“No quería morir como matan aquí”: historia de un secuestro en el aeropuerto de Ciudad de México
Un migrante venezolano, rescatado por la policía, denuncia una red de trata en el Aeropuerto Benito Juárez operada presuntamente por un cartel de drogas
Alejandro llegó a Ciudad de México como tantos otros migrantes, huyendo de una realidad que le asfixiaba. Como tantos otros, a su llegada le recibió la cara más violenta de México. Bastaron cuatro horas en el país para reducir su ilusión de una vida mejor a una mucho menos ambiciosa: conservar la vida. Fue secuestrado en el aeropuerto de la capital por aquellos que le habían prometido, justamente, una posibilidad de futuro. En menos de lo que se tarda un turista en salir del edificio, el joven venezolano fue raptado y entregado a una pandilla de sicarios de un cartel de drogas. Como pocos con ...
Alejandro llegó a Ciudad de México como tantos otros migrantes, huyendo de una realidad que le asfixiaba. Como tantos otros, a su llegada le recibió la cara más violenta de México. Bastaron cuatro horas en el país para reducir su ilusión de una vida mejor a una mucho menos ambiciosa: conservar la vida. Fue secuestrado en el aeropuerto de la capital por aquellos que le habían prometido, justamente, una posibilidad de futuro. En menos de lo que se tarda un turista en salir del edificio, el joven venezolano fue raptado y entregado a una pandilla de sicarios de un cartel de drogas. Como pocos con su suerte, a los seis días fue rescatado por la policía de una casa en la que operaban miembros de una de las organizaciones criminales más poderosas del país. “No quería morir como suelen matar aquí”, dice en entrevista con EL PAÍS. Alejandro no es su nombre verdadero, ese prefiere resguardarlo por miedo a que el cartel vuelva por él.
De Yaracuy a Ciudad de México
La familia de Alejandro contrató el servicio de un grupo de coyotes de Maracaibo que le habían prometido sacarlo de un pequeño pueblo al norte de Venezuela, llevarlo hasta Colombia y subirlo a un avión rumbo a México. Así ocurrió. Hasta la llegada al Aeropuerto Benito Juárez todo corría según habían dispuesto los coyotes. Con 22 años y rostro aniñado, el joven puso pie en México el pasado viernes 25 de junio, sobre las cinco de la mañana. Pasó el control migratorio a las 7.26, según un registro al que tuvo acceso este periódico. Pero no la libró tan fácil: tras asentar el ingreso, el agente del Instituto Nacional de Migración (INM) le retuvo “para una segunda revisión” en una sala durante unas dos horas, asegura. “Me retuvieron como dando chance a que llegara la gente que me iba a buscar”. Sobre esa segunda revisión no existe un registro oficial, según ha podido confirmar EL PAÍS.
Pasadas las nueve de la mañana, casi dos horas después del control migratorio, le dan luz verde para irse. “Me sueltan, y en la puerta un federal me dice que tengo que entregarle 100 dólares para que me dejen salir del aeropuerto. Le entrego los 100 dólares y ahí me indica que a la salida me están esperando”. Hasta ese momento, Alejandro pensaba que todo era parte del servicio que había pagado su familia a los coyotes. En la puerta de la Terminal 2 del aeropuerto le esperaba un coche Ford Fusion de color blanco. Un exagente de la Policía Federal, hoy investigado en la causa judicial, le indicó que subiera. “Uno, como es de provincia, y en parte también por los nervios...”. Hace una pausa y retoma: “Me subo y ahí ya me dicen que estoy secuestrado”. Han pasado cuatro horas desde su llegada a México y su pesadilla recién comienza.
Los dos hombres que le llevan están armados. Le piden el dinero que trae encima, su teléfono y los documentos de identidad. Le dejan en una casa de seguridad que tiene supuestamente un cartel de drogas en las afueras de la capital mexicana. “Allí todo estaba cerrado, las ventanas pintadas para que nadie pueda ver hacia dentro, el jefe de la organización me esperaba, me sentó en un sillón y me mostró todo el armamento que tienen. Te enseñan unos videos y te dicen: ‘Mira cómo hacemos, cortándole la cabeza a personas, ametrallándolas en el piso’. Eso es lo que te dicen que va a pasar”. Para ese entonces los del coche ya habrán retomado el camino al aeropuerto, a pescar más migrantes.
