Tribuna

Racismo común y racismo institucional

Me parecería legítimo que el Gobierno ofreciera disculpas a los pueblos indígenas por tratarlos como menores de edad, por considerarlos “inmóviles en el tiempo”, por incluirlos en megaproyectos sin su consentimiento

Artesanos indígenas protestan frente al Palacio Nacional el lunes 11 de mayo de 2020.José Méndez (EFE)

Como siempre, lo que sucede en Estados Unidos repercute estrepitosamente en México. Las manifestaciones desatadas por el asesinato de George Floyd han puesto aquí el problema del racismo bajo los reflectores. Si bien la historia en ambas naciones es similar: pueblos originarios vapuleados y poblaciones africanas introducidas como esclavos, la diferencia es que la dimensión social de este asunto es allá mil veces mayor a la que ha tenido en nuestra sociedad, en donde apenas hace una década se habla de ello y aún cuesta mencionar el término —¿será más bien clasismo? todavía se pregunta. Además, ...

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Como siempre, lo que sucede en Estados Unidos repercute estrepitosamente en México. Las manifestaciones desatadas por el asesinato de George Floyd han puesto aquí el problema del racismo bajo los reflectores. Si bien la historia en ambas naciones es similar: pueblos originarios vapuleados y poblaciones africanas introducidas como esclavos, la diferencia es que la dimensión social de este asunto es allá mil veces mayor a la que ha tenido en nuestra sociedad, en donde apenas hace una década se habla de ello y aún cuesta mencionar el término —¿será más bien clasismo? todavía se pregunta. Además, allá el racismo institucional ha sido puesto en evidencia de manera contundente, como se puede ver, por ejemplo, en el libro de Michelle Alexander, The New Jim Crow, o en The Case for Reparations, un brillante artículo de Ta-Nehisi Coates. La manera como el Estado en sus distintos niveles, tanto federales como estatales —empezando por las de impartición de justicia—, en conjunción con inmobiliarias, bancos y otras instancias privadas han entretejido una malla de segregación que ha mantenido a la población afroamericana en barrios con malos servicios, pésimas escuelas y una policía que la hostiga permanentemente y provoca su encarcelamiento de manera irrefrenable es muestra de cómo funciona el racismo institucional. A éste se suma el racismo común, que hace aún más lacerante tal discriminación, con frecuentes episodios de violencia directa por parte de personas y grupos supremacistas; ambos intrincados en una espiral perversa.

El racismo está compuesto por un conjunto de prejuicios aprendidos en el medio donde se crece, vistos como naturales; son clichés reafirmados en la interacción debido a que generalmente una situación de desigualdad lo favorece. Por ser tan cotidiano y no existir una reflexión al respecto, el racismo común suele no ser consciente. El institucional opera a otra escala, más sofisticadamente, con prejuicios similares a los del común pero contenidos, cubiertos por un halo de neutralidad, de objetividad —como cuando un grupo técnico presenta una política pública; hereda por tanto modos acuñados por el racismo científico del siglo XIX y de mitad del XX. En México el racismo común empieza a ser criticado, se habla de cómo se presenta en distintos ámbitos, desde un edificio de lujo en donde un condómino agrede a un guardia que cuida de la entrada hasta un presidente municipal que dice que las mujeres indígenas huelen mal. El caso más reciente es el reclamo de la esposa del presidente de México al comediante Chumel Torres, invitado por la Conapred a un debate acerca del racismo, pidiéndole una disculpa por haber llamado a su hijo con un epíteto racista.

No obstante, poco reconocemos las facetas del racismo institucional. Si uno se remite al siglo XIX, el auge del racismo, se encontrará con leyes que fomentan la inmigración de población europea blanca emitidas tras largos debates parlamentarios para saber qué tipo de población era mejor, descartando abiertamente la asiática y casi vetando la africana; están las condenas a la propiedad colectiva de las comunidades indígenas seguidas de leyes que promueven la propiedad individual y otorgan los terrenos de éstas a compañías extranjeras “que sí sabrán cómo trabajarlas”, la persecución a la medicina indígena por ser considerada superstición, la denigración de la población indígena —mayoritaria en el país— calificada por médicos como degenerada por su alimentación a base de maíz y otros aspectos de su modo de vida, a la vez que se enaltece a los “indios antiguo de raza pura”, presentados cual griegos o romanos en la pintura de la época. Y aún más.

