Aguacates contra vacunas
Sería más fácil comprar las dosis, salvo porque frente a una epidemia los países fabricantes prefieren que sean nuestros ciudadanos los que se mueran y no los suyos
En un mundo ideal tendrían razón Adam Smith y David Ricardo. Todos prosperamos más si cada cual hace lo que mejor sabe hacer y luego intercambia los bienes en un mercado sin restricciones. Tú haces vacunas en laboratorios especializados que no tengo, nosotros aguacates que se dan en este clima. Yo produzco autopartes con mano de obra barata, tú fabricas los chips sofisticados que se requieren para echar a andar los autos. ¿Para qué producir gasolina si sale más barato comprarla afuera que ponernos a refinar petróleo?
Suena bien, salvo cuando el mundo deja de ser ideal. Las ventajas comp...
En un mundo ideal tendrían razón Adam Smith y David Ricardo. Todos prosperamos más si cada cual hace lo que mejor sabe hacer y luego intercambia los bienes en un mercado sin restricciones. Tú haces vacunas en laboratorios especializados que no tengo, nosotros aguacates que se dan en este clima. Yo produzco autopartes con mano de obra barata, tú fabricas los chips sofisticados que se requieren para echar a andar los autos. ¿Para qué producir gasolina si sale más barato comprarla afuera que ponernos a refinar petróleo?
Suena bien, salvo cuando el mundo deja de ser ideal. Las ventajas comparativas (cada cual se especializa en lo que le sale mejor), resultan desventajas comparativas cuando descubrimos que frente a la primera crisis nos quedamos con nuestros aguacates y con fábricas que solo hacen fragmentos de carros; o cuando nos damos cuenta de que son las potencias las que se quedan con las vacunas, los chips o los combustibles refinados que necesitaríamos para vivir y movernos. Mercancías y bienes estratégicos que luego hay que mendigar o pagar a precios exorbitantes.
Puede llamar a burla las intenciones de México o de Argentina de hacer una vacuna propia contra el Covid. Lo que a los laboratorios de las potencias les llevó diez meses nosotros no hemos podido lograr en veinte. Había demasiado rezago y años perdidos que obligaron a comenzar prácticamente de cero. Otra vez, sería más fácil comprarlas a los que saben hacerlo, salvo por el hecho de que frente a una epidemia los países fabricantes prefieren que sean nuestros ciudadanos los que se mueran y no los suyos. Y hasta allí llega la ventaja comparativa.
Quizá tome otro año o dos que países como Brasil, México, India o Argentina estén en condiciones de poner en pie laboratorios capaces de responder a la enésima versión del covid o, peor aún, del bicho que nos depare el futuro. Pero con suerte para entonces tendremos la infraestructura que permita resolver en parte tales retos y no depender exclusivamente de la caridad de otros, que no abunda, o resolverlo a punta de cheques, algo que abunda aún menos. El llamado del presidente Andrés Manuel López Obrador a desarrollar la vacuna Patria parecía una baladronada tercermundista, producto de un nacionalismo anacrónico y ajeno a las realidades de un nuevo orden internacional. Pero justamente, son las realidades del mundo en el que hoy estamos lo que valida esta estrategia, por difícil que resulte. Parecería ser lo más sensato frente a una dependencia que nos condena a quedarnos solos cuando llegan tiempos difíciles.
Hoy los hogares españoles y las familias tejanas están pagando tarifas de electricidad que nunca creyeron posibles. Este miércoles el precio del megavatio-hora (MWh) en Madrid registró un nuevo máximo histórico, de 360 euros la media, siete veces más que los 50 que costaba hace un par de años. Es producto del encarecimiento del gas natural y de las nuevas regulaciones a la emisión de dióxido de carbono, pero sobre todo de la voracidad de las empresas privadas a las que se les entregó la producción y distribución de la energía. La lógica con la cual se privatizó el sector partió de la ingenua noción de que todo aquello que convenía a Iberdrola, Endesa, Naturgy o Repsol redunda en beneficio del consumidor. No fue así.
En Texas no solo se trata de un problema de encarecimiento, sino esencialmente de desabasto regional; para su desgracia no se resuelve con dinero. La red de distribución se fragmentó en estructuras independientes para maximizar la eficiencia, la competitividad y los márgenes de ganancia de cada una de las compañías involucradas. Nunca se vio por el beneficio común porque se asumió que lo que era bueno para el mercado también lo era para los hogares. Hoy hacen esfuerzos desesperados para interconectar redes aisladas e introducir criterios de interés social en una racionalidad que resultó absurda y que hasta hace poco parecía impecable.
Desde luego, no se trata de regresar a una autosuficiencia imposible de alcanzar en estos tiempos de globalización. Tampoco se trata de confiar en la eficiencia del Estado para resolver aspectos fundamentales de la actividad económica. Hay muchos antecedentes en México y en el mundo que indican lo desaconsejable de entregarnos en brazos de la burocracia. Pero igual de desaconsejable resulta entregarse a ojos ciegos en la buena voluntad de otras naciones, a las supuestas virtudes de la mano invisible del mercado o a depender de una supuesta conciencia social de compañías, que ya ni siquiera obedecen a un empresario señalable, sino a fondos de inversión y cotizaciones de bolsa sin rostro ni corazón.
De lo que sí se trata es de que cada sociedad tome medidas que permitan matizar o paliar los efectos de una dependencia desventajosa en áreas estratégicas para el interés de los hogares y del bienestar común. Producir vacunas, refinar gasolinas o priorizar criterios comunitarios en materia energética parecerían adquirir un nuevo sentido. No hay recetas perfectas ni fórmulas absolutas. Esto no significa que el Estado deba sustituir a los actores económicos, locales y externos, pero sí que conserve la facultad de establecer los límites y condiciones que aseguren que el interés de todos está por encima de la maximización de utilidades de unos cuantos.
Twitter: @jorgezepedap
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