Operación Descarrilamiento: cómo no perder una elección
Los intelectuales de la oposición han puesto en marcha una estrategia que busca anular o deslegitimar el próximo proceso electoral, que prevén pondrá el último clavo en su ataúd político
Los intelectuales de la oposición mexicana han puesto en marcha la Operación Descarrilamiento. ¿Su objetivo? Anular o, al menos deslegitimar, el próximo proceso electoral que prevén —aquí quizás no se equivocan—, pondrá el último clavo en su ataúd político.
Lo afirman por doquier: en la prensa, en redes sociales y en programas de opinión. Advierten que la (supuesta) mayor cobertura mediática de Claudia Sheinbaum sobre Xóchitl Gálvez...
Los intelectuales de la oposición mexicana han puesto en marcha la Operación Descarrilamiento. ¿Su objetivo? Anular o, al menos deslegitimar, el próximo proceso electoral que prevén —aquí quizás no se equivocan—, pondrá el último clavo en su ataúd político.
Lo afirman por doquier: en la prensa, en redes sociales y en programas de opinión. Advierten que la (supuesta) mayor cobertura mediática de Claudia Sheinbaum sobre Xóchitl Gálvez, las conferencias matutinas del presidente, los programas sociales y el teórico (en tanto no probado) dinero ilegal empleado por Morena en la campaña, ponen en riesgo el principio de equidad de la contienda del próximo 2 de junio. Con más fantasía que convencimiento, plantean que hay elementos suficientes para que el Tribunal Electoral considere la anulación de los comicios. Un dislate.
Los que gustan de la metáfora invocan el concepto cancha dispareja. Los más alarmistas mencionan una elección de Estado. Aquellos que tildaban a la izquierda de radical y antisistema por su otrora inconformidad por la democracia realmente existente, hoy desaniman el voto de sus simpatizantes sin ruborizarse. Todo en nombre del egoísta propósito de conservar la razón.
Esta imprudente imputación se aventura en el contexto de una elección que —según las encuestas más verosímiles y pudorosas— dan a la candidata puntera una ventaja de más de veinte puntos sobre el segundo lugar, unos 13 millones de votos de diferencia si asumimos una participación electoral similar a la de 2018.
Dos verdades coexisten en el tiempo. Tan cierto es que toda disparidad en el proceso electoral debe atenderse para preservar la equidad esencial de la contienda, como que las circunstancias actuales no justifican la quema de naves de los ideólogos de Gálvez. Especialmente cuando la brecha es montaña.
Vamos despacio. ¿No son acaso estos mismos periodistas, académicos e intelectuales quienes afirmaban, no hace tanto tiempo, que en democracia se gana y se pierde por un voto? ¿Acaso han perdido su fe en los axiomas de su democracia sin adjetivos? Los liberales metieron reversa.
En 1988, las controvertidas elecciones del 6 de julio en las que Carlos Salinas resultó favorecido, fueron referidas por Héctor Aguilar Camín como “las más limpias que hayamos tenido en mucho tiempo, las más verdaderas”. Añadía que, a los cardenistas “se les puede pedir que se conformen con lo que ganaron estrictamente. Y que presenten pruebas de sus inconformidades. No basta con decir y convencer a sus partidarios de que ganaron o les robaron.” (La Jornada, 30 julio 1988)
Para la elección del 2006 se reimprimió el cuento. Ignorando el desafuero, la guerra sucia, los exagerados apoyos empresariales en favor de Calderón, la millonaria intromisión mediática de Fox y la complicidad del árbitro electoral, el grupo intelectual hegemónico en México negó el fraude.
En un desplegado publicado en Reforma el 3 de agosto de 2006, un total de 135 escritores, académicos y artistas —entre los que se incluyen nombres como Enrique Krauze, Roger Bartra, María Amparo Casar, Héctor Fix-Zamudio, Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín— se unieron para “refrendar su confianza en la imparcialidad e independencia del IFE”.
A través de aquel comunicado confirmaban que “en una elección que cuentan los ciudadanos, pueden presentarse errores e irregularidades, pero no fraude”. Al tiempo, llamaban a no “alimentar una espiral de crispación y alarma” y a no envenenar el ambiente político. Una diferencia (oficial) de votos del 0.56% no les pareció entonces razón bastante para fracturar el país en pedazos. “Haiga sido como haiga sido”, dijo el presidente entrante.
En ese sentido, Luis Carlos Ugalde, entonces consejero presidente del IFE, sostenía, como si todo se redujera a un ejercicio aritmético, que en democracia “se gana y se pierde por un voto”. Al concluir el cómputo de actas que daban el triunfo a Felipe Calderón afirmó —como quien enfatiza lo obvio— que “la regla de oro de la democracia establece que gana el candidato que tenga más votos”. Qué fácil era el mundo ayer; qué complejo parece el de hoy.
La congruencia retará a los abajo firmantes a sostener sus palabras 18 años después, cuando enfrenten una desventaja de 20 puntos. Fallarán. Tampoco podrán explicar su enfado con la existencia de programas sociales por el (falso) uso clientelar de estos, hoy un derecho constitucional. Dos décadas antes habrán apoyado el nombramiento de Josefina Vázquez Mota, secretaria de Desarrollo Social con Fox, como coordinadora de la campaña de Calderón para que manejara con fines electorales los padrones de beneficiarios de los programas de Gobierno. O mueres siendo un héroe o vives lo suficiente para verte convertido en villano.
Cierro con una reflexión del ensayo “Una radiografía del voto”, de Enrique Krauze. Al referirse a la elección de 1994, el historiador señaló que, gracias a ella, “los expriistas del PRD descubren ahora la opresiva solidez del edificio que ellos mismos ayudaron a construir y entienden que para desmontarlo se necesitan más que desplantes populistas y gestos puritanos: se necesita lucidez, imaginación, humildad, paciencia, responsabilidad y, sobre todo, autocrítica”.
Crucemos los dedos porque los comicios de 2024 traigan consigo algunos de esos sustantivos para el bando opositor. Y para sus intelectuales. Bien le haría a nuestra joven democracia, que apenas va dejando atrás sus episodios de simulación y sospechas fundadas.
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