México: entre dos fuegos
Cabe preguntarse si el actual Gobierno no hubiera podido hacer más y mejor frente a una quiebra que está arrasando con el trabajo y la trayectoria existencial de miles de personas
Fue mi amigo Sergio quien por primera vez me habló del lugar: “Es una escuela sencilla”, me dijo frunciendo el ceño, “ya verás, pero mi hijo fue muy feliz allí”. Y así fue, seguí su consejo y, primero mi hija mayor y luego el menor, fueron a esta escuelita de la colonia Nápoles de la Ciudad de México. Como había preanunciado Sergio, en esta escuela mis hijos fueron felices y lo fueron de forma sencilla, una gran virtud en una ciudad donde las escuelas compiten para atraer a los hijos de nosotros, los privilegiados, ofreciendo clases de cross fit, enseñanza exclusivamente en inglé...
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Fue mi amigo Sergio quien por primera vez me habló del lugar: “Es una escuela sencilla”, me dijo frunciendo el ceño, “ya verás, pero mi hijo fue muy feliz allí”. Y así fue, seguí su consejo y, primero mi hija mayor y luego el menor, fueron a esta escuelita de la colonia Nápoles de la Ciudad de México. Como había preanunciado Sergio, en esta escuela mis hijos fueron felices y lo fueron de forma sencilla, una gran virtud en una ciudad donde las escuelas compiten para atraer a los hijos de nosotros, los privilegiados, ofreciendo clases de cross fit, enseñanza exclusivamente en inglés o alemán y quien sabe qué otra parafernalia. A pesar de ser una escuela privada, era, antes mis ojos, lo que más se acercaba en estética, simplicidad y falta de retórica grandilocuente a una de aquellas instituciones públicas donde yo me había educado, había aprendido y, eso es, había sido feliz.
Hace unas semanas, con la misma sencillez que caracterizaba el estilo de la casa, nos comunicaron que la escuela había quebrado y que cerraba de forma inmediata. Fin, kaput, acabado: así terminaba la historia de la institución educativa a la que habían ido los hijos de Sergio y ahora iban los míos. Al no poder mandar sus hijos a la escuela, a causa de la pandemia, una buena parte de los padres, que también se encontraba nadando entre fuertes dificultades económicas, llevaba meses sin pagar sus cuotas. Y así fue, la pandemia se cebaba también con la escuela, sus trabajadores y profesores, desapareciendo engullida en la nada, después de muchos años de existencia en la colonia.
En México, como en muchas otras partes del mundo, la crisis de salud pública, lo sabemos, ha desencadenado otro descalabro económico y social, igual o más poderoso todavía. Y, sin embargo, ver quebrar una escuela no es lo mismo que asistir al cierre de otro ejercicio comercial. Con su clausura se pierden años de experiencia acumulada en la educación de las futuras generaciones y se malgasta la profesionalidad adquirida por el personal decente, que quien sabe a qué oficios se tendrá que dedicar ahora para sobrevivir.
Frente a episodios como este, cabe preguntarse si el actual Gobierno no hubiera podido hacer más y mejor frente a una quiebra que está arrasando con el trabajo y la trayectoria existencial de miles de personas. Es evidente que la reacción, los instrumentos, pero también el discurso oficial que tiende a minimizarlo todo y a reducir hasta la crisis más grave a un pequeño problema de coyuntura, no han estado a la altura de las circunstancias.
Pero, en el trasfondo de la crisis emerge, sobre todo, una vez más y de forma todavía más grave, la insoportable delgadez no tanto del gobierno, sino más bien del Estado mexicano, mermado, saqueado y abandonado por décadas por una elite política irresponsable hasta lo inimaginable. Aún habiendo querido es evidente que, como ha transmitido con sinceridad la secretaria de Economía, Graciela Márquez, el Gobierno no hubiera tenido ni los recursos públicos, ni los instrumentos necesarios para ni siquiera intentar un plan de rescate integral de la magnitud necesaria para evitar el colapso de la economía nacional.
Por ello, en estas circunstancias, siguen siendo sorprendentes las críticas de una parte considerable del mundo intelectual del país, que pone al centro de su j’accuse el desconcierto por los ataques del actual Gobierno a la estética de la democracia liberal mexicana. Una estética que llaman instituciones, sin parecer haberse percatado de que, en realidad, se trataba de unas cajas en larga parte vacías, dejadas por demasiado tiempo privadas de contenidos reales, y por ende decorativas más que operativas. Lo más grave, me parece, es que, en sus críticas hacia la lamentable falta de sensibilidad institucional del actual gobierno, obvian una vez más que es justamente en esa carencia crónica de contenidos sustanciales donde se encuentra la fuente primaria de los rasgos más insufribles del experimento político que en estos dos años ha gobernado el país. La deslegitimación que sufren las instituciones y que las hace, además, más frágiles frente a los ataques del actual ejecutivo, no es producto del desprecio de AMLO hacia ellas, sino de décadas en que su descuido ha sido una práctica casi oficial. El proyecto político morenista habría podido intentar rescatarlas, reforzarlas y consolidar las bases de su operatividad, anclándolas a reformas sociales de calado: porque no puede haber democracia e instituciones democráticas reales en un país donde más del 50% de su población vive bajo niveles de pobreza y con una violencia que amenaza en profundidad el desarrollo normal de la vida pública nacional. No existe democracia sin un pacto social de mínimos que sustente sus instituciones y esto no lo hubo nunca en las décadas posteriores a la transición. En el hecho de no haber elegido esta estrategia de rescate y reforma del estado radica, desde mi punto de vista, el pecado capital del proyecto de cambio lopezobradorista, pero no es suya la responsabilidad del estado lamentable en que se encuentra el encaje político-institucional del país.
No haberse opuesto con vehemencia, a lo largo de las décadas precedentes, a las graves omisiones que se han dado en la construcción de lo que debía de ser un proyecto nacional democrático e incluyente y, en cambio, hacerlo ahora que se trastocan las que ya son las partes más superficiales del sistema socio-político resta credibilidad a la crítica de algunos de los sectores más influyentes de la inteligentsia del país. No hace falta decir que esta crítica es, evidentemente, legítima y debería poderse expresar en absoluta libertad, pero en su conjunto resulta escasamente creíble y poco eficaz para generar una alternativa al presente.
La sensación es que Gobierno, oposición y una parte de la inteligentsia pertenezcan a un mundo pasado y la esperanza es que los límites que todos ellos están mostrando a la hora de enfrentar una crisis cuya magnitud no tiene precedentes sirva para generar el espacio necesario para que germinen otras opciones de futuros. Si esta es la esperanza, el temor es que, en cambio, ese espacio lo ocupe un movimiento populista reaccionario, que acerque México a la dramática experiencia de los otros dos gigantes de la región: Brasil y Estados Unidos. Ojalá sea la primera y que México no acabe como la escuelita de mis hijos.