El Chapo, Dámaso López, La Mataviejitas: atrapada en la mente de los criminales
La criminóloga Mónica Ramírez Cano cuenta su experiencia como psicóloga de los grandes capos de México, como Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán y Dámaso López, ‘El Licenciado’, líderes del Cartel de Sinaloa, además de un centenar más de asesinos en serie
Sobre las paredes de su guarida cuelgan algunas fotos de cabezas cercenadas y de cuerpos abiertos en canal, de cicatrices de estrangulamiento y retratos de capos conectados unos con otros por flechas, mapas, cuerdas y chinchetas que configuran de un solo vistazo el mapa criminal de México. Del salón a la cocina, pasillos y despacho incluido. El único espacio de la casa de Mónica Ramírez Cano que no parece un búnker es el baño. Esta psicóloga criminal, de 44 años, que ha pasado meses analizando la mente de los grandes capos de la droga como Joaquín El Chapo Guzmán o Dámaso López, El Licenciado, y otros que todavía no puede nombrar además de un centenar de asesinos en serie, se siente más cómoda entre estas imágenes que frente a un gin-tonic con sus amigas. El verdadero mapa y lo que él esconde lo lleva todos los días en su cabeza.
Hasta poco antes de que lo extraditaran a Estados Unidos en enero de 2017, Ramírez se sentaba durante horas frente al que fuera el narco más poderoso del mundo, en el peor momento de su carrera criminal. Movía su silla hacia El Chapo en uno de los salones de la cárcel —primero en el Altiplano y luego en Ciudad Juárez— y cuando lo tenía cerca le preguntaba por el principio: “¿Cómo fue su infancia, Joaquín?”.
La historia, mil veces contada, de cómo un hijo de campesinos de la sierra de Sinaloa, rechazado por su padre, condenado por nacimiento a la miseria se hizo con el imperio de la droga más potente del planeta ya se la sabía Ramírez. Pero es en los detalles de aquellas conversaciones, cuenta, donde están las claves para determinar qué había en ese hombre ya cansado del otro Chapo de años atrás: una fiera del narco capaz de enviar a 50 hombres con rifles de asalto y placas de policía federal a una popular sala de fiestas de Puerto Vallarta y descargar allí en menos de ocho minutos mil casquillos para liquidar a los supuestos autores de un atentado en su contra. Ese era El Chapo.
“El Chapo es un estratega, un hombre con una capacidad enorme de aprovechar la oportunidad. Con rasgos psicopáticos muy marcados, pero no se puede considerar como un psicópata, según los parámetros del psychopathy checklist del experto Robert Hare”, cuenta. “Responde a la cultura del capo de la vieja escuela, es muy distinto a los que vinieron después, donde la psicopatía está más marcada, no les importan las consecuencias de sus actos y parece que no diferencian nada. Son sanguinarios, no les interesa el acuerdo, tampoco el negocio, solo el poder. También muy narcisistas. Y por eso tenemos la violencia de ahora, es impredecible y brutal, como ellos: los carteles son una representación del perfil de sus líderes”, añade, aunque prefiere no dar nombres de estos últimos por cuestiones de seguridad.
—¿Recuerda cómo fue la primera vez que lo entrevistó?
—Estaba yo con algunos médicos que no sabían a quién iban a ver y él de espaldas. Cuando se giró y nos miró de frente… recuerdo el asombro. Ahí estaba El Chapo. Enseguida empezó a hablar y a contarnos su miedo... a perder la libertad y a no ver más a su familia.
Ramírez deja claro durante la entrevista que lo que cuenta no viola el acuerdo de confidencialidad ni el secreto profesional. En su cabeza lleva escrita la historia reciente del narcotráfico de México, contada de primera mano por algunos de sus principales protagonistas, con datos que harían temblar Gobiernos, pero que calla no solo por la ética y una cláusula en papel, sino por su vida. Vive amenazada de muerte desde que entró a trabajar en el Ejecutivo de Enrique Peña Nieto en 2012 como la única especialista en psicología criminal que trataba con capos de este nivel. “El problema es que yo he llegado a conocerlos más de lo que ellos se conocen a sí mismos”, declara. “Y esto le interesa a demasiada gente, no solo a posibles funcionarios corruptos, sino a los capos rivales”, añade la psicóloga.
Mónica Ramírez, durante una de las sesiones con El Chapo en prisión. Las imágenes son cedidas por la propia Ramírez a este diario.
La presión psicológica a la que ha estado sometida le ha provocado secuelas graves en su salud. En los últimos años ha pasado más de una decena de veces por el quirófano. En 2014, la operaron hasta seis veces de piedras en los riñones. Poco después de salir de una visita en la cárcel, se agachó para recoger algo del suelo y ya no se podía levantar, el dolor le atravesó la mitad inferior de su cuerpo: una hernia lumbar. “Ya no le digo de otros problemas causados por el estrés, como gastritis, otra hernia hiatal, me quitaron el apéndice, tengo el colesterol altísimo, me detectaron diabetes, hipotiroidismo, tuve tres microinfartos cerebrales… ¿Qué más fue, Nona?”, le pregunta a su asistente.
