Primer año de la presidenta: entre Donald Trump y López Obrador
El empoderamiento de Sheinbaum obedece a varios factores, pero destaca su desempeño en la complicada relación con las dos poderosas figuras con las que ha debido bregar
Con casi el 60% de los votos sufragados a favor de Claudia Sheinbaum en las elecciones pasadas, era claro que los mexicanos deseaban una mujer presidenta. Lo que no era tan evidente es que los poderes fácticos del país, impregnados de una ancestral cultura misógina, le dieran el espacio para gobernar. A pesar de que las políticas de género han instalado a mujeres en puestos administrativos y e...
Con casi el 60% de los votos sufragados a favor de Claudia Sheinbaum en las elecciones pasadas, era claro que los mexicanos deseaban una mujer presidenta. Lo que no era tan evidente es que los poderes fácticos del país, impregnados de una ancestral cultura misógina, le dieran el espacio para gobernar. A pesar de que las políticas de género han instalado a mujeres en puestos administrativos y en candidaturas electorales en México, el poder real sigue siendo un asunto de hombres. Dueños del dinero, banqueros y empresarios, generales y almirantes, líderes religiosos y sindicales, la mayoría de los gobernadores, barones de la prensa y de los medios de comunicación. Una élite con obvias diferencias entre sí, pero que comparte arraigados usos y costumbres patriarcales en que las mujeres destacadas participan como adorno, comparsas o extensión de un poderoso hombre a sus espaldas.
El verdadero reto para Sheinbaum, la primera mandataria en la historia de México, no fue imponerse en las urnas, sino en los pasillos de la política y las sobremesas de los restaurantes de manteles blancos. Se sabía que las élites políticas y económicas acatarían en lo formal a la nueva figura, el temor era el llamado “ninguneo” al que intentarían someterla. Todos ellos buscarían ampliar espacios de control y atribuciones, después de seis años de un liderazgo fuerte y voluntarioso como el de un presidente tan carismático y popular como Andrés Manuel López Obrador. Incluso dentro de Morena, el partido en el poder, gobernadores, alfiles y líderes de facciones esperaban el retiro del fundador del movimiento para tomar control pleno de sus propios asuntos.
Doce meses después es evidente que Claudia Sheinbaum está ganando este desafío. No hay métricas puntuales que den cuenta de ello, como sí comienza a haberlas del combate al crimen, la modernización que ha emprendido de la Administración pública o el prudente manejo de la economía. Pero es palpable la dosis de admiración, respeto, temor o prudencia que genera entre los protagonistas de la vida pública. Muy pocos acuden ya a la fácil fórmula de las primeras semanas de acusarla de ser títere de López Obrador.
El empoderamiento de Sheinbaum obedece a varios factores. Algunos atribuibles a sus propios méritos, otros a las circunstancias. Pero destaca en particular su desempeño en la complicada relación con las dos poderosas figuras con las que ha debido bregar: Donald Trump y López Obrador.
Respecto al primero los augurios no podían ser peores. Sheinbaum tenía cuatro meses en Palacio cuando Trump se instaló en la Casa Blanca y amenazó al mundo. El giro a un proteccionismo hostil constituía un peligro para todos, pero representaba un potencial colapso para el país. En ninguna nación la integración a las cadenas productivas norteamericanas avanzó como en México; de la noche a la mañana lo que era una ventaja se convirtió en condena: dependencia absoluta que en manos de un buleador como Trump ponía al país de rodillas. La animadversión explícita en contra de los latinos, en particular respecto al vecino del sur, su conocida misoginia y su oposición a la izquierda parecían condiciones propicias para una tormenta perfecta. El riesgo para Sheinbaum era evidente, y lo ilustra la debacle de Justin Trudeau, el otro mandatario vecino. Cualquier rasgo de debilidad en ella o gestos de humillación de parte de Trump, habrían sido devastadores. Muchos asumieron que los mexicanos habíamos elegido en mal momento a una mujer, justo cuando necesitábamos a un macho alfa capaz de hacerse respetar por su equivalente en Washington. Sheinbaum entendió que tampoco era esa la estrategia; responder con desafíos o provocaciones a quien negocia impulsivamente al mando de un tanque económico y de guerra podía ser heroico pero irresponsable para millones de mexicanos.
