Buscando entre grietas
Toda relectura otorga al lector el poder de revisar un libro como haría un perito de la construcción a un edificio tras un sismo
Cuando un lector decide regresar a un libro que leyó hace tiempo, sea porque lo llama la historia que ahí se cuenta, porque lo reclaman las formas y maneras con las que esa historia es narrada o porque intuye que sus recuerdos han empezado a diluirse, se coloca a sí mismo ante una situación extraordinaria: transformarse en perito de la construcción. Uno de esos especialistas que, pasado el terremoto, revisan las paredes, las columnas, las escaleras, los suelos y los techos en busca de grietas.
Toda relectura otorga este poder, sin importar quién sea al lector: en tanto se avanza por un ...
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Cuando un lector decide regresar a un libro que leyó hace tiempo, sea porque lo llama la historia que ahí se cuenta, porque lo reclaman las formas y maneras con las que esa historia es narrada o porque intuye que sus recuerdos han empezado a diluirse, se coloca a sí mismo ante una situación extraordinaria: transformarse en perito de la construcción. Uno de esos especialistas que, pasado el terremoto, revisan las paredes, las columnas, las escaleras, los suelos y los techos en busca de grietas.
Toda relectura otorga este poder, sin importar quién sea al lector: en tanto se avanza por un espacio conocido, no es necesario que los sentidos sean o funcionen como lo hacen normalmente —el ciego no utiliza su bastón dentro de casa—. Los ojos, entonces, son cámaras infrarrojas y los oídos se convierten en radares, al tiempo que la imaginación, antes atada a los sucesos y las formas recordadas, se libera de esos dos grilletes, abrazando aquello que no creía que existiera, aquello que no parecía existir y aquello que, literalmente, no existía, porque estaba destinado a otro espacio.
—La imaginación, que no es sino el lado cóncavo de la memoria, es uno de nuestros sentidos mayores, una de las muletas con las que los otros cinco (tacto, olfato, visión, gusto y oído) trascienden su prisión de presente y prolongan nuestra experiencia más allá del tiempo en el que nos encontramos. La otra muleta, es decir, ese otro sentido que también complementa a aquellos que nos enseñan a repetir en la escuela, como nos enseñan los números de un idioma desconocido, es el lenguaje: gracias a este, además de otros tiempos, podemos oler, ver, tocar, escuchar y saborear otros espacios.
Si estuviera en condiciones, si tuviera las herramientas y las fuerzas necesarias, me pondría como objetivo trastocar los planes de estudio, enseñar, pues, que la experiencia y el conocimiento no suceden solo en presente, que acontecen también en un arco de tiempo que incluye al pasado y al futuro y en un horizonte mucho más amplio que aquel que recorren nuestros despojos. Corregir y enseñar, entonces: tenemos siete sentidos, cinco atados al presente y dos al pasado y al futuro; los primeros dan contenido a los otros, mientras que aquellos dan sentido y profundidad a los primeros—.
Cualquiera que haya contemplado los planos de una casa, sabe que además de los de planta, existen los de fachada, los de corte vertical y corte horizontal, los de acabados, los topográficos, los de instalaciones, los de cimentación y los de flujos. Los primeros cinco son los planos que, podríamos decir, muestran las cosas tal y como son o como habremos de observarlas la primera vez que estemos dentro de la casa. Los cuatro restantes, en cambio, muestran los elementos que no serán visibles. Los elementos, pues, que el perito o, mejor dicho, el lector que vuelve a un libro en el que ya había estado, será capaz de encontrar, asomándose a través de las grietas que ha dejado el terremoto.
¿Cuál terremoto? El que llega tras los primeros temblores, cuando las ondas oscilatorias —la escritura— y las ondas trepidatorias —la lectura— chocan de nueva cuenta, pero bajo la superficie. Si la escritura es una suma de capas, cada relectura es un paseo, un descenso o un ascenso entre esas capas. Por eso los sentidos, además de transformarse, empuñan otras herramientas —las manos, por ejemplo, en lugar de linterna, sostienen pico y pala— y por eso, además de hacernos ver que, muchas veces, aquello que formaba un recuerdo, era el barro de lo obvio, nos muestran, donde yacía una pared de yeso pulido, un muro de ladrillos desbordado por rebabas de cemento entre las cuales, de pronto, aparece amenazante la punta de un alambre oxidado.
