrimiento, mucho andar descalzo”; de su esposa fallecida hace 20 años: “No, no… Es que son dramas de la vida real, agarra uno la tomadera [bebida], los vicios”; de su paso por el Ejército en la década de 1960: “Es que ahí disparaban unas bazucas y las esquirlas les daban a los pájaros y se morían y dije ‘eso si no, ahí nos vemos’. Y me salí”. Ahí nos vemos y me salí es probablemente la única frase que repite, entera, continuamente.
Otras vidas aparecen entreabiertas, cuartos llenos de luz y polvo, como aquella en que viajaba a Villahermosa, en Tabasco, a comprar plátanos y papayas, cuando los ríos, a falta de puentes, se cruzaban en barca. O aquella otra en que iba hasta a Chihuahua a comprar burros o el tiempo en que recorría la ruta hasta Campeche a comprar pescado. Siempre hubo un punto en común, el mercado de Tepeaca, una enorme central de abastos, polo comercial de la región hasta hace unas décadas. Retirado de los viajes, Espinosa sigue atendiendo su puesto, ahora algo más modesto, un obrero en la pequeña celda del mercado colmena.
El viernes por la tarde, después de contestar algunas preguntas y batear la mayoría, Espinosa se subió al carro, camino a Tepeaca. Antes de salir avisó a sus acompañantes de que la situación en el pueblo era complicada. En el camino habló del robo de combustible, tan común en esa región de Puebla hace cuatro o cinco años. “Un vecino mío pinchó hasta su casa”, dijo. Se refería al ducto, que su vecino conectó una manguera desde la tubería de gasolina hasta su casa. ¿Y a usted nunca le tentó? “Uy, no”, contestó, como si ese no incluyera el resto de la respuesta.
En el mercado, Espinosa llegó a su lugar mientras hablaba de un jefe que tuvo hace años, un árabe que gestionaba una fábrica textil. “El señor tenía unos centenarios de oro y los perdió. Pero yo los encontré. Y se los di. Me dijeron, ‘no, pero te los hubieras quedado’, pero no, no. Se los di y me dio 100 pesos”, cuenta. En su puesto en el mercado, sus vecinos le saludan y le preguntan, socarrones, si llegó a dormir. Pasadas las 15.00, el trabajo en el mercado ya está prácticamente hecho. Espinosa sonríe y contesta algo, un par de palabras que no se alcanzan a oír. Esta noche tiene pensado dormir en un galpón de frutas, donde guarda un par de cobijas. Al día siguiente planea ir de aquí, con su fruta y sus 84 años, al mercado de Grajales, a seguir con la venta.
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