Notas para el domingo
El petrismo se ha embarcado en una ética del todo vale, pero Hernández representa lo peor del populismo. El lunes comienza un país donde habremos de seguir conviviendo
Se acaba por fin la campaña más sucia, más biliosa, más iracunda y más repugnante que yo recuerde, y esto lo escribe alguien que vivió muy de cerca el infierno previo al plebiscito de 2016. El lunes los colombianos nos despertaremos tras haber elegido a un nuevo presidente, si es que las exiguas diferencias que auguran las encuestas no nos han lanzado a hablar de fraude y golpe de estado, y si es que la violencia que r...
Se acaba por fin la campaña más sucia, más biliosa, más iracunda y más repugnante que yo recuerde, y esto lo escribe alguien que vivió muy de cerca el infierno previo al plebiscito de 2016. El lunes los colombianos nos despertaremos tras haber elegido a un nuevo presidente, si es que las exiguas diferencias que auguran las encuestas no nos han lanzado a hablar de fraude y golpe de estado, y si es que la violencia que respiramos todos los días no nos ha embarcado en desmanes de los cuales nos podamos arrepentir inmediatamente. Vivir en Colombia es aceptar que el peor de los escenarios posibles siempre es tan posible como el mejor: aquí nunca hay una profecía tan mala que no se pueda cumplir. Pero si todo sale como es de esperar, habrá un nuevo presidente electo y seguiremos todos viviendo en el mismo barco, y habrá que entender que el fracaso del próximo gobierno sería el fracaso de todos, no sólo de los que lo eligieron. Y habrá que tratar, por lo tanto, de evitarlo como podamos.
Lo malo es que hay serias razones para dudar que seamos capaces de ese mínimo sentido común. En un libro que acabo de publicar sobre el proceso de paz recordé dos frases de El general en su laberinto que parecen hacer un diagnóstico certero acerca de nuestro presente. “Cada colombiano es un país enemigo”, dice el Simón Bolívar de la novela. Y más tarde: “Todas las ideas que se les ocurren a los colombianos son para dividir”. Cualquiera que haya vivido los últimos seis años en este país reconoce la verdad íntima de estas palabras, y acaso reconozca también que ese envenenamiento sin remedio de nuestra convivencia lo hemos causado los ciudadanos. En esta campaña han salido nuestros peores rasgos: el racismo endémico y el clasismo más violento, y también nuestra interminable tolerancia frente a la violencia, siempre que nos convenga, o frente a la calumnia y el asesinato moral, siempre que se utilicen contra los otros. Fue grotesco lo que vimos en los videos de la campaña petrista, pero los gritos indignados de muchos serían más creíbles si también los hubieran proferido cuando conocimos la cruzada de mentiras que dio lugar al rechazo de los acuerdos de paz.
Yo no he tenido muchas certezas en esta campaña, que ha sido con frecuencia un grosero festival del chaqueteo, el oportunismo y la deslealtad, pero sí puedo contar dos por lo menos. Primero, que el petrismo se ha embarcado en una ética del todo vale que puede ser buena para el candidato, pero será mala para su movimiento; y segundo, que Rodolfo Hernández representa (sobre todo ahora, de cara a la segunda vuelta) lo peor del populismo más basto y la más vulgar de las demagogias, además de una política reaccionaria, irresponsable, impredecible en el peor de los sentidos y profundamente desestabilizadora. Y un día, cuando toda esta crispación haya mermado y empecemos otra vez a mirarnos a la cara sin el odio que llevan algunos como si estuvieran todo el tiempo cuidándose de algo, tendremos que averiguar con cuidado en qué momento nos pasó esto: en qué momento ese personaje –que cada vez que abre la boca escupe un prejuicio dañino– se convirtió en una opción válida para la gente, no sólo en un entretenimiento para indignados por todo o en un caballo de Troya para los caídos de la vieja política.
