El sueño de escapar al sur

Nos hemos acostumbrado a una forma de hacer política que, en términos estéticos y éticos, podríamos calificar como fea y orientada al consumo

Cámara de Diputados y Diputadas de Chile, el 29 de enero.Cámara de Diputados y Diputadas de Chile (EFE)

El fin del período legislativo impone una pausa en la política. La suspensión de las sesiones parlamentarias abre una tregua y algunos podrán salir de vacaciones. Probablemente todos sintamos la necesidad, cuando no la urgencia, de buscar algún destino.

En muchos casos, los ojos y las mentes se vuelven hacia el sur y el campo chileno. Más allá de su dimensión turística, esta añoranza revela lo que Kathya Araujo ha identificado como un fenómeno social significativo: el deseo de encontrar, aunque sea temporalmente, un espacio ajeno a las lógicas urbanas y su demanda permanente.

El deseo trasciende lo meramente geográfico. El sur chileno se ha ganado su lugar en el imaginario nacional no solo por sus paisajes imponentes, donde el verdor se fusiona con el cielo, sino por representar una forma de vida alternativa —quizás inalcanzable—, pero no por ello menos deseada. En estos espacios, uno puede reconectarse con la magnitud de la naturaleza y recordar nuestra pequeñez ante un mundo que merece ser preservado.

Esta búsqueda persistente de escapar refleja, en parte, las deficiencias de nuestros espacios urbanos, diseñados con frecuencia priorizando la función sobre el bienestar de quienes los habitan. Nuestras ciudades no nos invitan. Aunque no es solo funcionalidad: la vida contemporánea tiene pocos espacios para la belleza (la ciudad muchas veces la excluye, desde luego), parece haberla olvidado por no ser útil. A lo sumo es una opción para el consumo privado, algo a lo que se dedica el tiempo libre.

Quizás esta persistente búsqueda de belleza en el sur no es casual. Roger Scruton, uno de los grandes filósofos contemporáneos, hablaba precisamente de la uglification, o la progresiva extensión de la fealdad en la vida moderna. El filósofo advertía sobre un fenómeno inquietante que le seguía: la gradual supresión del juicio estético en el espacio público. Ya no nos atrevemos a decir esto es bello o esto es feo. Esta autocensura estética no es trivial: cuando perdemos la capacidad de discernir entre lo bello y lo feo, también se erosiona nuestra habilidad para distinguir entre lo bueno y lo malo.

Esta pérdida tiene manifestaciones concretas en nuestra vida social. No es casualidad que anhelemos el sur como escape, buscando en sus paisajes una belleza que parece haberse extraviado en nuestras ciudades cotidianas. Pero quizás lo más preocupante es cómo la masificación de la fealdad ha permeado nuestra vida política: la estridencia se ha normalizado, el insulto se ha vuelto moneda corriente y la confrontación vacía ha reemplazado al debate sustantivo.

Nos hemos acostumbrado a una forma de hacer política que, en términos estéticos y éticos, podríamos calificar como fea y orientada al consumo. Algo así como comida chatarra, pero en clave de representación. Una conexión rápida, somera, utilitaria, en último término poco nutritiva. La inmediatez digital solo ha acelerado esta degradación del discurso público, le puso esteroides. En Chile, además, esta tendencia se ha agudizado por el continuum electoral en que nos hallamos inmersos desde que se abriera el primer proceso constituyente. Nada hace prever que el año que comienza será particularmente generoso en cuanto a belleza, ni que ningún candidato lo tenga situado entre sus planes.

No es extraño, entonces, que también en la política busquemos algún sur, un espacio donde podamos recuperar lo que el mismo Scruton llamaba el sentido de lo sagrado en la vida pública. Este anhelo refleja una necesidad más profunda: la de encontrar formas de convivencia política que nutran los vínculos que nos constituyen como comunidad, que reconozcan que la política no es solo administración de recursos, sino también preservación de algo valioso. Como sugería Scruton, la pérdida de la belleza en la esfera pública va de la mano con el olvido de nuestra naturaleza como seres que habitamos un lugar y un tiempo específicos, con responsabilidades hacia el pasado y el futuro.

El mundo humano, y en consecuencia, el político, no está hecho solo de materialidad. Es más que árboles, lagos, montañas, paisaje. Se construye, en buena medida, mediante la palabra y el gesto. Cuidar ambas cosas podría ayudar a que, aunque sea por un tiempo, encontremos en el espacio cotidiano un sur, un espacio agradable, acogedor, al menos habitable. Aunque quizás es mucho pedir para estos tiempos.

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