Beatriz García: resistencia por la tierra en el epicentro del banano en Colombia
La mujer lidera el proceso El Chimborazo de la Fundación Fundapaz, que reúne a 112 familias que perdieron sus tierras a manos de grupos paramilitares. Convirtió sus heridas en arte y promueve la cultura de paz
Entre las casas de un solo piso del corregimiento de Orihueca, del municipio de Zona Bananera (Magdalena), sobresale una que está a unas cuantas cuadras de las vías del tren. Su amplia terraza está llena de mesas, en las que se juega dominó o se sirven menús en los que el banano y el plátano son protagonistas, y sus techos tienen una capa de zinc y otra de estera, esa paja que se consigue en las orillas de la Ciénaga y con la que los campesinos solían hacer sus colchones para dormir en el monte.
En la entrada, en un muro blanco que apenas sobresale del piso, está escrita en letras rojas...
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Entre las casas de un solo piso del corregimiento de Orihueca, del municipio de Zona Bananera (Magdalena), sobresale una que está a unas cuantas cuadras de las vías del tren. Su amplia terraza está llena de mesas, en las que se juega dominó o se sirven menús en los que el banano y el plátano son protagonistas, y sus techos tienen una capa de zinc y otra de estera, esa paja que se consigue en las orillas de la Ciénaga y con la que los campesinos solían hacer sus colchones para dormir en el monte.
En la entrada, en un muro blanco que apenas sobresale del piso, está escrita en letras rojas y verdes una frase que resume la batalla que ha emprendido el alma de este hogar, Beatriz Helena García Lechuga: “Los zoneros somos territorios de paz”.
Los dedos de la mano izquierda de García, lideresa del proceso El Chimborazo de la Fundación Fundapaz, recorren su brazo derecho, acarician las cicatrices de las puñaladas y los cortes que recuerdan la tortura. Luego, frota sus manos; es como si estuviera haciendo fuego, dándose impulso para contar todo lo que le ha pasado.
García Lechuga dice que cuando informa que ella vive en Orihueca algunos le responden rascándose la cabeza, mirando para un costado o diciendo: “¡Uy, pero eso allá es caliente!”. “Nosotros no somos peligrosos, el daño lo hacen los que no son de aquí. Queremos demostrarle al país que en este municipio somos personas de paz”, enfatiza.
Zona Bananera, que tiene 14 corregimientos y 46 veredas, fue establecido como municipio en 1999. Antes, hacía parte de Ciénaga, epicentro del negocio del banano que trajo consigo la llegada de multinacionales y una violencia que se derramó por varias décadas.
En Orihueca, por ejemplo, funcionó primero la Compañía Frutera de Sevilla, filial de la United Fruit Company, responsable de la Masacre de las Bananeras de 1928, en la que, según registros históricos, murieron más de mil personas.
En esta casa de terraza amplia, de techos de zinc y de estera; en esta casa en la que Beatriz Helena García Lechuga pasea su sonrisa y sus pasos seguros, se han reconvertido esas páginas de horrores a través del arte. El artista ‘La Magia’ plasmó una visión simbólica de la historia de este municipio en tres murales, que contaron con el acompañamiento de la estrategia Cultura de Paz del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes.
Con esa pronunciación licuada, que de vez en cuando tritura alguna letra, García Lechuga admira los murales y enfatiza su significado: “Vamos a contar desde otro punto de vista, desde otro campo, todo lo que ha pasado acá históricamente”.
Pasado
En su terraza, Beatriz recibe constantemente a sus compadres y comadres. A finales de este mes, este espacio se llenará con más de cien familias que han sufrido junto a la de Beatriz una historia que se comenzó a escribir en el año 2000. En aquella época, 112 familias, que tenían sus tierras en la vereda de Chimborazo, en Pueblo Viejo, se habían organizado y habían implementado un proyecto de maíz híbrido con apoyo del Banco Agrario. “Como esas eran unas tierras vírgenes, imagínate, ¡fue un éxito!”, recuerda la lideresa.
Ese cariño por la tierra está representado en el primer mural, el de la izquierda, en el que sobresalen dos bueyes, que se solían usar como medio de transporte. Los animales arrastran unas góndolas y a su alrededor se despliega una tierra fértil, irrigada por una corriente cristalina. “Esos animales eran un medio de trabajo para nosotros, ellos brindaban su fuerza y su resistencia a nuestro trabajo como campesinos”, explica García Lechuga.
La tragedia para las 112 familias empezó cuando “esos señores” —así se refiere Beatriz a los paramilitares del frente William Rivas del Bloque Norte de las AUC— llegaron a la zona y les dieron 24 horas a los habitantes para desalojar. García Lechuga fue la primera víctima de ese episodio.