Seamos claros: Nunca he tenido buena opinión de Petro. Por su sectarismo inveterado, por supuesto, pero sobre todo porque ha mostrado que ningún principio le parece innegociable en la carrera a la presidencia: ni abrirle su movimiento a un predicador homofóbico y antiabortista (“el matrimonio igualitario es pura paja”, escribió ese hombre hace unos años), ni abrazarse con reconocidos corruptos de la derecha más penumbrosa, ni mirar para otro lado mientras su gente de confianza conspira para la demolición del centro mediante tácticas repugnantes. Todo esto lo hemos lamentado quienes queremos un partido socialdemócrata sólido y decente en Colombia. Pero la opción de Hernández sería verdaderamente catastrófica en muchos sentidos, y basta ver sus decretos prometidos de república bananera, más parecidos al chavismo que a otra cosa, para darnos cuenta. Sabemos que quiere echar por tierra el servicio diplomático y eliminar (en su infinita ignorancia) hasta embajadas que no existen; sabemos que comenzaría a gobernar decretando una conmoción interior absurda y peligrosa. Se oye mucho por ahí que no hay que creerle todo lo que dice, o que no hay que tomárselo en serio. Pero no seré el primero en recordar la cantidad de veces que lo mismo se dijo de Trump, y ahora Estados Unidos es, para todos los efectos prácticos, una democracia disfuncional.
De manera que sí: hay que tomarse en serio lo que dice Hernández. Hay que tomarse en serio sus machismos inverosímiles, y hay que tomarse en serio las amenazas de pegarle un tiro a alguien, las agresiones físicas y hasta la pistola de la que se enorgullece su madre: todo eso hay que tomárselo en serio. Hay que tomarse en serio la desvergüenza con que se jactaba, como constructor, de cobrar más de lo que debe a gente que paga más de lo que puede. Hay que tomarse en serio su forma de tratar a sus subalternos, porque nada dice más de una persona que el tratamiento que les da a quienes dependen de ella, y nada revela tanto el carácter como el ejercicio de los pequeños poderes. Hay que tomarse en serio su disposición manifiesta a limpiarse el culo con la ley (sic), porque es exactamente lo que otros han hecho con otras leyes –la ley de garantías, por ejemplo– y ésa es una de las razones por las estamos como estamos. Pero sobre todo hay que tomarse en serio la idea de implementar los acuerdos de paz, que contra viento y marea han mejorado la vida de tanta gente y nos han revelado tantas verdades; y todos los enemigos –de las negociaciones, de los acuerdos, de su implementación– se han unido detrás de Hernández. Eso, por lo menos, está clarísimo.
También está claro algo más, aunque parece que estamos demasiado crispados para darnos cuenta. Y es esto: que las elecciones del domingo no son el final de algo solamente, sino también el comienzo. Es decir, que se acaba esta campaña sucia, destemplada, hiriente y deshonesta, donde varias de las personas que saldrán elegidas (no importa por quién vote uno) ya han dado sobradas muestras de no tener ni el temperamento ni el carácter para llevar las riendas de un país que está tratando de liberarse de una mentalidad de guerra; y donde se acaba esa campaña comienza otra cosa, que es el país de después, el país que empieza el lunes, el país donde habremos de seguir viendo cómo convivimos. En otras palabras: comienza la vida de verdad.
Uso estas palabras avisadamente, porque he tenido más de una vez en estos meses la impresión de que buena parte de nuestros enfrentamientos es artificial, una invención o manufactura de las oscuras redes sociales, o de sus dinámicas perversas que premian los extremismos. “Arrabal de cuchilleros”, las he llamado en otra parte, y ver lo que ha ocurrido en la campaña –y también lo que han averiguado periodistas como Yohir Akerman: ver la revista Cambio– hace que esas palabras se queden cortas. No tengo y nunca he tenido redes, pero a los que viven en ellas les convendría recordar que alguien está siempre explotando de manera consciente sus miedos y su cólera. Y más allá de lo que pase el domingo, la democracia no tendría que ser esto.
Juan Gabriel Vásquez es escritor. Su último libro es Los desacuerdos de paz.