Un policial irregular
‘La mujer del río’, la nueva obra de Paula Ilabaca, muestra una autora capaz de elaborar un relato original en un género que puede caer con facilidad en fórmulas y repeticiones
Un crimen real de mediados de los ochenta le sirve a la poeta y narradora chilena Paula Ilabaca para escribir su tercera novela, La mujer del río (Santiago: Sudamericana, 2024). En ella encontramos a la comisario de la Policía de Investigaciones Mercedes Torrealba, quien, ante el hallazgo de un cuerpo femenino desmembrado en el cauce del río Mapocho, queda a cargo de esclarecer el asesinato. La detective no solo debe lidiar con el horrendo crimen que cautiva a la prensa amarillista, sino también con las tensiones propias de un romance con Roberto Cáceres, un hombre casado, amigo suyo desde la Escuela de Investigaciones y a la vez (para complicar más las cosas) su vecino y jefe. Aunque a ratos la trama propiamente policial pierda algo de tensión y de que se asomen hilos narrativos que luego no juegan ningún papel relevante, esta nueva obra de Paula Ilabaca muestra una autora capaz de elaborar un relato original en un género que puede caer con facilidad en fórmulas y repeticiones.
Uno de los puntos altos de esta novela es su personaje principal. Desde un comienzo, Torrealba destaca por su cuidada apariencia en un mundo de hombres, donde la fuerza y la rudeza parecieran ser los valores supremos: “Odiaba tener que llevar falda, tener que sonreír, tener que transar. No necesitaba eso, pero sí le permitía sobrevivir en ese trabajo, continuaría”. Al mismo tiempo, su empatía con los personajes que rodean las escenas del crimen —madres o testigos que son, en muchos casos, otras víctimas invisibles— la hace participar en la trama desde una femineidad que no cae en simplismos ni sentimentalismos. Ella logra, a pesar de todo, cumplir con las expectativas que los demás posan sobre sí: “Necesitaban a una mujer que se hiciera cargo con tacto y sensibilidad. Eso pensaban los jefes, pero para Mercedes Torrealba todos los casos eran una sola urgencia: resolver el crimen, dar con los culpables”.
Sus virtudes como detective están tensionadas, a su vez, por una difícil situación personal: con un trabajo demandante y sin horarios, debe lidiar con su hija adolescente y con el Gringo Ortiz, su exmarido, también detective. Este último, destinado desde hace algún tiempo al Centro de Inteligencia Nacional —un trasunto de la CNI, encargado de los trabajos sucios—, ronda por los círculos de la policía civil, ufanándose de su poder e inmiscuyéndose en las investigaciones que efectúa su exmujer.
El jefe de la Brigada de Homicidios y amante de Torrealba, Roberto Cáceres, también es un personaje bien logrado. No solo por algunos rasgos físicos que lo dotan de un carácter reconocible, como su ojo bizco que siempre lleva medio tapado por un mechón de pelo, sino sobre todo por esa actitud algo resignada del detective con una larga experiencia en las pistas. Son esos años en el ruedo los que lo hacen saber que lucha contra fuerzas mayores que las suyas, en un giro muy propio de la novela negra que en La mujer del río no llega a convertirse en cliché. En el Chile de la dictadura en que se ambienta la trama, además, el orden no solo se ve desafiado desde el mundo del hampa y el crimen, sino por fuerzas omnipresentes e invisibles cuyos golpes pueden provenir de los lugares menos pensados.
Junto a la trama principal nos encontramos con la historia del joven detective Cuevas, el atento y esforzado ayudante de Mercedes Torrealba, quien tiene un noviazgo con Pamela, una enfermera que intenta, como él, hacer lo correcto. Desde esta relación irán apareciendo como al pasar algunos datos vinculados al crimen, los que, si bien permitirán que la trama avance, se desenvuelven sin tensionar demasiado el enigma que da título a la novela y que mueve a la acción. Para no arruinar la sorpresa, fundamental en el género policial, basta decir que la separación entre la Brigada de Homicidios donde trabaja Cuevas y el mundo de las boîtes de mala muerte no es, en el Santiago de los ochenta, demasiado amplia.
Hay, por último, una cuestión interesante en esta novela de Ilabaca, que tiene que ver con la tensión moral que deja ver el detective Cáceres más de una vez. Como afirma ante Torrealba: “No podemos pensar. Recuerda. Ellos, los de arriba, son los que piensan”. La atmósfera que se construye aquí no es, como en el policial clásico, una de blancos y negros, sino una donde la búsqueda de la verdad y la justicia está entrecruzada con zonas grises, donde la pasión y la violencia se inmiscuyen y amenazan con impedir la consecución de los objetivos que persiguen los protagonistas. De ahí que, al resolverse el crimen, las esquirlas dejen más de un damnificado en el camino y el equilibrio inicial sea imposible de recomponer del todo.
En términos arquitectónicos, La mujer del río es algo irregular. No cabe duda de que los personajes están presentados con suficiencia y que la trama está, sobre todo en la primera mitad, bien elaborada. Sin embargo, la autora fluctúa entre momentos de alto virtuosismo en la elaboración de sus personajes —como cuando se interroga al “doctor” Jaramillo, fundamental en la resolución del crimen— con parrafadas excesivamente pedagógicas: “Mercedes aceptó, sin detenerse en su inspección ocular, lo primero que debía realizar un detective cuando ingresaba a un recinto, ya que de esa manera se establecían las pistas a seguir e incluso podía detectarse una nueva evidencia”. Frases como estas, si bien muestran a una autora que conoce de sobra el mundo que intenta retratar en su obra, caen en un didactismo que expulsa al lector de la preocupación por los vaivenes de la trama.
Aunque el ensamblaje final y la resolución del conflicto dejen gusto a poco, la dimensión íntima de los personajes, la posibilidad de introducir matices y zonas grises en la trama, la reconstrucción de un Santiago de época —con olor a parafina y personal estéreos— muestran que Ilabaca es una autora con herramientas suficientes como para sostener una narración entretenida, vertiginosa y donde una detective como Mercedes Torrealba o Amparo Leiva (protagonista de otro de sus libros, vista aquí de reojo) pueden enfrentarse con toda propiedad, en próximas novelas, a las fuerzas del crimen.
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