La gran caricaturización de la democracia en México
Hoy, en este país, cualquiera es candidato: un cantante, un cómico, un clavadista, un mariachi, una reina de belleza, un mago o un luchador, con todo y su máscara
Mi teléfono sonó realmente temprano.
No me despertó porque para eso están mis perros, que son insomnes y ansiosos. Y para colmo son muchos, así que se dan cuerda entre ellos.
Cuando me disponía a salir, camino a la UNAM, cuya soledad de espacios abiertos, en estos tiempos de confinamiento, es un regalo —tanto para mí como para mi manada, que se desfoga molestando a las ardillas—, mi teléfono volvió a timbrar.
Era el mismo número desconocido, así que, además de molestarme por la hora —¿cómo podría saber, la persona que estuviera al otro lado de la línea, que yo estaría desp...
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Mi teléfono sonó realmente temprano.
No me despertó porque para eso están mis perros, que son insomnes y ansiosos. Y para colmo son muchos, así que se dan cuerda entre ellos.
Cuando me disponía a salir, camino a la UNAM, cuya soledad de espacios abiertos, en estos tiempos de confinamiento, es un regalo —tanto para mí como para mi manada, que se desfoga molestando a las ardillas—, mi teléfono volvió a timbrar.
Era el mismo número desconocido, así que, además de molestarme por la hora —¿cómo podría saber, la persona que estuviera al otro lado de la línea, que yo estaría despierto tan temprano?—, lo dejé sonar hasta hartarse. No soy muy de contestar números que no conozco, como creo que nos pasa a la enorme mayoría de mexicanos.
No es que seamos neuróticos, es que estamos curados de espanto. Para no ir más lejos, la última vez que un numero desconocido insistió tanto en atraparme, quien me llamaba era un joven cuya voz representaba a una de las funerarias más famosas del país. Estábamos —seguimos— en el pico de la pandemia y ese joven me ofrecía un tiempo compartido en sus salones de mármol aparente.
En la UNAM —por cierto, si de casualidad, entre los lectores de estas líneas, está el encargado de comprar las baterías de las alarmas del campus, mucho le agradeceré que me diga qué marca utiliza, porque la alarma del edificio de la Facultad de Contaduría y Administración, que da hacia las canchas de frontón, lleva cerca de un año sonando terca, imperturbable y perenne—, mientras recogía la mierda de uno de mis perros, mi teléfono sonó por tercera vez.
Era, de más está decirlo, el mismo número de las veces anteriores. Anudando y tirando la bolsa retacada de mierda en un basurero tan mexicano que no solo no tenía fondo, sino que, para colmo, yacía rebosado, ahogándose, de hecho, entre la basura que formaba una pirámide en la que, dentro de nada, habría que buscar al basurero, disfrazados de arqueólogos o bomberos de Chernóbil, sentí, por un instante, el impulso de tirar ahí también mi teléfono. Pero lo que realmente hubiera querido tirar ahí era a la persona que insistía de aquel modo. Por lo menos su alma.
Sacudiendo la cabeza y murmurando un insulto, guardé el teléfono otra vez en mi bolsillo y miré la vereda por la que caminaba, al fondo de la cual estaba el desvió que conduce a las canchas de frontón, donde, burlando una reja mal cerrada, suelo jugar a lanzarle la pelota a mis perros. No sé si porque hacía un frío descomunal, tanto como aquella vez que ahora voy a contarles, pero entonces, de golpe, recordé la mañana de hace poco más de veinte años —¡20!— en la que, tras pasear por la UNAM con media docena de delegados zapatistas, quienes formaban parte de la marcha del color de la tierra, llegamos a esas mismas canchas.
Como siempre —como casi siempre, en realidad, porque ahora, desde que inició la pandemia, igual que sucedió durante la huelga de 1999, nunca hay nadie—, había ahí, en aquellas canchas, un montón de estudiantes y trabajadores del sindicato, jugando esa forma de frontón que, si fuera olímpico, nos habría dado incontables medallas y para la cual no se necesita más que una pelota de tenis y un puño, puño que, a veces, puede estar envuelto en una camiseta vieja y roída. Por supuesto, en cuanto aparecimos ahí, llamando la atención de los jugadores, no se hizo esperar el valiente que invitó a retar a los zapatistas, convencido de que aquel sería un triunfo seguro. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario.
