México, 200 años de independencia: logro y acicate
Plantear que desde la madrugada del 16 de septiembre de 1810 Hidalgo buscaba la independencia absoluta significa plantear que tenía muy claros sus objetivos políticos. Esto, en mi opinión, es ingenuidad historiográfica
Apenas hemos salido de la “querella de la Conquista” y estamos entrando, prácticamente sin interludio, a la “querella de la Independencia”. Tengo la impresión de que tanto los profesionales de la historia como el público interesado en temas históricos acabaron bastante cansados de tanta polémica histórica, por momentos vacua (sobre todo por la carga de oportunismo político que a menudo la acompañó). Desde festejos con base en sucesos históricos inventados, como los supuestos 700 años de la fundación de Tenochtitlán, hasta una caída de la misma ciudad que no fue considerada como tal, sino como ...
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Apenas hemos salido de la “querella de la Conquista” y estamos entrando, prácticamente sin interludio, a la “querella de la Independencia”. Tengo la impresión de que tanto los profesionales de la historia como el público interesado en temas históricos acabaron bastante cansados de tanta polémica histórica, por momentos vacua (sobre todo por la carga de oportunismo político que a menudo la acompañó). Desde festejos con base en sucesos históricos inventados, como los supuestos 700 años de la fundación de Tenochtitlán, hasta una caída de la misma ciudad que no fue considerada como tal, sino como el inicio de una “resistencia”, los usos políticos y las derivas ideológicas se llevaron la palma mediática. Aunque hubo notables excepciones, entre ellas este diario, que se esforzó por poner una pluralidad de perspectivas sobre la mesa. En todo caso, toca ahora el turno al inicio de la vida independiente de México.
El término “independencia” es tan relativo en tantos sentidos y tenía tantas acepciones en el momento histórico que nos ocupa (segunda y tercera décadas del siglo XIX en el mundo hispánico), que es probable que los problemas de interpretación y de conmemoración empiecen ahí. Enseguida, es muy probable que surja el tema de la “consumación”, el vocablo con el que los mexicanos hemos definido a la etapa final del proceso independentista de la Nueva España desde hace mucho tiempo. Se puede argüir que no es más que un término y que discutir sobre términos es puro nominalismo. No lo creo.
Agustín de Iturbide no “consumó” en 1821 lo que inició Miguel Hidalgo en 1810. Aunque solo sea porque Iturbide fue un general realista que luchó con mucho éxito y bastante saña contra los insurgentes durante varios años. En ocasiones, el vocablo se quiere justificar porque Iturbide logró la independencia “absoluta” que, se dice, Hidalgo y Morelos buscaron en su momento. Esto es lo que han planteado algunos historiadores recientemente apoyándose en diversos documentos. Recurriendo a otros documentos, es posible argumentar que Hidalgo nunca planteó la independencia absoluta en el sentido que nosotros entendemos este término y que Morelos lo hizo hasta fines de 1812 (es decir, más de dos años después de iniciada la lucha contra las autoridades peninsulares). Una vez más, se puede argüir que estamos discutiendo sobre vocablos y que, por tanto, estamos perdiendo el tiempo. Una vez más, no me lo parece.
Plantear que desde la madrugada del 16 de septiembre de 1810 Hidalgo buscaba la independencia absoluta significa plantear que Hidalgo tenía muy claros sus objetivos políticos. Esto, en mi opinión, es ingenuidad historiográfica. En la revolución de independencia de México (permítaseme el anacronismo), muy pocas personas tenían las cosas realmente claras (salvo, quizá, los defensores del statu quo). Es el caso de Hidalgo y Morelos, pero también de José María Cos, Francisco Severo Maldonado, Andrés Quintana Roo y Joaquín Fernández de Lizardi, por mencionar solo cuatro nombres más de la insurgencia que son bien conocidos por la historiografía mexicana.
Lo mismo se puede decir, por lo demás, sobre muchos otros líderes revolucionarios. Pienso, por ejemplo, en Jefferson y Adams no mucho tiempo antes de que firmaran la Declaración de independencia de las Trece Colonias. Pienso también, aunque el sentido es distinto, en los vaivenes de Madame de Staël respecto a la Revolución Francesa o en el protagonista de la Revolución Haitiana, Toussaint L’Ouverture, que mantuvo su fidelidad a la república francesa y a Napoleón hasta sus últimos días (aun siendo prisionero del propio Napoleón). Los líderes políticos, lo mismo que los intelectuales, sean “reformistas”, “revolucionarios” o “independentistas”, no nacen reformistas, revolucionarios o independentistas. Adjudicarles una claridad original, primigenia y meridiana en cuanto a sus objetivos cuando apenas inicia un movimiento socio-político revolucionario puede resultar satisfactorio desde una óptica nacional, nacionalista o patriotera, pero flaco favor le hace a la comprensión histórica.