Y, sin embargo, contra todo pronóstico, Sheinbaum ha conseguido ganarse el respeto de propios y extraños respecto a su relación con Trump. El propio mandatario lo ha expresado así en varias ocasiones; las favorables condiciones o postergaciones conseguidas frente a amenazas y más de un ultimátum dan cuenta de ello. Imposible pronosticar los vaivenes del volátil presidente respecto a México, pero lo conseguido hasta ahora explica en parte el reconocimiento de las élites dentro y fuera del país.
Algo parecido sucede con la sombra de Andrés Manuel López Obrador. Al margen de lo que hiciera o no el expresidente desde su rancho en Tabasco, la mera presunción de su influencia era kriptonita para la nueva presidenta. Con aparente lógica, se asumía que la heredera tendría que sacudirse su influencia más pronto que tarde y cometer alguna forma de parricidio político si en verdad quería dirigir los destinos del país. La respuesta de Sheinbaum ha sido mucho más hábil: se convirtió en cierta forma en la obradorista número uno, la única voz que define qué es y a dónde se dirige el gobierno de la llamada Cuarta Transformación. Eso le permite modular los términos en los que combina “continuidad con cambio”, la petición que hizo el líder antes de partir. Nunca una ruptura ni un distanciamiento, aunque en la práctica está en marcha un proceso de modernización, ajuste, expansión y corrección respecto a lo que hizo su predecesor.
No existe ninguna razón para introducir fracturas o deslindes, porque la situación le permite gozar del apoyo absoluto de la inmensa base social y política del obradorismo. Lo ha podido conseguir gracias a tres factores. Primero, al silencio absoluto de López Obrador que, créase o no, es real. El fundador ve a su relevo como una versión moderna y más eficiente, necesaria para aterrizar los ideales del movimiento en los tiempos que corren. Segundo, mientras que Sheinbaum acumuló méritos a lo largo de estos doce meses, sus rivales potenciales o voces alternativas dentro de Morena acumularon deméritos. Escándalos y traspiés de los parientes de López Obrador y de los jefes de otras parcelas del poder de esta fuerza política (notoriamente los mandamases del poder legislativo), hacen indiscutible el bastón de mando en manos de la presidenta.
Hace un año Sheinbaum recibió un país en plena mudanza. López Obrador consiguió, a tirones y empellones, un jiro de timón notable pero plagado de claroscuros. Redujo pobreza y desigualdad y amplió el ingreso de los sectores populares, una proeza en un país de injusticia social crónica, pero a costa de un financiamiento público comprometido, la postergación del combate a la corrupción o al crimen organizado y la imposibilidad de emprender el crecimiento económico y los empleos. La polarización verbal que utilizó el presidente aseguró el apoyo popular y la fuerza política para dar a su movimiento una segunda oportunidad, pero enrareció el clima de negocios. Con todo, lo hizo sin comprometer la estabilidad política y económica.
El reto de Claudia Sheinbaum es convertir la enorme fuerza política y consenso popular (con niveles de aprobación que rondan un 75%), en bases para el crecimiento económico, sin afectar los mecanismos distributivos fundados por su predecesor. En su primer año comenzó una ambiciosa modernización de la administración pública, el saneamiento de las finanzas, un cambio sustancial en el combate al crimen organizado, un reordenamiento económico en búsqueda del mercado interno y la disminución de la dependencia en áreas estratégicas. Todo ello en sus pasos iniciales, pero evidentes.
Se entendía que Sheinbaum representaba la posibilidad de una izquierda con Excel, el experimento de una científica de formación con conciencia social. Lo que logró estos doce meses confirma ese perfil, pero añade un rasgo que toma a muchos por sorpresa. Una habilidad política para instalarse en la cabina de mando de manera efectiva, ordenar a una sociedad comandada por machos alfa sin convertirse en uno de ellos. Consiguió muchas cosas en su primer año. Pero la principal es haberse dado la posibilidad de gobernar con plena capacidad de mando los siguientes cinco años. Veremos qué puede hacer con ellos.