—La vesícula, le quitaron la vesícula.
Hace solo un mes se sometió a una cirugía bariátrica para reducir drásticamente el sobrepeso. Nona aprovecha la pausa para acercarle en una servilleta hasta seis pastillas, señala una de color naranja: “También, claro, llevo un tratamiento psiquiátrico y voy con un terapeuta”.
Ramírez estaba especializada en violencia en serie, en ellos centró gran parte de su carrera que comenzó en España y que continuó en algunas zonas de Portugal, Los Ángeles, Atlanta (en Estados Unidos) y en México. “El perfil de un asesino en serie no tiene nada que ver con el de un señor de la droga. El objetivo que se persigue es completamente distinto. El primero busca una satisfacción psicológica, emocional o sexual; para los narcos es en su mayoría solo económica. Lo ven como un trabajo”, explica.
Los pocos huecos que quedan en las paredes pintadas de su casa están también decoradas con algunos cuadros de tintes surrealistas. Mientras enumera algunas historias de sus entrevistas con asesinos en serie en México va señalando las obras: “Ese de allá”, un volcán brillante, con la cima nevada y una cascada en su ladera, “me lo pintó Juana Barraza, La Mataviejitas”, una de las asesinas en serie más conocidas del país, que torturó y asfixió a unas 17 ancianas; “aquel es del sicario de La Tuta”, un pistolero del que fuera líder del sanguinario cartel de Los Caballeros Templarios, Servando Gómez, le regaló un cuadro inspirado en Dalí, con detalles como una mujer abierta de la que brotan dados, fichas de póker y espadas y, en medio de un río que escupe un reloj de arena de agua, un tablero de ajedrez.
Ramírez cuenta que lo único que la saca momentáneamente de este mundo oscuro en el que vive atrapada desde hace 20 años es llegar a casa, bañarse y ponerse a ver Harry Potter. “Es lo único que me desconecta”, cuenta. Vivió fuera de México 12 años. Nació en la Chihuahua violenta que comenzó a quebrarse hacia mediados de los noventa con las muertas de Ciudad Juárez. Ramírez fue secuestrada por un grupo criminal que quiso extorsionar a su padre, un tema del que apenas habla. Y cuando la soltaron, huyó a España. No se ha separado del crimen desde entonces. Y su reciente vida en México la ha pasado más tiempo dentro de la mente de los asesinos que tejiendo una red de nuevos amigos con problemas cotidianos de trabajo.
Dámaso López, el que fuera la mano derecha de Joaquín El Chapo Guzmán en el cartel de Sinaloa, le preguntaba a Ramírez con insistencia si iba a volver con el “bueno para nada” de su marido para que le hiciera un hijo, recuerda. López fue detenido en mayo de 2017 en Ciudad de México y extraditado un año después a Estados Unidos. No entendía por qué había decidido solo tener tres perras, Mía, Ella y Maika, como únicos seres a su cargo y ningún hombre al frente. “No encontré a nadie que me siguiera el ritmo”, le respondía Ramírez y él se reía. Como sucedió con El Chapo y su obsesión con hacer una película sobre su vida, El Licenciado le ofreció a Ramírez los derechos para escribir un libro.
Para El Licenciado, un criminal con formación que no había nacido en la miseria y entró al mundo del narco ya tarde, no había nada más importante que la seguridad de su familia. Desde que lo detuvieron, su principal preocupación era su hijo, el heredero de su pastel del narcotráfico, que se disputaba el poder entonces con los hijos de El Chapo y lo habían acorralado. Dámaso vivía con el miedo a que le pasara algo. Prefería verlo en una cárcel en Estados Unidos a que se lo entregaran en una caja. Y así fue, el Mini Lic se entregó en la frontera norte a las autoridades estadounidenses poco después de la captura de su padre.
Ramírez marcaba en cada sesión las contradicciones del discurso de estos señores de la droga. “Ellos se ven a sí mismos como los CEO de una empresa. Hablan de su negocio y de su capacidad de colocar a las personas adecuadas en el puesto. La violencia que ejercieron la justifican como una respuesta para salvar su negocio. Lo que se tiene que hacer, me contaban”, señala la psicóloga. No hay remordimientos ni culpas.
“Uno se imagina a un monstruo. Yo tengo que ver más allá”, cuenta Ramírez. Y recuerda que de entre todos los criminales con los que ha tratado, internarse en la mente de estos resultaba una tarea a ratos fascinante de la que todavía no ha logrado salir. “El Chapo es un hombre tremendamente respetuoso en las formas, un seductor. Se reconocía a sí mismo como un adicto a las mujeres”, señala.
Durante las últimas horas que pasó El Chapo en la prisión de la que se fugaría por segunda vez, el capo leía poesía popular mexicana, poemarios de amor. Y el día que se escapó a través de un agujero en la ducha que conectaba a un túnel subterráneo con raíles, un libro sobre Pancho Villa y la Revolución.