Opinión

Emperador Trump, año I

Aunque se presente de nuevo como un campeón del pueblo, su segundo gobierno será en esencia un régimen plutocrático

Donald Trump, presidente electo de Estados Unidos, durante el mitin previo a la investidura.WILL OLIVER (EFE)

La gélida mañana del 20 de enero de 2017, frente a John Roberts, juez principal de la Corte Suprema, y con la mano derecha sobre la Constitución, Donald J. Trump juró cumplir sus deberes como presidente de Estados Unidos. Acto seguido pronunció estas palabras: “Hoy no estamos simplemente transfiriendo el poder de una administración a otra o de un partido a otro, sino que estamos transfiriendo el poder de Washington D.C. y devolviéndoselo a ustedes, el pueblo”.

Ocho años después, Trump vuelve al poder y ahora se entiende que esa transferencia era solo lo que llaman una figura retórica. Aunque se presente de nuevo como un campeón del pueblo, su segundo gobierno será en esencia un régimen plutocrático. O sea: los destinos del país estarán en los próximos años en manos de una minúscula élite económica de superultrarricos, más parecida a la junta de directores de una corporación –cuya meta principal es obtener los mayores beneficios para sus accionistas que el bienestar de sus clientes, suscriptores o público– que a un gobierno por y para “el pueblo”.

Muchos de los 13 apóstoles-billonarios que integrarán el gabinete de Trump pujaron su ascenso al poder mediante generosas donaciones a la campaña presidencial de su jefe. En los próximos años, veremos si esa plutocracia sale de la burbuja de privilegios donde vive para sintonizar con las necesidades y aspiraciones de quienes creyeron en Trump. O si, como el ensayista Alberto Vergara Paniagua dijo hace algunos años respecto a los presidentes empresarios de América Latina, “el sueño del gobierno de los gerentes era una pesadilla, y el cuento del país como empresa, una bobada”.

Pero la grandilocuente y mentirosa promesa de devolver el poder al pueblo es en realidad un detalle. Lo más interesante es que ocho años después, a pesar de las más de 30.000 mentiras registradas, de haberse hecho la vista gorda con el ataque de la ultraderecha en Charlottesville y lanzado sus huestes contra el Capitolio en 2021, sin contar el pésimo manejo de la pandemia, más electores que nunca hayan comprado la falacia del Make America Great Again.

Y no hay que ser un psicólogo social o historiador para entender que hay algo que va más allá de la fobia hacia el movimiento Woke, el odio a los migrantes o el asco hacia Biden y los demócratas. Hay incluso algo más allá del deseo de creer que con Trump tu situación económica personal mejorará porque cortará impuestos e impondrá tarifas.

Lo que el floreciente movimiento MAGA demuestra es que Trump no solo es popular sino idolatrado. En realidad, él ha sabido leer sus pulsiones y emociones oscuras como nadie: “El establishment se protegió a sí mismo, pero no a los ciudadanos de nuestro país”, tronó hace ocho años. Pese a lo que predique, Trump no da voz a “las madres y niños atrapados en la pobreza, los trabajadores de las fábricas semiabandonadas o quienes han perdido seres queridos a manos del crimen y la epidemia de drogas”, como dijo en su primera “inauguración”. Pero sí da voz y esperanzas a un deseo de revancha de amplios sectores sociales tomados por un resentimiento social mal encauzado. Se trata de la creencia, hábilmente manipulada a través de una bien aceitada maquinaria de propaganda y mentiras, de que el gobierno les debe o les ha robado algo que se merecen o les pertenece.

Entre esta mitad del país y su mensajero hay algo más que encaprichamiento amoroso: hay un pacto. La naturaleza de ese pacto es eminentemente fáustica. Aunque Trump no tenga un compromiso verdadero con sus palabras, ha logrado hacerles creer que, a cambio de la entrega de los votos y la confianza que lo convierten en el hombre más poderoso del mundo, los recompenzará devolviéndoles la grandeza que los políticos de Washington malgastaron en su propio beneficio. ¿Se ha visto un cuento más viejo y gastado que ese?