Entre 1.000 y 2.000 dólares por cabeza
En los seis días que pasó Alejandro en esa casa, la mayor parte del tiempo estuvo encerrado en una habitación donde solo hay un colchón en el piso y un baño. El lugar, según recuerda, es precario, pero tiene tres pisos, un garage y un montón de habitaciones donde encierran a las nuevas víctimas de cada día. “Tenían su armamento, su droga y a las personas secuestradas. El consumo de cocaína era constante”, cuenta. Nadie llega ahí por azar: fueron vendidos al cartel por diferentes grupos de coyotes. “En este caso, el grupo de venezolanos se encargaba de contactar a la persona por medio de las redes sociales y luego entregarla [en México]. Recibían entre 1.000 y 2.000 dólares por cada uno que entregaban”. El lado mexicano del negocio era el encargado del “rapto y la negociación”. El joven venezolano llegó a contar ocho mexicanos que participaron en su secuestro.
Tampoco dejaban lugar a equivocaciones. Todos los intermediarios en la línea de acontecimientos que llevaron a Alejandro a aquella casa conocían su rostro, su nombre. Todos tenían su fotografía, sabían cómo iba vestido. “Está completamente arreglado, sabían de dónde venía, en qué vuelo, a qué hora iba a llegar. Están en completa complicidad con la gente del aeropuerto”. Alejandro pasó los seis días escuchando a los presuntos miembros del cartel hablar entre ellos y por teléfono. De esas conversaciones ha aprendido que operan de lunes a viernes, que tienen tres casas de seguridad en la capital, que el mayor centro de operaciones de la red de trata está en Monterrey, donde esa semana tenían unas 40 personas secuestradas.
Por el sitio donde estuvo retenido Alejandro pasaron otros 12 migrantes secuestrados. Todos latinoamericanos que llegaban a México con la ilusión de rehacer su vida en un país nuevo. La mayoría eran mujeres con niños. De algunos ya no volvió a saber. “Te decían: ‘Te vamos a sacar’. Pero no te decían adónde te llevaban. Las personas que se fueron, se fueron y ya. No sé si están muertas o vivas”. Las especulaciones alimentadas por las amenazas de los secuestradores eran el peor enemigo en el encierro. “Te devasta completamente, empiezas a delirar y a pedirle a Dios que haga su voluntad. Si es quitarte la vida, que lo hagan rápido, porque la manera en la que suelen matar es muy cruel”. Alejandro puede contar minuciosamente lo que pasó esos días porque se mantuvo atento y, sobre todo, tranquilo. Ya tenía experiencia en situaciones críticas. En Venezuela, asegura, había sido perseguido y torturado en varias ocasiones por el Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN) por su activismo como dirigente estudiantil.
Vender todo para pagar el rescate
La familia de Alejandro en Venezuela pasó los primeros tres días sin saber nada de él. Había llegado a México y su teléfono había sido desconectado. Unos amigos que residen en la ciudad pasaron horas buscándolo entre las ventanillas de las aerolíneas y las puertas de aterrizaje. Pensaron que lo habían retenido las autoridades migratorias, pero nadie les respondía nada. Se lo había tragado el aeropuerto. A las 48 horas de no tener noticias, el domingo presentaron una denuncia por desaparición ante la Fiscalía.
El primer contacto que tuvo el padre del joven con los secuestradores fue a través de Whatsapp al tercer día de la llegada. Un supuesto agente de la Policía Federal Ministerial de la Fiscalía General de la República le escribió el lunes después de las nueve de la noche un mensaje desde un teléfono con característica del Estado de Morelos. “Necesito que me regrese usted la llamada por este medio”, decía. En la llamada le comunicaron que no eran policías y que Alejandro había sido secuestrado. Ahí comenzó el vaivén de negociaciones. “Fueron muy rudas”, recuerda el joven. ¿Cuánto se le puede sacar a una familia cuyo hijo ha emigrado por falta de trabajo de un país con una de las mayores crisis económicas de la región?
