Hubo un enero de nieve y azar, de días sin calendario preciso ni horarios fijos. La pareja decidió viajar en tren y alargar un fin de semana en una ciudad helada, navegar ambos la inexplicable epifanía de todo olvido quedaba recordado: se olvidaba la amnesia y se fraguaba una memoria intacta como página par de un libro intonso hasta entonces.
Él llevaba de regalo una delicada cadena de oro que ahora guarda silencio en un relicario de terciopelo y Ella tenía un lunar en la hermosa ladera izquierda de su nariz. Les asignaron una habitación decimonónica en un hotel que había sobrevivido de...
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Hubo un enero de nieve y azar, de días sin calendario preciso ni horarios fijos. La pareja decidió viajar en tren y alargar un fin de semana en una ciudad helada, navegar ambos la inexplicable epifanía de todo olvido quedaba recordado: se olvidaba la amnesia y se fraguaba una memoria intacta como página par de un libro intonso hasta entonces.
Él llevaba de regalo una delicada cadena de oro que ahora guarda silencio en un relicario de terciopelo y Ella tenía un lunar en la hermosa ladera izquierda de su nariz. Les asignaron una habitación decimonónica en un hotel que había sobrevivido de quién sabe qué maneras por lo menos dos guerras y el hombre que subió las maletas se encargó de encender la chimenea anacrónica. No hubo pausa para propina porque la pareja ya se besaba al filo del edredón y el botones salió en silencio dejando la puerta entreabierta, según narra Ella aunque Él no recordaba ese detalle.
Se amaron cuatro o cinco días sin salir del hotelito, salvo para una noche de improvisadas galas donde Ella se vistió de largo bajo un abrigo imperial que parecía de piel felina y Él, eso que llamaban esmoquin à la Bond, con la corbata insinuada en un triángulo de tela negra. Caminaron bajo la tormenta de hielo a un salón de fantasmas que se poblaba con música de cabaret en blanco y negro, sembrado de mesitas con lamparitas y bebidas con sombrillitas tahitianas; en cada mesita había un teléfono negro con un cartelillo que mostraba el número para cada mesita. Él se sentó en la 27 y ella en la 62, por ser el año que empezaba ese enero y fingieron una llamada de presentaciones de esquina a esquina del salón. Quedaron en reunirse en el centro de la pista y según Él, bailaron Perfidia, aunque consta que Les copains d’abord aún resuena en el recuerdo así pasen sesenta años.
Seis décadas se suman en un enero de nieve en Berlín cuando la pareja vive el inexplicable milagro de abrir un paréntesis en el silencio. Ella parece recordar todo y Él se encarga de alimentar el vado con ilusiones vertidas en todas las voces posibles. Se volvían a la habitación donde parecía no consumirse el fuego de la chimenea y durante cada hora con la que alargaron los días de un fin de semana de tres o cinco días se miraban sin verse y se escuchaban con las yemas de los dedos y se hablaban dormidos y habitaron durante cada uno de los minutos del sueño los sueños del Otro: Ella soñaba lo que Él memorizaba y Ella recordaba lo que Él soñaba en el preciso instante de soñarlo.
Hubo vino blanco del Rhin y postres de nombres ilegibles, todo el menú del olvido y una suma de monedas que no precisan contabilidad. Hubo pequeños paseos en derredor de las callecitas estrechas del hotelito anciano y una sola caminata por una avenida que ha de tener árboles en primavera, pero que en invierno sólo parece alineada por delgadísimas manos de dedos como nervadura en disección y fueron dejando huellas donde Ella jugaba a pisar encima de los pasos de Él y luego, al revés… y sobrevive un abrigo de verde pino y un sombrero que parece tirolés y unos guantes con piel de conejo para acariciar los dedos y unas postales que no enviaron a México para mantener en secreto la travesura y por allí camina solito un llavero de robotito y parafernalia increíble de las dos ciudades que fueron Berlín, las fotografías del muro oprobioso cuando aún no se pintaba con grafiti y los portavasos inmensos con nombres de cerveza.
Hubo un enero en que Ella y Él se amaron en Berlín y enero se volvió la página par de un año maravilloso. Cuatro o cinco días que quedaron como metáfora de enmiendas, sonata de pausa donde todo olvido y toda desmemoria quedaron selladas genéticamente, líquido amniótico compartido en silencio de nieve. Volvieron en tren a una villa medieval que resguarda en una urna de oro los restos de los tres o cuatro reyes magos, sabios de Oriente, portadores de milagros secretos que se abren como libros encuadernados en piel de estrellas y papel de nieve, tipografía de camellos sobre la arena blanca de la imaginación compartida que se lee sin abrir los ojos. Página par que se leyó a dos voces. Hace seis décadas que son sesenta eneros. Yo nací nueve meses después.