No son 100.000 muertes en México, son más
El país solo ve una porción de la epidemia real, también de sus consecuencias mortales. La causa es, probablemente, un sistema de detección insuficiente
Hay una paradoja encerrada en los datos mexicanos sobre el virus. Son muy detallados, específicos hasta lo extraordinario: pocos países nos dejan ver no solo edad, sexo y municipio de residencia, sino también comorbilidades, tratamiento y proceso de diagnóstico para cada caso positivo, sospechoso o descartado de covid. Pero al mismo tiempo son muy incompletos. Ya al principio de la epidemia las estimaciones de su tamaño real hacían palidecer las cifras oficiales de contagios o muertes. Hoy disponemos de un indicador más fidedigno y estandarizado: el de exceso de mortalidad. Gracias a él, ya sa...
Hay una paradoja encerrada en los datos mexicanos sobre el virus. Son muy detallados, específicos hasta lo extraordinario: pocos países nos dejan ver no solo edad, sexo y municipio de residencia, sino también comorbilidades, tratamiento y proceso de diagnóstico para cada caso positivo, sospechoso o descartado de covid. Pero al mismo tiempo son muy incompletos. Ya al principio de la epidemia las estimaciones de su tamaño real hacían palidecer las cifras oficiales de contagios o muertes. Hoy disponemos de un indicador más fidedigno y estandarizado: el de exceso de mortalidad. Gracias a él, ya sabemos que entre el 1 de enero y 26 de septiembre de 2020, en México murieron 193.000 personas más de las que cabría esperar basándonos en registros de años anteriores (alrededor de medio millón). En ese momento, menos de la mitad quedaron clasificadas como confirmadas por covid (unas 78.000). Más de 60.000 han quedado ahora bajo el epígrafe de probable infección, con otras 54.000 consideradas como exceso durante pandemia, pero no necesariamente producto directo de un contagio de SARS-CoV-2.
Estas cifras nos dan una idea de lo incompleta que es la base de datos oficial de casos individualizados. Todo lo que tiene en detalle, que es mucho, lo pierde en completitud. Es como si el sistema de vigilancia epidemiológica federal hiciera una foto que, de tan cercana que es a la pandemia, se deja fuera de campo la mayoría de ella. El equivalente de usar un microscopio para analizar un elefante.
La mayor parte de la extralimitación de muertes se concentró además en unas semanas específicas, entre mayo y agosto de 2020. Es decir: el exceso de mortalidad, estimado de manera estricta semana a semana, ha llegado a ser mucho mayor al 37% que ocupó los titulares con el anuncio del último reporte proporcionado por Cenaprece, la entidad de la Secretaría de Salud que se encarga de realizar y publicar estas proyecciones. Ese porcentaje es artificialmente bajo porque para estimarlo se empleó como denominador el conjunto de las muertes acontecidas en el año, también fuera del punto álgido, cuando no había virus o su presencia era menos significativo.
Por todo ello, resulta más preciso decir que en su punto álgido, el exceso alcanzó el 105%: es decir, México, en la tercera semana de julio, se duplicó el número de muertes esperado para esos siete días. En ningún momento entre el inicio de mayo y agosto estuvo el país por debajo de un 66% en exceso de mortalidad. Esta cadena de cifras da una idea mucho más fiel del pico epidémico. O más bien de los picos secuenciados, regionalmente diferenciados, que la del 37%.
Centinela tuerto
Fue durante esta larga cordillera con cumbre en el ecuador del año cuando el sistema de seguimiento entró, con toda probabilidad, en su punto ciego. Si la pandemia es el elefante, el microscopio incapaz de seguirlo es el mecanismo de vigilancia epidemiológica bautizado como Centinela. Son algo menos de 500 alarmas estratégicamente instaladas en la red de atención mexicana. Por sí misma, esta red es fragmentada, incompleta: tal es la naturaleza de la cobertura de salud en el país. A ello se añade que Centinela no está pensado para cazar la mayoría de casos de un nuevo virus de características desconocidas, sino para hacer saltar la alerta cuando aumente el ritmo de contagio de patógenos conocidos, o aparezca alguno inesperado. Como tal ha funcionado bien en el pasado, y efectivamente se activó ante los primeros casos de covid, pero encontrar y contar millones de casos es una labor que se escapa de la lógica de un filtro de señalización.
Las autoridades sanitarias mexicanas nunca supusieron que Centinela iba a funcionar para cazar todos, ni siquiera una mayoría, de casos ni muertes. Se cuidaron mucho de alimentar dicha expectativa. Y, de hecho, la contrarrestaron mediante una estimación grosera pero útil ejecutada durante las primeras semanas: cuando aplicaban una suerte de múltiplo aproximado a los casos detectados para proyectar los reales. Se deshicieron en abril de la fórmula, con la excusa de que “ya no era útil” calibrar la magnitud de la epidemia. Por aquel entonces también se disparó la tasa de positividad: la porción del total de pruebas ejecutadas que se revelan como afirmativas. Pasó de alrededor de uno de cada 10 en marzo y principios de abril (en el borde de lo recomendado por la OMS para obtener una imagen fidedigna de la epidemia dentro de un país) a uno de cada cuatro iniciando mayo, y a quedarse tocando el 50% hasta finales de julio.
Ningún país es tan eficiente en sus criterios para definir a quién le aplica una prueba como para que esas cifras sean aceptables. De hecho, solo en asintomáticos ya se va más o menos un tercio o la mitad de infecciones. Si, como sucede en México, la decisión de a quién se le aplica un test se basa en los síntomas, y si el detector de síntomas solo está inicialmente en un puñado de centros de salud centinela, entonces se entiende mejor lo que indica esa altísima positividad. Volviendo a la analogía del elefante pasando por el microscopio: efectivamente, es imposible no ver un paquidermo que atraviesa por la mirilla, pero también es inviable medirlo con semejante instrumento.
Persiguiendo la meseta
A medida que bajó el primer pico de contagios (en algunas regiones más que en otras) y se retiraba la marea, resultó más fácil calibrar el efecto de la primera ola. Se actualizaron pruebas pendientes a fallecidos en el pasado, se ejecutaron los análisis de exceso de mortalidad mencionados, llegando incluso a distinguir, efectivamente, casos probables de improbables dentro de dicho exceso. Al mismo tiempo, varias entidades (sobre todo la Ciudad de México, que no acaba de librarse del vaivén del virus) mejoraron y ampliaron su sistema de detección de casos. Incluso la Secretaría amplió la definición de contagio sospechoso. Pero todo ello llegaba tarde, y salvo iniciativas por debajo del nivel federal se enfocaba más a evaluar daños en el pasado que a navegar lo que aún quedaba de pandemia.
México está hoy en ese presente. Después de lo que con toda seguridad son más de 200.000 muertes en exceso a años anteriores (muchas por el virus, otras por el contexto de pandemia), la caja de herramientas para transitar la meseta no ha cambiado demasiado. No al menos en su apartado de medición prospectiva, o en tiempo real. Contar casos no es un capricho. Distinguir muertes apegadas al momento del suceso no es por morbo. Se trata de una manera de identificar los nichos de contagio. El virus está buscando rincones en los que seguir creciendo (y, a juzgar por la serpenteante forma de las curvas locales, parece que huecos no le faltan), y los datos inmediatos, o recientes, son como la linterna que desvela esos movimientos, que permite cortar las cadenas de contagio que se pueden estar generando en este momento. Nunca, ni siquiera después de decenas de miles de vidas perdidas después, es tarde para proteger salud.
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