Hay muchos casos en que, en efecto, la llamada casta ha destruido sociedades llevando países a la ruina. Pero hay tantos otros en que demagogos mesiánicos y mefistofélicos – Mefiz-Tofel (destructor-mentiroso)– han hecho que grandes grupos se envenenen con su tóxico Kool-Aid y caminen directamente al despeñadero. No me refiero solo al reverendo James Jones. La historia contemporánea está plagada de estas figuras, de mayor o menor calado, a la izquierda y la derecha, y por supuesto, capaces de causar distintos grados de daño. Dependiendo de la época y la geografía, se les puede llamar demagogos populistas, disruptores o revolucionarios. El dato común es que todos tienen una tuerca suelta: son psicópatas, narcisos perversos y megalómanos. ¿Es preciso nombrarlos? Vamos con algunos: Hitler, Fidel, Berlusconi, Chávez, Trump.

Sí, Trump forma parte de ese infame linaje. Todos llegaron con la promesa de devolver al “pueblo” algo que les había sido escamoteado y terminaron creando un establishment para protegerse a sí mismos, pero no a los ciudadanos.

Resulta machacón y hasta inútil repetir que Trump es un líder peligroso. Mucho más en el día de su segunda toma de posesión. Pero sería irresponsable pasarlo por alto.

Estemos claros: las toneladas de tinta y millones horas de transmisión audiovisual que el periodismo invirtió en la tarea de mostrar quién era realmente Trump fueron manipuladas y terminaron por mostrarlo como víctima. Recientemente, medios como ABC y figuras como Mark Zuckerberg, dueño de Facebook, han optado por doblegarse para evitar la ira del Mefistófeles de turno. Incluso columnistas conservadores, pero que alguna vez juraron ser Never Trumpers –nunca trumpistas–, como Bret Stephen del The New York Times, decidieron darle el beneficio de la duda:

“Los Never Trumpers –me incluyo en esta acusación– nunca acabaron de entenderlo. No es que hubiéramos olvidado los escándalos de Clinton o ignoráramos las acusaciones sobre los Biden. Es que pensábamos que Trump degradaba los valores que se suponía que defendían los conservadores. También pensábamos que Trump representaba una forma de antiliberalismo que era antitética a nuestro conservadurismo de ‘personas libres, mercados libres, mundo libre’ y que esa forma destinada a llevar al Partido Republicano por un camino oscuro. En esto no nos equivocamos: hay mucho que no nos gusta y que temer de Trump desde un punto de vista tradicionalmente conservador. Pero los nunca trumpistas también exageramos nuestros argumentos y, al hacerlo, frustramos nuestro propósito”.

El giro de Stephen sienta el tono de la Pax Trumpiana. Una sola acotación: el Trump de hoy es distinto al de la primera Presidencia. Esta vez el ganador se lo lleva todo: del Tribunal Supremo al Congreso, y llega con ínfulas de emperador: el águila calva americana tiene un renovado apetito expansionista que abarca lugares tan distintos como Groenlandia y Panamá y –por qué no– México. Es la llamada doctrina Donroe.

De modo que una mayor conciencia sobre el peligro que representa Trump y sus acólitos necesitará validarse a través de nuevas pruebas de sus grotescos retorcimientos de la verdad para esconder sus pifias y trampas bajo la alfombra. Lo que no se sabe es si un periodismo que se encuentra contra las cuerdas y envuelto por la nube venenosa de la desinformación podrá enfrentar de nuevo a un Trump repotenciado.

Se me dirá que llevo agua a mi molino al traer de nuevo a cuento la increíble y triste historia de Venezuela y el desalmado Hugo Chávez. Pero solo lo hago como referencia, a sabiendas de que comparar a Estados Unidos con Petrozuela es un despropósito. Solo quiero recordar que Chávez vendió a sus conciudadanos el mito del regreso del paraíso perdido para luego secuestrar al país. Chávez no fue un accidente de la historia, sino un error descomunal de los venezolanos. Fueron seducidos por su inagotable verborrea e innegable carisma, hasta firmar con él voluntariamente un pacto fáustico. No una, sino dos veces. 26 años después, el chavismo sigue chupándole sangre a los venezolanos, quienes no hemos podido recuperar la independencia y, mucho menos reconstruir la democracia. Ojalá la historia sea muy distinta en la tierra de la libertad, hogar de los valientes.

Boris Muñoz es cronista y editor venezolano. Es curador de IDEAS de la plataforma BOOM y columnista de EL PAÍS. Fue fundador y director de Opinión de The New York Times en Español.

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