Avándaro: un grito de insatisfacción hace 50 años
El investigador mexicano Héctor Castillo Berthier recuerda las 12 horas que vivió en el festival de rock a principios de los años setentas y asegura que hoy existe un nuevo clamor de rebeldía y rechazo
Hace 50 años estaba a un mes de cumplir 17 primaveras. Hace 50 años era un joven rebelde. Había decidido dejarme crecer el pelo, usar pantalones de campana, con camisetas teñidas por mí mismo, con una larga bufanda de colores negro y blanco, con un abrigo de soldado y botas del Ejército… Eso le daba miedo a la gente. Pero no estaba solo. Había una moda generalizada entre los jóvenes para vestir así. Así vestían mis amigos. Y encontramos en el rock una forma vital de comunicación. Me fascinaba el rock duro y con un grupo de amigos, a los 12 años, formamos Los silenciosos… para disfrazar nuestro...
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Hace 50 años estaba a un mes de cumplir 17 primaveras. Hace 50 años era un joven rebelde. Había decidido dejarme crecer el pelo, usar pantalones de campana, con camisetas teñidas por mí mismo, con una larga bufanda de colores negro y blanco, con un abrigo de soldado y botas del Ejército… Eso le daba miedo a la gente. Pero no estaba solo. Había una moda generalizada entre los jóvenes para vestir así. Así vestían mis amigos. Y encontramos en el rock una forma vital de comunicación. Me fascinaba el rock duro y con un grupo de amigos, a los 12 años, formamos Los silenciosos… para disfrazar nuestro ruido.
Black Sabath, Grand Funk Railroad, Blind Faith llenaban nuestros oídos. Toda la música era en inglés. No había manera de pensar el rock en español. Afortunadamente eso cambió con el tiempo. El Fary, el Loco, el Express (a quien llamábamos así por su color oscuro como el Chocolate Express) y yo decidimos ir a Avándaro. Teníamos cuatro años tocando en fiestas y festivales. Mi padre se opuso. No quería que yo fuera. Lo convencí. Y llamó al Express que era el mayor de todos, con 20 años, y le dijo: “Te encargo que los cuides. Estás a cargo. Si tienen problemas, háblame”. De todas formas en Avándaro no había teléfonos.
Salimos el sábado 11 de septiembre muy temprano, en autobús. Poco a poco, el camión se fue llenando de rockeros rebeldes, igual que nosotros. Había un espíritu festivo. Había mucha felicidad. Había una coincidencia: asistíamos a un espectáculo que nos equiparaba al festival gringo de Woodstock en 1969. Llegamos a Avándaro al mediodía. Miles de jóvenes llegaban a pie, en auto, en motocicleta, o como fuera. Los boletos que compramos no nos sirvieron para nada. Las masas de jóvenes que llegábamos rebasaron todas las estrategias de seguridad de los organizadores.
El ambiente era fraterno. Todos compartíamos lo que teníamos: alimentos, bebidas o drogas. Frecuentemente nos pasaban “toques de mota” para darle un jalón y pasarlo al de junto, hasta que la última persona “mataba la bacha”. Nos ubicamos en medio del campo. Queríamos ver a los músicos. Pero todo cambió con las horas y la llegada de más y más gente. ¡Éramos muchísimos! El sonido no era muy bueno, pero el Express llevaba un pequeño radio con una estación que transmitía el concierto en vivo… No era mala idea.
Al caer la tarde empezó a llover. Muchos buscaron refugio y otros nada más nos empapamos mientras la música seguía. Me encantó Tinta Blanca (cuyo nombre original era White Ink and Mother Earth Company). Habíamos tocado con ellos dos años antes en un concurso de la ciudad, donde ganaron el primer lugar. Por la noche llegaron los Dug Dug’s que al final de su presentación hicieron un coro colectivo: “Ma-ri-marihuana, ma-ri-marihuana”. Y ahí terminó la transmisión de radio.
La gente que quería moverse se dejaba caer en los brazos de los vecinos. Entre todos pasaban a la gente de un lugar a otro. Yo moría de frío. Alguien se apiadó de mí y me regaló una chamarra. Y confieso que traté de dormir encima de un bulto de periódicos. En la mañana del domingo la música seguía, pero alguien avisó que habían llegado algunos camiones para regresar a la gente a la ciudad. Corrí feliz hacia ellos. Tenía hambre. Tenía sueño y mi solidaridad con “la banda” estaba demostrada. En el camión, entre todos, juntamos algo de dinero para dárselo al chofer que nos recogió. Llegué feliz a mi casa.
Después me enteré lo que se dijo de nosotros: “¡Marihuanos!”. El Gobierno prohibió los conciertos de rock. Se estigmatizó a la juventud. Se marginó nuestra música y logramos sobrevivir en los hoyos fonqui que existían en la periferia de la ciudad. El cronista Carlos Monsiváis aseguró en ese tiempo, desde Inglaterra: “Con la Nación de Avándaro nació la primera generación de gringos en México”. El concepto es muy superficial y poco afortunado. El espíritu rockero de ese tiempo se caracterizó por luchar contra la opresión. Por revelarse. Para gritar la insatisfacción de los jóvenes en el país. Lo cual años después, profesionalmente, pude cristalizar en el proyecto para jóvenes Circo volador.
A 50 años de Avándaro, desde las raíces más profundas de la juventud y en las comunidades indígenas, existe un nuevo grito. Un grito de rebeldía. Un grito de rechazo. Un grito que vincula el pasado con el presente. Un grito que, con rock o hip hop, muestra la resistencia rural y urbana. Un grito de transformación. Un grito lleno de vida y esperanza. Hace 50 años, no sabía que siempre seguiría siendo rebelde.
Hector Castillo Berthier es investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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