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El peronismo lo hizo de nuevo

Más allá de las personas, se deglutió al liberalismo una vez y se prepara a hacerlo de nuevo

Mientras sus fuerzas se lo permiten, el peronismo reina, gana elecciones, ejerce el poder, tracciona, negocia, empuja, presiona y avanza. Cuando se quedan sin combustible, los partidos tienden a desaparecer menos el peronismo; el peronismo echa mano de los glóbulos rojos de otra fuerza política para mantenerse con vida. Este es, probablemente, el signo distintivo que lo hace perdurar desde hace casi un siglo. Los analistas se esmeran en encontrar la explicación a su extraordinaria permanencia en cualidades excepcionales y en verdad no las tiene; solo es el ingenio de tomar energía de otro para...

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Mientras sus fuerzas se lo permiten, el peronismo reina, gana elecciones, ejerce el poder, tracciona, negocia, empuja, presiona y avanza. Cuando se quedan sin combustible, los partidos tienden a desaparecer menos el peronismo; el peronismo echa mano de los glóbulos rojos de otra fuerza política para mantenerse con vida. Este es, probablemente, el signo distintivo que lo hace perdurar desde hace casi un siglo. Los analistas se esmeran en encontrar la explicación a su extraordinaria permanencia en cualidades excepcionales y en verdad no las tiene; solo es el ingenio de tomar energía de otro para sobrevivir.

Este mecanismo lo inauguró Carlos Menem hacia fines del siglo XX, cuando necesitó de una pulsión de vida y de prestigio, que le aportó el liberalismo. Cuando sus figuras están gastadas, sus andanzas, conocidas y sus prontuarios expuestos, encabezan con caras presentables tras las que, inexorablemente, se encolumna, siempre, el tren fantasma de sus auténticos dirigentes. Repiten que los malos peronistas eran los otros y siguen adelante como si nada. Diez años después del menemismo y tras una conducción esperablemente populista y venal, todo se desmoronó, los liberales fueron repudiados, el partido político liberal que los reunía naufragó y algunos de sus integrantes tuvieron causas judiciales.

De la década de menemismo rampante y casos de corrupción de todo calibre con responsables identificados, solo la dirigente liberal María Julia Alsogaray fue encontrada culpable y cumplió casi dos años de prisión efectiva. Carlos Menem se solidarizó con ella y le hizo un llamado telefónico, que repitió cuando sus padres murieron mientras ella estaba detenida. El expresidente siempre fue un caballero y no entendió por qué la mítica dirigente no atendió aquellas comunicaciones que él le hizo con tanta empatía.

En el siglo XXI la historia parece repetirse. Después del desquicio kirchnerista, al peronismo, que si algo cosecha es mala fama, le costaba volver y presentarse como una opción electoral válida; entonces apeló a camuflarse detrás del outsider Javier Milei. La receta fue la misma: los malos peronistas eran los otros, en este caso los kirchneristas. Y así, el jefe de gabinete del presidente libertario, sus ministros de Desregulación, Seguridad y Turismo, el titular de la Cámara de Diputados, los asesores más cercanos a la Secretaria de la Presidencia —que gestiona su hermana—, los armadores políticos del interior del país, los titulares de los organismos del Estado con las más millonarias cajas económicas y los aliados incorporados en el ámbito legislativo son todos de origen peronista. Mueven los hilos, acercan a los suyos y delinean políticas y cursos de acción. Pero los mascarones de proa son liberales, en su mayoría sin trayectoria ni experiencia.

Resulta interesante analizar las consecuencias. La primera es que el peronismo siempre se queda con lo ajeno, a veces cosas materiales, a veces fuerza vital, porque el mandato que lo atraviesa es sobrevivir, como sea. Lo curioso es que sus vecinos, que ya conocen esos impulsos, se los alimentan.

La segunda es aún más perturbadora: salen indemnes de las consecuencias de las tragedias que provocan. La cuenta siempre la pagan sus socios.

Más allá de las personas, la ideología peronista se deglutió al liberalismo una vez y se prepara a hacerlo de nuevo. Tuvieron que pasar 30 años para que alguien se atreviera a expresar públicamente una simpatía expresa por las ideas de la libertad.

Como esta pesadilla está transcurriendo, tiene final abierto y hay posibilidades de quebrar la maldición. Falta un liderazgo serio y sano que encauce las voluntades, se despoje del parásito y encuentre un camino que aleje a la Argentina de la decadencia populista de manera permanente y definitiva.

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