“Venderé las pertenencias que me quedan”, repetía el padre de Alejandro aquellos días desde Caracas. El negociador en nombre de los secuestradores no tenía más de 25 años, y según les decía a las víctimas, conocía a mucha gente en la ciudad y regentaba dos clubes nocturnos. Por parte del chico secuestrado, negociaba un tío que vive en Estados Unidos, a quien el cartel consideraba que podía sacarle más dinero. “Las mafias aprovechan para explotar económicamente nuestra diáspora, los venezolanos [captados] deben tener documentos de identidad, ser jóvenes y, lo más importante, gente en EE UU capaz de pagar por ellos”, dice el padre. Los secuestradores pidieron primero 14.000 dólares, un monto altísimo para las finanzas de la familia, que ya había gastado sus ahorros en pagar a los coyotes. Finalmente ofrecieron lo que tenían, unos 1.500 dólares que llegaban a juntar.
“Estaré pensando en ustedes”
La última llamada de Ciudad de México a Caracas fue el martes, al quinto día del secuestro. “Hablé con mi hijo y me dijo: ’Papá, paga lo que tienes para ver si me sueltan. Si no lo hacen y me encuentro con la mala hora, estaré pensando en ustedes”. El monto que había juntado la familia era muy bajo con respecto al que el supuesto cartel había pedido. Eso le hacía pensar a Alejandro que no sería suficiente. “Si la familia no paga, te obligan a pagar con trabajo. Todo depende de lo que decida el jefe del cartel, yo tenía que secuestrar personas para ellos o vender droga”. La mirada se le cae y murmura: “Lo más probable es que me mataran y no quería morir como suelen matar aquí”.
Tras el pago del rescate, los secuestradores cortaron la comunicación por 24 horas. No se sabe nada. El miércoles, un día después del pago, la Fiscalía informa de que Alejandro ha sido rescatado. “Lo tiene la SEIDO [Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada]”, confirma un portavoz de la FGR a EL PAÍS. Junto con él fueron rescatados otros seis migrantes que se encontraban en la casa de seguridad del cartel. Dos venezolanos y cinco ecuatorianos. Tres hombres y cuatro mujeres. Tres de las víctimas eran menores de edad.
Alejandro tiene la sensación de que los secuestradores sabían que la policía vendría ese miércoles. En la mañana habían sacado de la casa todo el armamento y la droga. Cuando los agentes policiales llegaron solo quedaban unos pocos miembros de la pandilla: dos guardias, una señora que cocinaba y una que se encargaba de limpiar el lugar. A todos los secuestrados los habían reunido en la parte de atrás del segundo piso. “Algo estaba pasando, pero no sabíamos qué”, cuenta. “Cuando llega la policía, [los delincuentes] se empiezan a movilizar, a tratar de contener a la policía. No les dio tiempo a enfrentarse, solamente intentaron sobornarlos con dinero, pero no pudieron”.
En la carpeta de investigación, cuenta el joven, hay fotografías de cada uno de los miembros de la banda, imágenes en el aeropuerto o en los cajeros a los que acudían a retirar el dinero de los rescates. Detalles de los coches y la vestimenta que usaban. “La Fiscalía ya sabe quiénes son”. Pero la mayoría de ellos sigue en libertad, asegura. Pese al testimonio de las víctimas, la indagatoria judicial también esquiva el espinoso asunto de la posible implicación del INM en la red. Un portavoz de la FGR ha confirmado que no son parte de la investigación y las autoridades migratorias han asegurado que no tienen constancia de ninguna denuncia contra sus agentes por este tema. La Guardia Nacional, a cargo de la seguridad en el aeropuerto, no ha respondido la solicitud de información de este periódico.
El encuentro con la cara más violenta de México le ha arrebatado a Alejandro las ganas de quedarse en el país. “Uno trae todas sus esperanzas, sus recursos puestos en este viaje, y es muy devastador”. Su futuro le depara un proceso judicial en el que tendrá que enfrentar cara a cara a supuestos miembros de un cartel que en el último tiempo ha ganado fama de ser uno de los más sanguinarios. Cada vez que lo piensa, le entra un temor paralizante. “Yo sé que mi vida corre peligro. Lo único que quiero ahora es mantenerme con vida”.
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