Y aquella superficie en la que uno podría, en la que uno, de hecho, se recargó a descansar durante la primera lectura de un libro pues parecía ser un sitio seguro y tranquilo, en la relectura se transforma, de golpe, en la posibilidad de una herida, el riesgo de una bacteria que te devora por dentro, la certeza del tétanos rompiéndote la espina. Como el prado en el que Michael K —el personaje de la cuarta novela de Coetzee— se recuesta para retozar y mirar el cielo, ese prado que durante la lectura es pacífico y doméstico, pero que, durante la relectura, además de ser un páramo salvaje y peligroso, es una fosa: no un lugar para observar las nubes sino un rincón para escuchar el hambre del subsuelo.
—Hablando de superficies y fondos, de aquello que vemos u olemos o tocamos en primera instancia, tanto como de aquello que no podemos ver ni oler ni tocar pero tampoco saborear ni escuchar, vale la pena repetir que además de aquello que se transforma, se devela o resignifica en cada relectura, también existe aquello que no podemos observar ni olfatear ni palpar ni degustar ni oír pero tampoco recordar o imaginar ni mucho menos aún glosar, a pesar de que esté ahí, entre las capas, cargando, sosteniéndolo todo, porque incluso el escritor es incapaz de hacer eso.
Recordemos un momento a Lucrecio y su De la naturaleza de las cosas, específicamente, la polémica que el filósofo romano, quien debería ser considerado el primer poeta atomista y vitalista lanza contra quienes defienden la exclusiva existencia de aquello a lo que acceden los sentidos (sean éstos cinco o sean siete). A Empédocles, Anexágoras y Heráclito, Lucrecio les receta: "viendo que de los cuerpos el extremo / mínimo es lo que llega a los sentidos, / hay que conjeturar que aquel extremo / que en el extremo mismo no podemos / distinguir, es el mínimo de los cuerpos"—.
Pero había llegado a Coetzee. Y había traído aquí su novela Vida y época de Michael K porque, releyéndola, convertido pues en un perito, encontré una grieta diferente a las demás que he hallado en la obra del autor sudafricano, una hendidura que me dejó ver el mecanismo que hace funcionar sus obsesiones: es la parquedad de sus personajes la que sostiene su simbolismo, la que desplaza sus metáforas, la que desentraña el sentido que esconde aquello que glosan sus narradores.
Además de utilizarlo como ejemplo, escribo esto para compartir la emoción que aguarda a quien se asoma a una grieta o desciende entre las capas de una obra y descubre cómo una novela puede ser también un homenaje: en Michael K, Coetzee calca la psicología de los personajes de Dostoievski, al tiempo que traza el negativo de Robinson Crusoe, el personaje de Daniel Defoe al que tantas veces ha revisitado, convertido él mismo en perito.
Una emoción que además es renovable, pues detrás de una grieta puede hallarse otra, tras la cual está eso que no debía existir: en Vida y época de Michael K —quizá por ser el mayor corte de caja de su narrativa, quizá por la inseguridad del autor que está mudando, quizá porque desea ser descubierto— Coetzee evidencia el mayor de sus secretos.
El vacío existencial, la nada emocional que, más que mover a sus personajes, los arrastra como el viento a las hojas —pensemos en el profesor de Desgracia, en el falso Jesús de su última trilogía o en el Coetzee de sus autobiográficos— y que otorga tensión tanto a la forma como al fondo de sus libros —la obra, es explicada.
Explicada no por las palabras del narrador ni por el actuar del propio Michael K, sino por un personaje-narrador que aparece abruptamente y que, si no fuera Coetzee quien escribe, podría incluso parecer innecesario: el médico que cuida al enfermo.
—”Me habían enseñado que el cuerpo solo quiere vivir. El suicidio, según tenía entendido, no es un acto del cuerpo contra sí mismo, sino de la voluntad contra el cuerpo. Pero ante mí tenía un cuerpo que iba a morir sin cambiar de naturaleza”—.
Un personaje-narrador que, como no vuelve a suceder en ningún libro del sudafricano, desentraña las motivaciones del otro, rompiendo una barrera que parecería inviolable, pero que en realidad tenía una grieta.
—"De manera escandalosa y ultrajante, esta alegoría revelaba hasta qué punto un significado puede alojarse en un sistema sin convertirse en parte de él"—.
Por suerte, además de lo que existe y lo que no debía existir, está lo que no existe. Y en esto Coetzee, como los escritores mayores, siempre será un maestro.
Y uno, simple relector, se quitará el casco, dejará la pala y el pico y esperará el siguiente libro, convencido de que, la mera lectura, será suficiente.