A no dudarlo, Iturbide estará en el corazón de los debates políticos e historiográficos que se avecinan en México. Se pueden hacer todas las piruetas interpretativas que se quiera, pero es imposible negar que Iturbide fue, para bien y para mal, el artífice de la independencia de México (una independencia que, por lo demás, resulta ininteligible sin el regreso de los liberales al poder en España en marzo de 1820). En el saldo “negativo”, yo incluiría la ausencia de preocupaciones de naturaleza social en los escritos de Iturbide (sean públicos o privados). El contraste a este respecto con Morelos es muy notable. En cualquier caso, el hecho de que sea un criollo acaudalado quien logró la independencia de la Nueva España tendrá la reacción que cabe esperar del actual gobierno: reducir su papel, adjudicarle aviesas (segundas) intenciones o incrementar la lista de artífices de la independencia para que su figura se desdibuje.
A mí no me interesa defender a Iturbide; de hecho, con una sola excepción, me siento lejano de los reivindicadores y de las reivindicadoras que ha tenido durante el último cuarto de siglo. Básicamente, porque el retrato que se desprende de gran parte de esta historiografía me parece tan inverosímil como el “traidor a la patria” que el aparato estatal mexicano y no pocos compañeros de viaje nos vendieron y nos quieren seguir vendiendo. La destreza política que Iturbide mostró de sobra en 1820 y 1821, que lo llevó a entrar al frente de sus tropas a la Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821 y a declarar la independencia al día siguiente, parece haberse esfumado una vez que se convierte en emperador. La pura duración del imperio, diez meses, es un signo de lo que acabo de decir, aunque también habría que considerar otros elementos, como la penuria financiera y la actitud y comportamiento de no pocos congresistas. Ahora bien, si la historiografía mexicana quiere seguir considerando a la monarquía iturbidista una anomalía histórico-política de los inicios de la tercera década del siglo XIX en el mundo hispánico (por no decir nada del contexto europeo en general), simplemente ignora los múltiples intentos monárquicos que hubo en dicho mundo en aquellos años, así como la panoplia de políticos, publicistas y pensadores que la contemplaron como una posibilidad desde que se inició la crisis del mundo hispánico en la primavera de 1808. Una posibilidad que, por lo demás, era perfectamente lógica, natural, después de casi trescientos años de vida bajo una monarquía.
Antes de terminar, debo señalar que en estas líneas me he expresado desde la perspectiva de la historia político-intelectual, que es mi campo de especialización. La etapa final de la independencia de México, sin embargo, puede y debe ser vista desde muchos otros miradores: la historia militar, la historia económica, la historia cultural, la historia social, la historia subalterna, etc. Lo anterior, cabe añadir, no tiene por qué negar o poner entre paréntesis que la obtención de la independencia de la Nueva España fue un hecho de naturaleza eminentemente política y que se obtuvo por medios eminentemente políticos (sobre este tema, no minimizo las importantes contribuciones que la historia militar ha hecho en los últimos años).
Más allá de lo expresado hasta aquí, la independencia de México fue un logro en el que participaron, directa o indirectamente, miles y miles de novohispanos y novohispanas. Un logro que tuvo las mismas dosis de valentía, incertidumbre, heroísmo, miedo, cobardía y azar que cualquier otro movimiento revolucionario y que no pudo haberse dado de la manera en que lo hizo si se ignora lo acontecido en el pueblo de Dolores aquella madrugada de septiembre de 1810. Concluyo. Creo que la legítima sensación de soberanía y libertad que para muchos implica la conmemoración que nos ocupa, debiera ir acompañada de una reflexión de lo que hemos hecho (o no) con esa soberanía y con esa libertad en doscientos larguísimos años. A mi parecer, no se requiere mucha auto-exigencia para que también surja una especie de acicate: la conciencia de todo lo que no hemos hecho a lo largo de esas dos centurias. Lo que explicaría, en buena medida, las ingentes carencias y lagunas que siguen caracterizando a la sociedad mexicana.
Roberto Breña, académico de El Colegio de México. Su último libro se titula Liberalismo e independencia en la Era de las revoluciones (México y el mundo hispánico), Colmex.
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