¿Homicidios y cadáveres calcinados en Ecuador? Lucía ha construido un búnker en el que resguarda a sus hijos de las balas perdidas

Una vecina de Durán, la ciudad más peligrosa del país, tiene una casa sin ventanas para aislarse de la violencia en un lugar controlado por las pandillas

"LK" graffiti alusivo a los Latin Kings, en Durán, el 3 de octubre del 2024VICENTE GAIBOR

No hay una sola ventana en la casa de Lucía. Cuando finalmente reunió el dinero para reemplazar las paredes de caña por ladrillos, optó por construir un refugio completamente cerrado. Solo unos raquíticos rayos de luz se cuelan a través de huecos en el techo, bañando la pared de la cocina. El calor, a ratos, es insoportable. Cuando el pequeño ventilador falla, lo mejor es sentarse y no hacer nada para evitar el agotamiento. Lucía vive en Durán, la ciudad más temida de Ecuador y una de las más peligrosas del mundo; un nombre que, al pronunciarlo, provoca escalofríos. No hay un solo barrio en Durán que escape al yugo de las bandas criminales, donde el tráfico de armas y drogas se entrelaza con la desesperación de quienes luchan por sobrevivir. Aquí, la vida se mide en amenazas, y la esperanza se convierte en un lujo inalcanzable.

“He sido una clienta fija de los consumidores de droga. Se metían por la ventana de la casa a robarnos y me cansé, así que decidí cerrarlo todo”, cuenta Lucía, sorprendida por la miseria de los criminales que roban a sus propios vecinos, quienes viven en medio de la pobreza y el desempleo. “Me han robado los zapatos de los niños, los cables de la electricidad, el cilindro de gas”, relata la mujer. Hasta que un día un hombre se coló en su casa con un cuchillo en medio de la noche. “Le di mi teléfono. ¿Qué más pueden robarme?”, se pregunta, mirando a su alrededor. La refrigeradora está amarrada con una fina cuerda que la rodea, porque la puerta no se sostiene por sí sola. Su hijo de cinco años busca la última manzana para el almuerzo escolar. Sus pequeños dedos conocen el mecanismo y hábilmente empujan la cuerda hacia arriba para abrir la puerta. Una manzana, un pedazo de queso y un cartón de leche son lo único que queda. “No te la comas, es para mañana”, le insiste Lucía. Después de más de un año desempleada, ha conseguido un trabajo como educadora, la carrera que estudió, aunque la universidad no le ha entregado el título porque perdió el expediente de más de una docena de estudiantes de su promoción, relata. Está contenta por el nuevo empleo, pero intenta manejar sus expectativas, porque sabe que en Ecuador se vive constantemente con incertidumbre y puede pasar cualquier cosa.

Interior de una casa sin ventanas por precaución ante la violencia, en Durán.VICENTE GAIBOR

La puerta de metal está siempre cerrada. Los niños no pueden salir al patio por el polvo y el temor a una bala perdida. “Las balas vuelan a cualquier hora. El Gobierno ha declarado otra vez toque de queda en la ciudad a las diez de la noche, no tiene idea de lo que pasa aquí o todo es una pantalla”, añade. Hace dos meses, el presidente, Daniel Noboa, llegó con un contingente de militares y policías, atravesando Guayaquil hasta Durán. Las imponentes imágenes de la “redención” de Durán fueron transmitidas en vivo por los canales oficiales del Gobierno. “Quiero que sepan que no tenemos miedo”, dijo el mandatario, rodeado por decenas de uniformados. Minutos después de concluido el acto, las tanquetas, los carros blindados y los policías se fueron en caravana con él y abandonaron de nuevo Durán. Un mes después del anuncio de militarización, ocurrieron 57 crímenes violentos. La ciudad se acerca nuevamente a la peligrosa cifra de 442 homicidios del año pasado, que la convirtió en una de las ciudades más peligrosas del mundo.

Las balaceras no tienen hora ni lugar. Hace tres meses, se armó una al mediodía; al día siguiente, se enteraron de que un vecino estaba justo afuera de la casa y una bala perdida lo hirió. “Las ambulancias no entran aquí; un vecino con carro ayudó a llevarlo al hospital, pero a los pocos días, el hombre murió”, recuerda Lucía. Las balaceras no solo son provocadas por las bandas cuando se enfrentan entre ellas o contra policías, sino también debido a los entrenamientos que reciben los sicarios. Como ocurre en las faldas del Cerro Las Cabras, controlado por una de las pandillas, donde hay niños que son familiares de los cabecillas y no pueden ir a la escuela. Tienen prohibido salir del cerro, o los matan por venganza. “Cuando trabajé en una escuela cerca del Cerro Las Cabras, los gatilleros practicaban todos los días a las 10 de la mañana”, recuerda Lucía, y otros moradores del sector también confirman la presencia de un grupo criminal que practica disparos. La Policía ha admitido en más de una ocasión su preocupación por la escuela de sicarios que hay en Durán, pero hasta ahora no ha sido desarticulada.