Contra todo pronóstico, dos de los delegados aceptaron jugar aquel partido de frontón inesperado y, aunque perdieron —por dos puntos— el primer juego, acabaron ganando el siguiente, así como el desempate. Al final, cuando nos íbamos de ahí, los jugadores del resto de las canchas, que se habían ido reuniendo poco a poco en torno a aquella en la que se jugaba el desempate final, se acercaron a saludar a los delegados, a quienes despidieron dedicándoles un Goya sonoro, que retumbó en esas mismas paredes de piedra y cemento que yo estaba observando, justo en el momento en que mi teléfono volvió a timbrar. Convencido —no hay otro motivo para contestar esas llamadas— de que no dejarían de joderme, jalé aire, contesté y me llevé el aparato al oído, para escuchar como una voz, tras saludarme, pronunciaba mi nombre.
No lo pronunciaba —mi nombre— con convicción, sino con inseguridad manifiesta, como si estuviera buscando confirmar que mi nombre era mi nombre, que yo, pues, era yo. Cuando le dije que sí, que yo, como siempre, era yo, la voz al otro lado del teléfono me dijo: “Un segundo, que lo comunico con el licenciado”. No tuve, entonces, tiempo ni para reclamar ni para preguntar quién chingados era ese tal licenciado ni, menos aún, para preguntar por qué tenía que hablar con un licenciado. El enigma, sin embargo, se aclaró en muy pocos segundos: el licenciado, según me dijo, era el presidente, en la Ciudad de México, de uno de esos partidos políticos que, cuando se avecinan elecciones, buscan candidatos hasta en los basureros volcados.
No, no leyó usted mal, no dice “buscan votantes hasta en los basureros volcados”, acuérdese que estamos en México. Dice: “Buscan candidatos hasta en los basureros volcados”. Y es que ese tal licenciado, cuya voz me hablaba con esa seguridad y firmeza que solo otorgan la falta absoluta de convicciones, la ausencia total de entramado moral y aparato ético, me llamaba para invitarme a ser candidato plurinominal de su partido. ¿Me está usted ofreciendo, así, como se ofrece un plan con más gigas o una tarjeta de crédito, una candidatura?, ¿incluye campaña, oficina y equipo?, le pregunté entonces, incapaz de contener mi asombro, primero, y mi alegría, después.
Obviamente, el licenciado no reconoció, en mis preguntas, el tono de burla ni, mucho menos, el sarcasmo. De hecho, al mismo tiempo que yo le preguntaba si tendría a mi disposición gorras, playeras y despensas, él intentaba concertar conmigo un desayuno, para hablar los detalles de mi candidatura y aprovechar que, estaba claro, los dos empezábamos nuestros días temprano. Por increíble que parezca, me costó mucho más trabajo hacer entender al licenciado que no me interesaba ser candidato, que al vendedor de funerales que no me interesaba estar muerto.
Cuando finalmente conseguí colgarle al licenciado —quien en su infinita terquedad y falta absoluta de autocrítica y sentido común me orilló a tales grados de desesperación y de furia, que se llevó consigo, para que le amueblen la memoria, un rosario de insultos y mentadas de madre bien puestas y coloridas—, caminaba de regreso por la vereda que me había llevado, que nos había llevado a mí y a mis perros, hasta las canchas de frontón, donde, usualmente, somos felices.
Sobre la reja que bordea esa vereda, justo antes de que la pandemia y el confinamiento detuvieran ahí, en la UNAM, como en el resto del país, el tiempo y el funcionamiento normal de las cosas y los procesos humanos, habían sido colgadas una treintena de fotografías sobre el terremoto de 1985, fotografías enormes sobre el desastre, que debían interrumpir la vida cotidiana de los paseantes.
Esas fotografías siguen ahí, aunque se han convertido en su reverso exacto: el desastre está en torno a ellas; lo que impacta, ahora, no es lo que son, sino lo que no son. Esto fue lo que sentí y fue también lo que pensé cuando, después de la llamada del licenciado, miré aquellas fotografías.
Luego, mirando de nuevo aquellos derrumbes, pensé que hoy, en México, cualquiera es candidato: un cantante, un cómico de opereta, un clavadista, un futbolista, un mariachi, una reina de belleza, un mago o un luchador, con todo y su máscara.
Tragándome la risa, me dije: hace poco más de veinte años —¡20!—, se le prohibió la tribuna del Congreso a la única máscara que nos representaba a todos.
Hoy, por increíble que parezca, lo votos pueden abrirle ese Congreso a una máscara absurda, hueca, vacía.
Eso y no otra cosa, al final, es lo que ha pasado en México.