Columna

El penacho de Chapultepec

Recuperar el mayor número posible de piezas arqueológicas es tan necesario como fundamental, pero solo si va acompañado de la conservación de aquellas con las que ya contamos

El penacho de Moctezuma, este octubre en el Museo de Etnología de Viena.JOE KLAMAR (AFP)

Hace poco menos de dos años, semanas después de que la actual Administración tomara las riendas del Gobierno federal, por asuntos relacionados con la publicación de libros y festivales literarios, coincidí con funcionarios mexicanos de diversas embajadas, casi todos destacados en países como España, Francia, Inglaterra e Italia.

Durante las conversaciones que sostuvimos, hubo un tema que volvía una y otra vez: a todos ellos los habían llamado desde las oficinas de la Secretaría de Relaciones Exteriores para explicarles, para decirles, en realidad, por qué debían montar una suerte de ane...

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Hace poco menos de dos años, semanas después de que la actual Administración tomara las riendas del Gobierno federal, por asuntos relacionados con la publicación de libros y festivales literarios, coincidí con funcionarios mexicanos de diversas embajadas, casi todos destacados en países como España, Francia, Inglaterra e Italia.

Durante las conversaciones que sostuvimos, hubo un tema que volvía una y otra vez: a todos ellos los habían llamado desde las oficinas de la Secretaría de Relaciones Exteriores para explicarles, para decirles, en realidad, por qué debían montar una suerte de anexo a las agregadurías culturales, la cual se encargaría de llevar a cabo, primero, una investigación pormenorizada de los documentos y piezas mexicanas que estuvieran en archivos, bibliotecas y museos extranjeros, para, después, comenzar a reclamarlas.

Como sabemos, los archivos, las bibliotecas y los museos de los países que he mencionado —así como los de Alemania y Austria— guardan entre sus colecciones, además de los ecos de su pasado, cientos de miles de piezas de un altísimo valor estético, cultural, político y económico que no fueron producidas en sus actuales territorios, que no responden a las tribulaciones ni a las pasiones de sus propios procesos históricos y sociales ni fueron tampoco imaginadas por individuos o colectivos, digámoslo así para decirlo de un modo distinto, dependientes de sus particulares mitos fundadores.

Por supuesto, no niego que los seres humanos tengamos, que compartamos un pasado común, es decir, que la modernidad licuara todos nuestros pasados en el gran vaso del presente global. Lo que asevero, sin embargo, es que también tenemos, todos y cada uno de los individuos y de los colectivos del planeta, un pasado propio y particular, el cual debe ser reconocido, respetado y reevaluado de manera cotidiana y permanente, porque solo así conseguiremos entender que el presente no debe conjugarse solo en singular, que también debe ser conjugado en plural. Digo, pues, que los expolios de nuestros pasados no deben persistir como expolios de nuestros presentes.

Por eso, me parece que es un error, por donde se lo vea, criticar a un Gobierno que desea recuperar los documentos y las piezas de esos pasados, en tanto quede claro que se trata de un esfuerzo que responde a la reevaluación y a la reconstrucción de nuestros presentes y nuestros futuros —otra palabra, otro tiempo que también debemos empezar a conjugar en plural y no solo en singular—. A fin de cuentas, como he contado al principio de este texto, lo que estamos viendo, cuando vemos a la no primera dama ejercer de primera dama ante las máximas autoridades europeas, incluido el Papa Francisco, es la consecuencia de un plan trazado hace tiempo y que se ha venido llevando a cabo poco a poco y de manera concienzuda —estos últimos años, el Gobierno mexicano también se ha entrometido en múltiples subastas privadas—.

Ahora bien, ¿por qué molesta entonces lo que estamos viendo, cuando vemos a la no primera dama reunida con autoridades europeas o leemos al presidente tuiteando sobre las pertenencias de Moctezuma? Me parece que molesta porque, de repente, un asunto tan importante como este, que obviamente estará cargado de motivaciones políticas siempre, tanto como está cargado de motivaciones históricas, sociales y culturales, parece, de golpe, estar solo cargado de motivaciones políticas —no es casual que fueran los gobiernos de Calderón, en 2011, cuando el baño de sangre que desató lo hallaba desesperado, y de Salinas de Gortari, en 1990, cuando las consecuencias del fraude electoral lo hacían desesperar, los que antes intentaron esto mismo—.

