A raíz de la restauración de El jardín de las delicias y de la aparición de algunos nuevos estudios, entre ellos el magnífico de Joaquín Yarza, sobre El Bosco ha recobrado actualidad el debate sobre los desarrollos múltiples de la pintura renacentista en Europa. Ningún artista, sin duda, como El Bosco para destruir los lugares comunes sobre la cultura del renacimiento y, en consecuencia, para exigir una mirada pluridimensional sobre los fondos estético, filosófico y teológico que subyacen al arte de este periodo. Aunque nunca desentrañaremos sus misterios enteramente y aunque siempre permanecía en buena medida indescifrable -lo cual, por otro lado, es coherente con su genialidad-, El Bosco, como demuestra exhaustivamente Yarza, no es una excepción en el interior del Renacimiento, sino, por el contrario, un ejemplo decisivo de los antagonismos y tensiones que laten en los grandes despliegues creativos, en general notablemente empobrecidos por la aplicación de categorías históricas. Acostumbrados a leer, y a escuchar, que El Bosco es una "reminiscencia medieval" en el arte del renacimiento, hemos llegado a olvidar que los cortes nítidos que separan unas épocas de otras sólo existen en los manuales puesto que si atendemos al original campo de cultivo en el que crecen las obras las discontinuidades y los retrocesos son permanentes. No sólo El Bosco es un renacentista en el que perduran elementos que otorgamos a la mente medieval; también Miguel Ángel, el artista nuovo por excelencia, pasa de la plenitud antropocéntrica del Génesis a la recuperación del Dios medieval y dantiano de El Juicio Final, pintado 30 años después para la misma Capilla Sixtina. Muchos otros artistas contemporáneos de El Bosco y Miguel Ángel siguen peripecias semejantes con bruscos retornos y violentos saltos hacia adelante que, desorientadores para los historiadores y teóricos del futuro, solemos tratar de calificar con nuevas categorías proteicas, como la del manierismo. Sin embargo, nuestra propia época ha sido una buena maestra contra los reduccionismos, mostrándonos a menudo que el pasado acude a nuestro baile de disfraces con la máscara del porvenir. No sólo estamos en condiciones de abandonar aquel darwinismo cultural por el que cada etapa de la civilización debía dejar irremediablemente atrás a la anterior, sino que lo acaecido en nuestro siglo bajo los demoledores efectos de aquella ilusión nos aconseja tal abandono. La historia no es lineal; es extraordinariamente sinuosa y, en ocasiones, casi circular. También la del arte, gracias a lo cual podemos luchar contra los estereotipos. Un buen ejemplo de éstos son los comentarios que suscita el cuadro de Lucas Cranach, el Viejo, La Virgen y el Niño con un racimo de uvas, expuesto temporalmente en la sala Thyssen del monasterio de Pedralbes (dicho sea entre paréntesis: un maravilloso lugar, una notable colección, un desaprovechado museo que languidece por su marginación y su insólito horario). Algunos visitantes llegan a la conclusión de que es indudablemente un gran cuadro, pero "poco renacentista". Una vez más se desliza el estereotipo. O el canon heredado que, para el periodo en el que transcurre la vida de Cranach (1472-1553), no es otro que el del imponente arte italiano del renacimiento. No obstante, del mismo modo que hay múltiples renacimientos italianos, algunos ya vertidos en el barroco, otros suspendidos todavía en el aire medieval, la comprensión plural del renacimiento en Europa implica integrar la sutil modernidad de pintores como El Bosco o Cranach. Si nos circunscribimos al periodo vital de este último, y al arte alemán, nos encontramos, cuando menos, con otros cuatro pintores decisivos para entender la mirada moderna: Albrecht Durero, Mathias Grünewald, Hans Holbein, Albrecht Adorfer. Todos ellos nacen en el último tercio del siglo XV y mueren en la primera mitad del siglo XVI, siendo, por tanto, contemporáneos del clasicismo italiano representado por Rafael, Leonardo, Piero della Francesca o Andrea del Sarto. Todos se vinculan a la médula renacentista aunque, a su vez, cada uno alimenta cauces particulares que transcurren hacia la modernidad. Durero, el más italiano de los pintores alemanes, es el interlocutor perfecto para adentrarnos en la ósmosis estética que se producía en la Europa del renacimiento. Sus preocupaciones teóricas le acercan a Leonardo y a Piero della Francesca; su adhesión moderada a la Reforma, y sobre todo a la figura de Erasmo, le incorpora a un universo ideológico peculiar. Pero en su percepción, tan renacentista, de la dignitas supera a cualquier otro artista del renacimiento: aun hoy es difícil encontrar una obra en la historia de la pintura que supere en altivez los autorretratos de Durero. También Holbein es un maestro del retrato, decantado unas veces hacia el clasicismo italianizantes y otras, casi expresionista en sus presupuestos. Como Durero, Holbein se mueve en la lúcida atmósfera del erasmismo, actuando con moderación ante la controversia religiosa. Alejado del gusto por la representación de la individualidad, Adorfer impregna a sus cuadros de un simbolismo esotérico y va más lejos que Uccello o Gozzoli en el tratamiento de grandes masas moviéndose en paisajes que parecen ya construidos desde la óptica moderna de lo sublime. Grünewald y Cranach fueron más radicales tanto en su adscripción al luteranismo como en su alejamiento del canon italiano. Fueron renacentistas que desarrollaron espacios pictóricos casi antagónicos con la idea canónica del arte renacentista: anticlásicos, distorsionadores de la perspectiva, heterodoxos ante las proporciones áureas. Pero su pintura no es una vuelta al pasado, sino el anuncio de caminos que aún deberán ser explorados en su plena rotundidad. Así, pocos cuadros se hallan tan cercanos al expresionismo trágico de principios del siglo XX como El retablo de Isenbeim, de Grünewald. Con Cranach, el Viejo, el renacimiento alemán tomará un cariz abrupto, antiidealista, cáustico. Como protestante, Cranach vivió íntimamente los ambientes iconoclastas que fomentaban algunos de los reformadores, aunque no Lutero, y pese a que, por fortuna, no abandonó la pintura, su obra expresa el traslado al arte de las controversias religiosas. El Bosco, Cranach: los diversos caminos del renacimiento europeo de El jardín de las delicias o esta Virgen ahora expuesta en Pedralbes nos prueban, una vez más, que ante la singularidad de una obra de arte las definiciones son siempre insuficientes.