“Este es un sector olvidado. En verano es polvo y en invierno es lodo”, dice la mujer. El 42% de los ciudadanos no sabe lo que es tener agua potable; la mayoría de los barrios carece de alcantarillado y la pobreza afecta al 65% de la población. La mitad de los barrios son asentamientos irregulares, lo que provoca una disputa permanente de las mafias por el tráfico de tierras. Este es el caldo de cultivo para los estados paralelos que el crimen ha instaurado con violencia, imponiendo sus reglas y cobrando extorsiones a cambio de “seguridad”, agua potable, electricidad, y simplemente por respirar.

Durán es tierra de nadie. El alcalde electo en 2023 ni siquiera ha podido entrar a las instalaciones del municipio desde que asumió el cargo, porque sufrió un atentado a las pocas horas de su posesión. Vive en la clandestinidad y desde hace meses tampoco aparece en los medios de comunicación; incluso ha abandonado las redes sociales, que eran su forma de comunicar lo que su equipo municipal hacía en el territorio. El 21 de agosto fue la última vez que hizo una publicación. EL PAÍS ha solicitado en varias ocasiones una entrevista con él, pero su equipo ha dejado de responder.

Moradores de la ciudadela el Recreo narran como les ha cambiado la vida por la violencia.VICENTE GAIBOR

El barrio de Lucía está vigilado por las bandas, que han instalado cámaras en ciertas casas desde donde controlan quién entra y quién sale del sector. Es una forma de cuidarse las espaldas para evitar emboscadas de bandas rivales. La guerra es por el control total del territorio para diferentes delitos: el tráfico de drogas a gran escala, el dominio de los consumidores locales, el control del agua potable y la apropiación ilegal de terrenos. En Durán, el crimen organizado no teme enviar los mensajes más crueles a sus enemigos y al Estado. Fue en la entrada de la ciudad donde aparecieron los primeros cuerpos colgados de dos hombres en un puente peatonal al amanecer del 14 de febrero de 2022, día del amor y la amistad. Los cuerpos estaban atados y las cabezas embaladas. La violencia se recrudece en Durán, hasta llegar a quemar a personas en medio de la calle, a plena luz del día. Ocurrió el último fin de semana de septiembre, cuando cuatro hombres fueron asesinados a tiros y luego les prendieron fuego en medio de la calle. La gente salió con baldes de agua a intentar apagar las llamas, hasta que llegaron los bomberos. Este nuevo hecho cumplió su cometido: la gente, llena de temor, se encerró en casa.

Jésica escuchó los gritos de la gente cuando vieron prender fuego a los hombres. Ella estaba en su casa. Vive en una calle peatonal en uno de los barrios más peligrosos de Durán. La escala se mide por quién vive en el sector. Por ejemplo, justo en su calle residen los líderes de una de las pandillas, lo que convierte la seguridad, las armas, la zozobra y el miedo en parte de una rutina que se niega a normalizar. Vive bajo vigilancia; hay cámaras en cada esquina donde la pandilla monitorea cada movimiento. “Paso encerrada en la casa con mis dos hijas 24 horas al día. No hemos pisado un parque en Durán en los últimos dos años”, relata Jésica. Incluso, el encuentro con ella y sus hijas tuvo que ser pactado en otro sitio por seguridad. Su hermana de ocho años escucha la conversación y cuenta cómo en la escuela hacen simulacros en caso de terremoto y balacera. “Cuando suena una alarma, debemos ponernos debajo de los pupitres hasta que la profesora nos diga qué hacer”, describe con su dulce voz la niña, que entiende perfectamente lo que ocurre. Hasta hace una semana, la alarma solo había sonado para simulacros, hasta que la sirena de unas ambulancias alteró a la clase, haciéndoles creer que era una balacera. “Todos empezamos a gritar y a llorar. Estábamos tirados en el piso, abrazando nuestras mochilas, y yo temblaba”, narra el horrendo momento que, aunque fue una falsa alarma, ha vivido en su casa.

“Cada cierto tiempo, le dan ataques de pánico de la nada”, relata Rocío, su madre. “Se hacen más comunes con el tiempo, y la comprendo, si los adultos vivimos con miedo, ella también lo siente”, añade la madre, frustrada por no poder cambiar de lugar donde vivir. “Todo está igual. Ya no hay un lugar en Ecuador donde podamos escapar de esto”, sentencia.

Todos advierten lo peligroso que es caminar por las calles, y salir de la ciudad antes de que oscurezca, además antes de que corten la electricidad, producto a la crisis eléctrica que atraviesa el país. Los barrios han cambiado su configuración de convivencia. Se han quedado sin panaderías, sin farmacias, sin la tienda de barrio, sin la ferretería. La mayoría de los negocios en los barrios que están en la profundidad de Durán, han cerrado por las extorsiones o porque han secuestrado a un familiar y huyeron, o porque los mataron. “Ninguno estamos exentos a ser las próximas víctimas de esta guerra”, sabe bien Jésica, que no reconoce la ciudad en la que de adolescente se escapaba de casa con sus amigos a caminar por el malecón o ir de fiesta. Ahora pronunciar Durán causa temor. Una ciudad irreconocible, apagada por el miedo y el crimen.

Más información

Archivado En