La velocidad de la caída
Hoy que miro cómo es que el presidente López Obrador ha querido deshacerse de todo aquello que podía limitarlo y, por ende, sostenerlo, para darle completa soberanía a su querer, pienso que habrá pocas cosas que detengan su caída
Concebido como un cuento infantil, El traje nuevo del emperador ha sido objeto de múltiples interpretaciones. Algunas de ellas acerca de las relaciones entre política y psicología o, lo que es más preciso, entre los modos de entender el poder —y entenderse en el poder— por parte de quien lo ejerce. Otras, vinculadas también con lo público, relacionadas con los modos de operación de los cortesanos o la ceguera de los pueblos frente a sus líderes. Hay un ángulo del cuento que por las condiciones que vive el país, aquí quiero tratar. Me refiero a la velocidad con la que en la historia se p...
Concebido como un cuento infantil, El traje nuevo del emperador ha sido objeto de múltiples interpretaciones. Algunas de ellas acerca de las relaciones entre política y psicología o, lo que es más preciso, entre los modos de entender el poder —y entenderse en el poder— por parte de quien lo ejerce. Otras, vinculadas también con lo público, relacionadas con los modos de operación de los cortesanos o la ceguera de los pueblos frente a sus líderes. Hay un ángulo del cuento que por las condiciones que vive el país, aquí quiero tratar. Me refiero a la velocidad con la que en la historia se pasó de una situación pensada como un gran triunfo, a otra de completa derrota y amplio ridículo.
En el relato de Andersen, el emperador sale a la calle suponiéndose ataviado del más bello de los trajes. Dotado de una calidad tal, que solo los tontos no podían verlo. Para no ser tenida en tal condición, la población entera dice verlo y procede a alabarlo. El emperador avanza a paso firme y decidido, creyéndose mejor ataviado que nunca. Suponiéndose, asumo, más digno que sus antecesores por la calidad que a su porte le imponían los tejidos que lo vestían. En la que tal vez sea la parte más conocida de la narración, un niño grita lo que en principio solo los ineptos podían sostener. Que el emperador avanza desnudo. Algo que desde luego estuvo en los planes de los costureros que lo engañaron, y de lo cual inicialmente se percataron sus allegados para después callarlo por temor a la ira del gobernador. El primer grito del niño es acallado por su padre, argumentando la inocencia de su hijo. Al segundo grito del pequeño se suma el pueblo entero hasta alcanzar la unanimidad del coro. El gobernante se percata finalmente del timo, pero avanza solemnemente tratando de salvar la poca dignidad que aún le queda gracias a su propia necedad.
Si nos tomamos en serio el relato, el paso de la pompa y circunstancia, hacia el de la carcajada y el ridículo es casi inmediato. Dos proclamaciones infantiles pusieron de manifiesto lo que muchos habían visto con tiempo, y lo que después todos pudieron externar. Lo que explica el suceso es la ausencia de mediaciones entre el emperador y el mundo. La falta de cualquier tipo de controles sobre los designios del gobernante, tanto entre quienes debieran servirlo como entre quienes constituían la población sobre la cual habría de gobernar. Al no existir ninguna forma de mediación entre la voluntad del soberano y la realidad social y política, la primera se constituía no solo en la expresión de palabras o símbolos, sino también se asumía por él como constitutiva del mundo. Como una manera de construir realidad por el solo hecho de nombrar o querer. Si el protagonista del cuento estaba o no perturbado de sus facultades mentales, es algo que Andersen no expresa. Tiendo a suponer que él no lo considera así. Lo que más sutilmente hace es mostrarnos el desvarío que es querer ser admirado y amado, no por la ocupación del cargo, sino por los atributos externos al mismo. El reconocimiento de la belleza y la dignidad personales.
La estrepitosa caída del emperador no provino solo de los pícaros que lo engañaron, sino de la necesidad de ponerse en situación de serlo. No surgió de la debilidad de los cortesanos que, para conservar sus canonjías, le expresaron lo que quería oír, incluso a riesgo del pudor de a quien le debían todo. Tampoco se dio por la inicial anuencia del pueblo. Aun cuando todo ello contribuyó a la debacle, el propio emperador la propició por no haber sido capaz de construir la cultura y los mecanismos que debían ayudarlo a gobernar frente, inclusive, a sus propias vanidades. La vacuidad de la que quiso rodearse para permitir que su mera palabra fuera constitutiva del todo, por sí misma no dio lugar a su caída. Lo que sí sucedió es que una vez iniciada, nada había para detenerla.
Hoy que miro cómo es que el presidente López Obrador ha querido deshacerse de todo aquello que podía limitarlo y, por ende, sostenerlo, para darle completa soberanía a su querer, pienso que habrá pocas cosas que detengan su caída. Lo que hoy le parece que juega a favor de su poder, terminará lastrando su caída.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país