Las comunidades de la sierra Madre Occidental, rehenes de la guerra entre carteles
La política de no intervención del Gobierno y la pandemia han agudizado la disputa territorial entre el cartel Jalisco Nueva Generación y el cartel de Sinaloa, que asfixia cada vez más a municipios de Durango, Zacatecas, Nayarit y el norte de Jalisco
Al atardecer del 30 de noviembre de 2020, un comando armado llegó a la aldea Mesa de Torrecilla, en el territorio montañoso del sur de Durango, en busca del comunero Refugio Ramírez Aguilar. Según el relato de testigos, el hombre aprovechó una confusión para escapar por el monte, pero en su lugar se llevaron a su anciano padre, Jesús Ramírez Carrillo, quien aún permanece desaparecido.
Aquel secuestro en una aldea de la comunidad wixárika o huichola, uno de los cuatro pueblos indígenas que habitan este rincón de la sierra Madre Occidental, era uno de los numerosos efectos colaterales de ...
Al atardecer del 30 de noviembre de 2020, un comando armado llegó a la aldea Mesa de Torrecilla, en el territorio montañoso del sur de Durango, en busca del comunero Refugio Ramírez Aguilar. Según el relato de testigos, el hombre aprovechó una confusión para escapar por el monte, pero en su lugar se llevaron a su anciano padre, Jesús Ramírez Carrillo, quien aún permanece desaparecido.
Aquel secuestro en una aldea de la comunidad wixárika o huichola, uno de los cuatro pueblos indígenas que habitan este rincón de la sierra Madre Occidental, era uno de los numerosos efectos colaterales de una guerra que ha subido de intensidad el último año, en medio de la pandemia, entre el cartel de Sinaloa (CDS) —que tradicionalmente ha dominado esa región de fronteras entre los estados de Jalisco, Zacatecas, Durango y Nayarit—, y el cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), dispuesto a arrebatar el control tras expandirse desde los cañones del sur de la región.
La disputa territorial que las dos organizaciones criminales mantienen desde 2019 por el control de la región, nudo de las rutas de tráfico hacia el norte y a la costa del Pacífico, comenzó a escalar con la política de no intervención del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador —”abrazos, no balazos”— y se agudizó durante la crisis sanitaria. El proceso de retiro de la Guardia Nacional y las fuerzas policiales estatales terminó de cristalizar a finales del año pasado: en octubre de 2020, miembros del cartel Jalisco Nueva Generación emboscaron y asesinaron a seis policías de Durango e hirieron a siete más en la ruta entre Mezquital y Huazamota. Desde entonces, el rol de las fuerzas de seguridad en la zona ha pasado a ser casi testimonial.
Con la guerra entre carteles desatada, los municipios de la sierra Madre Occidental han quedado a merced de poderes fácticos: durante años han sido forzados a participar de la siembra de amapola —que ha declinado con la caída del mercado del opio—, y en la economía de la extorsión, pero ahora también se les “invita” directamente a sumarse a las filas de los carteles en disputa, como han denunciado comunidades del municipio de Mezquital (donde habitan indígenas tepehuanos, coras, mexicaneros y huicholes); se han incrementado los secuestros de indígenas y mestizos y han aparecido nuevos retenes que limitan los territorios.
En febrero, la comisionada para el diálogo con los pueblos indígenas de México, de la Secretaría de Gobernación, Josefina Bravo Rangel, recibió una denuncia firmada por “los pueblos originarios afectados” donde se hace un recuento de seis desapariciones forzadas en perjuicio de comuneros wixaritari (el nombre que se dan los huicholes en su lengua), ocurridas entre noviembre de 2020 y finales de enero de 2021. “Nuestras comunidades han sido testigos de los tiroteos, balaceras y de combates que se han dado en la zona, provocando no sólo incertidumbre, sino afectaciones a personas inocentes que transitan la zona, que resulta su hogar, desde antes que estos grupos hubieran llegado”, señala el documento. De acuerdo con distintas fuentes, la dependencia condicionó su intervención a que se presentaran denuncias formales por desaparición ante las fiscalías estatales, pero la desconfianza y el miedo de los comuneros ha impedido culminar ese proceso. En los hechos, los han dejado a su suerte.
El mismo mes, el gobernador del Estado vecino de Zacatecas, Alejandro Tello, envió un pedido de auxilio a López Obrador, donde decía que en la entidad “no solo se vive una pandemia en salud, se vive también una epidemia de violencia: ajustes de cuentas de manera permanente, desaparición de personas, enfrentamientos con daños colaterales, secuestro y extorsión”. En su carta a la Presidencia, Tello informaba que la lucha encarnizada por el control territorial entre grupos criminales había sumergido al Estado en una crisis de seguridad, y que la fuerza de reacción policial de la que disponían era insuficiente ante los cárteles, más numerosos y mejor equipados. “Por favor, no nos deje solos”, suplicó.
A mediados de marzo, en la comunidad huichola de San Andrés Cohamiata, en Jalisco, las autoridades comunales denunciaban que el Gobierno federal había dejado de enviarles apoyos en salud y alimentación por el aumento de la violencia en las carreteras de los valles contiguos, lo que derivó en un exhorto al Gobierno de López Obrador y al de Jalisco por parte de la Comisión Estatal de Derechos Humanos.