Lo que molesta, en el fondo, es que un asunto tan necesario como este —nada más ridículo, por cierto, que aquellos que aseveran que en Europa cuidan mejor el patrimonio: precisamente, genios, porque no supieron cuidarlo, tras la Segunda Guerra Mundial se redactó y se firmó la Carta de Venecia, texto fundamental para la conservación del pasado tangible e intangible— se reduzca a mero acto político, no tanto al lanzar la campaña de recuperación en medio de una crisis como la actual, sino buscando convertirla en el centro del debate y vaciando de golpe el resto de sus contenidos: ¿dónde están, por ejemplo, los discursos que reconocen nuestros pasados? ¿Dónde están las políticas que respaldan nuestros presentes? ¿Dónde están los proyectos que respetan nuestros futuros?

Lo que molesta, en suma, es que se quieran traer desde Europa códices —como el Florentino o el Cospi— pero que, al mismo tiempo, esas autoridades, que de pronto parecen agentes aduanales, no destinen presupuesto alguno para la conservación ni para el estudio de los códices que tenemos en México; que se quieran traer las máscaras de Tezcatlipoca o de Quetzalcóatl, al tiempo que los recortes al INAH ponen en peligro, no solo máscaras como las de Calakmul o la de Pakal, sino colecciones enteras, como las de aquellas usadas en fiestas y rituales por las distintas naciones de México, que cuenta con cerca de 1.500 máscaras.

Lo que molesta, pues, es la enorme distancia que se ha abierto entre lo que hay y lo que seduce, entre lo que tenemos y lo que anhelamos: mientras se promete, en la plaza pública, la recuperación del gran penacho —obviando, además, que para esa pieza en particular no existe tecnología capaz de manipularlo sin destruirlo—, en los pasillos del palacio se decide destinar, para un solo proyecto, un proyecto centralista, faraónico y —esto es lo más grave de todo— de puro presente singular que proyecta un futuro igual de singular, el veinticinco por ciento del presupuesto nacional de cultura.

La distancia que se abre entre lo que hay y lo que seduce, entre lo que se tiene y lo que se cree que anhela el mexicano, entre la realidad y la quimera: vuelvo a aquellos funcionarios de embajada con los que hablé hace ya casi dos años. Y es que por entonces uno de ellos había arreglado una reunión entre funcionarios del Gobierno mexicano y directivos del parisino Centre Pompidou, pues nuestros connacionales, preocupados por nuestros presentes, deseaban abrir una sucursal de aquel museo... ¡en Chapultepec!

Lo que hay y lo que seduce, la realidad y la quimera: “Ustedes son México... es decir... no son un paisito... tiene un pasado y un presente enormes... acá todos los museos quieren exponer a artistas mexicanos... de antes y de ahora... ¿para qué quieren pagarnos tanto dinero por un Pompidou?”, espetó, palabras más, palabras menos, el director del museo francés a la delegación mexicana.

Insisto: recuperar el mayor número posible de piezas de nuestros pasados es tan necesario como fundamental, pero solo si dicha recuperación va acompañada del estudio y de la conservación de piezas con las que ya contamos, así como de una planeación histórica, cultural y social de nuestros presentes y de nuestros futuros.

Una planeación, pues, que no sea solo política: ¿alguien ha dicho a nuestras autoridades, por ejemplo, que los sótanos del Museo Nacional de Antropología yacen retacados de piezas sin clasificar, abandonadas a su suerte por falta de presupuesto?

¿Alguien les ha dicho que son casi incontables los domicilios privados en cuyas salas se exponen piezas de valor insólito, piezas en resguardo, subastadas por el amiguismo y la corrupción?

Al parecer, la conservación de lo que hay no seduce tanto como la reclamación que se anuncia en altavoces.

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