Los paramilitares también abusaron sexualmente de 37 personas de esta comunidad, entre niños, niñas, hombres y mujeres. “Hace dos años me operaron a mí, me tuvieron que cortar parte del útero... Ellos nos hicieron mucha maldad... Me duele, pero, bueno, que la gente sepa que la guerra por un pedazo de tierra ha sido muy dura para nosotros”, enfatiza Beatriz.
Luego de la Masacre de las bananeras en 1928, el negocio del banano en Colombia ha seguido dejando una sangrienta estela. De hecho, recientemente un juez de Florida condenó a Chiquita Brands (llamada antes United Fruit Company) a indemnizar a víctimas de grupos paramilitares de las subregiones del Urabá antioqueño y el Magdalena Medio. La empresa ya había confesado haber financiado a las AUC entre 1997 y 2004.
El frente William Rivas, por ejemplo, se financió gracias al aporte de empresas bananeras y recibió armas que llegaron por el puerto que perteneció a Chiquita en el Urabá.
Más allá de la violencia, Orihueca tiene una relación profunda con la literatura, pues dicen que el nobel colombiano Gabriel García Márquez tenía un tío y un primo en el corregimiento, a los que solía visitar. En su libro Vivir para contarla, el escritor narró que, en un recorrido en tren desde Santa Marta, después de pasar por Río Frío, Orihueca y Guacamayal, vio el letrero de una finca que lo inspiraría para nombrar el pueblo imaginario de su novela cumbre: Finca Macondo.
Macondo de hecho aparece en el mapa más allá de Orihueca, cerca de Sevilla. Es una pequeña estación de tren con dos haciendas del tiempo de la United Fruit Company.
Uno de los compadres de Beatriz, el docente e historiador Juan Escobar Martínez, cuenta que en 1928 en Orihueca ya había casas al estilo jamaiquino construidas con materiales que traían del exterior. Escobar coincide con su comadre Beatriz en que los habitantes de este corregimiento son mucho más que esa violencia. “Aquí somos alegres, somos tesoneros. Nuestro banano, que tenemos por todos lados, es de color verde, que es el color de la esperanza y de la paz”, añade.
Presente
En el segundo mural, el del centro, se destaca una mujer desnuda, de largo pelo negro. La rodean colibríes y azulejos, así como un extenso cielo en el que se entremezclan el azul y el blanco. “Tú ves ahí lo ambiental, a una mujer resistiendo, a una mujer que puede ser la Madre Tierra. Esas somos nosotras las mujeres, las que peleamos y lloramos y añoramos las tierras”, asegura García Lechuga.
Una de esas mujeres es su comadre Ligia Isabel Conrado Polo, quien también pertenece al proceso El Chimborazo y que tuvo que huir de su tierra cuando llegaron los paramilitares. “Son 24 años en la lucha y ahí estamos, firmes. Con miedo, pero ahí estamos”, dice Conrado, quien cuenta que durante la huida de su tierra, que fue de noche, una rama le dio en el ojo izquierdo a su esposo, por lo que se le desprendió la retina y, finalmente, lo perdió.
Conrado Polo ha estado junto a García Lechuga en esa lucha de más de 20 años, durante los que han expuesto su caso a diferentes entres de control, han recibido apoyo de instituciones como el Consejo Noruego para Refugiados, la ONU, la Unidad para las Víctimas y ahora están en el proceso con la Agencia de Tierras para recuperar esas parcelas que les arrebató la guerra. “Ya unos compañeros se nos están muriendo y nada, todavía no nos están dando las tierras”, añade Ligia, quien nació en Guacamayal.
Futuro
En el tercer mural, a la derecha de la terraza, un gran buey está acompañado de conejos, una paloma, inmensas plantas de banano y los palotes que se usaban para pilar el maíz y el arroz. “Queremos que las mujeres y los hombres regresemos a nuestro territorio como campesinas y campesinos y que esto sea un símbolo de paz”, asegura Beatriz.
En el Plan Integral de Reparación del Colectivo que la comunidad presentó a la Unidad para las Víctimas, y que proyectan implementar una vez les entreguen las tierras, esta agrupación propone un proyecto productivo de transformación de alimentos que han venido preparando con el Sena y la Universidad del Magdalena. Las materias primas serían el popocho, el banano y el plátano.
Mirando al futuro, a esa reunión de final de mes, la lideresa cuenta que se realizará una olla comunitaria para esos más de cien invitados. Van a jugar dominó y fútbol, van a tejer y van a echar cuento. “La gente se cansa de esperar. Imagínate, vamos desde el 2000 y nada de las tierritas, nada de la indemnización. Entonces, como la cosa ya está como pan calientico, vamos otra vez a retomar, a integrarnos”, finaliza.
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