Después de la Revolución se pretendía que tales ideas desaparecieran y desde el Gobierno se emprende la “redención del indio” para “sacarlo” de la marginación en que fue sometido tanto tiempo. Las políticas impulsadas a partir de entonces para tan noble fin no difieren mucho de las del despiadado régimen porfirista: buscan a como dé lugar la integración y desaparición de las comunidades y sus lenguas, hacer “productivo” su trabajo, incentivar la propiedad individual, llevar semillas mejoradas y tecnología moderna para “sacarlos del atraso” propio de sus modos tradicionales, que dejen atrás su medicina —empirismo dicen ahora—, y en los libros de texto no hallan tampoco un lugar digno; la población de origen africano no existe, apenas se habla de Yanga en un par de páginas en los de historia.

Me ha tocado ver el racismo institucional en acción en distintas comunidades indígenas: el Procede —que pretendía individualizar la propiedad colectiva para tornarla “productiva”—, la coerción de Sedesol para que se abandone la medicina propia, el chantaje de la de Agricultura para que hagan como el técnico dice —aunque éste no tenga idea de ciertos factores locales—, el engaño de la educación intercultural y otras tantas más. La constante es la misma: los indígenas son considerados como atrasados, reacios al cambio, ignorantes y recelosos, una masa impredecible que con gran facilidad se deja manipular por gente de fuera —recordemos los comentarios cuando inició el movimiento zapatista. Siguen siendo vistos como menores de edad, así se les catalogó en la Colonia.

Me parece legítimo que alguien pida disculpas a un comediante que vehicula un racismo naturalizado por la sociedad, pero igualmente legítimo me parecería que el Gobierno ofreciera disculpas a los pueblos indígenas por tratarlos como menores de edad, como atrasados, por considerarlos “inmóviles en el tiempo”, por invocar nuevamente su redención, por querer llevarles tecnologías modernas cuyas consecuencias nefastas son bien conocidas —como las plantaciones de árboles exóticos—, por incluirlos en megaproyectos sin su consentimiento, destinándolos a ser mano de obra barata al servicio de “los inversionistas”, el elemento activo desde esta perspectiva. El tren maya es un clásico en este sentido. Un proyecto basado en una serie de políticas públicas que implican una visión racista de los pueblos mayas, vistos como incapaces de decidir su futuro, en su modo de vivir, su manera de relacionarse con el mundo.

El Gobierno de la 4T ha tenido aciertos indudables, pero en su relación con los pueblos indígenas ha sido tan errático como los anteriores. El solo hecho de no respetar la consulta informada para llevar a cabo un proyecto en sus territorios es ya ultrajante; el trato del mismo presidente en esta relación deja mucho que desear: privilegiar la propiedad individual al proponerles proyectos, poner en manos de empresarios el diseño de las plantaciones y no consultar a los afectados, además de sus ideas sobre los indígenas que afloran en ocasiones, como cuando en Ocosingo en una asamblea dijo a los ahí reunidos que ya era hora de dejar la hamaca y ponerse a trabajar, al más puro estilo finquero o de político liberal del siglo XIX, que es el ideario que más bien parece seguir en su relación y trato para con estos pueblos.

Estoy convencido de que sólo la constancia de la sociedad civil organizada podrá atajar el racismo prevaleciente y la prueba es lo que en este momento acontece en Estados Unidos —décadas de lucha y reflexión— y el efecto que ha tenido en este sentido el movimiento zapatista aquí. Pero si verdaderamente este Gobierno quisiera aportar algo, tendría que emprender un ejercicio de autocrítica al respecto, que fuera incluso atrás en el tiempo: desde reconocer el genocidio de los pueblos Seri y Yaqui perpetrado por el Estado Mexicano, la guerra de exterminio contra los mayas y otras tantas rebeliones injustamente sofocadas en todo el país, pasando por la imagen que se ha mantenido en los libros de texto que glorifican a las civilizaciones prehispánicos a la vez que muestran a sus descendientes como pueblos-en-desaparición, simples “restos”, mero folklore y ahora diversidad cultural por aquello de lo políticamente correcto; y la invisibilización de los pueblos negros —su historia de esclavitud y lucha por la libertad; y las matanzas de chinos y japoneses... hasta llegar al racismo implícito en políticas públicas actuales. Muchos monumentos por derribar.

César Carrillo Trueba es biólogo y antropólogo de la Facultad de Ciencias de la UNAM.

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