La nueva vieja violencia
Mientras los municipios se debaten entre la inanidad por sus recursos magros y las bandas criminales ejercen un control casi completo sobre sus representantes, los pobladores claman por la intervención institucional. O del grupo que les garantice la paz. El dominio del territorio por parte del crimen organizado no es nuevo para estas comunidades: durante dos décadas, luego de que el cartel de Sinaloa, bajo el mando de Joaquín Guzmán Loera —y con la presunta venia de las autoridades— consiguiera derrotar y devolver a los Zetas a su antigua frontera en el centro del Estado de Zacatecas, los “chapitos” mantuvieron un control relativamente pacífico sobre esta región. El lado perverso de la situación fue la normalización de la fuerza de los grupos criminales entre los ciudadanos y la renuncia casi completa del Estado mexicano al monopolio de la violencia.
Pero la actual disputa del territorio ha traído un conjunto de nuevos problemas, empezando por la confusión sobre a quién acudir en busca de justicia. Días después del secuestro de Jesús Ramírez Carrillo en Mesa de Torrecilla, los aldeanos se acercaron a un campamento paramilitar del CJNG, a quienes pidieron ayuda. “Negaron estar involucrados con el hecho, y prometieron su apoyo a las víctimas”, revela un activista. Las acusaciones entre los dos cárteles se cruzan cotidianamente por las redes sociales: uno adjudica al otro la violencia contra los civiles. En los hechos, la promesa de rastrear al viejo comunero derivó en nuevas incursiones que hoy provocan desplazamientos desde aldeas más remotas de la zona montañosa de Durango.
“El cartel de Sinaloa no era una organización muy depredadora de la sociedad y de las comunidades; eso ha cambiado con el Cártel Jalisco Nueva Generación y con los cambios en el liderazgo del Sinaloa”, dice Guillermo Valdés Castellanos, excomisionado nacional del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y autor de Historia del narcotráfico en México. “La otra cosa más relevante es: ¿qué demonios andan haciendo estos tipos peleándose estos municipios de pobreza extrema?”. Para el analista, la incursión de estos grupos en zonas como los valles de Mezquital, en Durango, excede el fenómeno de una típica disputa por el territorio entre los dos carteles que monopolizan el narcotráfico en México: “Así como yo había planteado que las organizaciones criminales se habían fragmentado, diversificado y militarizado”, dice Valdés Castellanos, “veo como hipótesis que se han lumpenizado; es decir, están buscando rentas miserables en lugares miserables”.
El avance del cartel Jalisco Nueva Generación en esta región, según los testimonios recabados, se traduce en un dominio crecientemente complejo: el control de las policías municipales; el cobro de piso y derecho de traslado de mercancías en negocios de la zona, como aserradores y mineras; y el surgimiento de retenes improvisados que controlan el paso de los viajeros a la luz del día. “En todos los poblados hay halcones, no puedes pasar sin ser visto”, señala un comerciante que prefiere mantener su nombre en el anonimato.
El drama no se limita a las comunidades indígenas. A principios de febrero, en Mezquitic, el municipio más grande de Jalisco, fue secuestrado Álvaro Madera López, precandidato a la presidencia de la entidad por el PRI. En marzo, la Secretaría de Seguridad del Estado intervino la comisaría de ese municipio y detuvo a siete policías en activo —incluido su comisario—, por vínculos con delitos como secuestro agravado, desaparición forzada de personas, soborno y abuso de autoridad. Cuatro de ellos fueron procesados por desaparición forzada y homicidio.
Unos días después de que la Secretaría de Seguridad de Jalisco tomara el control de la comisaría de Mezquitic, la página de nota roja Alerta Durango, donde es común encontrar informaciones sobre el envío de refuerzos de un cartel para enfrentar a otro o sobre la disputa por la plaza de Zacatecas, difundió un mensaje en el que pobladores anónimos de Mezquital decían que tenían miedo: “Estamos cansados y hartos del cartel que está en este municipio porque hay matanzas de gente inocente todos los días porque no queremos luchar contra ustedes, nos obligan a usar armas sin saber usarlas con tal de hacer su grupo más grande”.
Hace poco más de un año, Selene Galindo, comunera o’dam (tepehuana) originaria de Mezquital y especialista en la lengua de sus ancestros, fue invitada por legisladores federales a hablar sobre la preservación del idioma. Su diagnóstico ya era sombrío entonces: “¿Quién hablará esas lenguas cuando a los hablantes los están matando?”, preguntó Galindo. “A los hablantes nos están despojando de todo aquello que nombramos ¡con esas lenguas! Y pareciera que nadie hace nada, porque los que luchan ya fueron asesinados antes de que algún periódico local lo registre. Nuestras lenguas están atadas a un territorio al que ya no podemos acceder, a una casa a la que ya no podemos volver, a todo lo que está o estaba ahí que ya no podemos volver”.
En enero, un par de meses después de secuestrar al anciano Jesús Ramírez Carrillo, el cartel Jalisco Nueva Generación dio un segundo golpe contra los comuneros huicholes: llegaron al poblado de Tepetates y secuestraron a Vicente De la Cruz Díaz y Ambrosio De la Cruz Ferrel. A los tres días, los sicarios regresaron a Mesa de la Torrecilla y se llevaron finalmente al buscado Refugio Ramírez Aguilar, y también a sus hermanos Jesús Ramírez Aguilar y Gonzalo Ramírez Aguilar “mientras se encontraban realizando una ceremonia tradicional en su centro ceremonial familiar”, dice la carta en poder de la comisionada para el diálogo con los pueblos indígenas. Hoy, a cuatro meses de que comenzara la pesadilla, ni don Jesús Ramírez Carrillo ni sus tres hijos han regresado a su hogar. La aldea huichola se ha despoblado gradualmente. Los ancestros y los dioses están abandonados, la sequía agosta los potreros y el miedo expande, como en otros rincones de estas montañas, su silencio abrumador.
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