Gustavo Petro, la hora de la verdad
Un viaje en avión con el candidato favorito, que vive rodeado de fuertes medidas de seguridad las 24 horas por temor a un magnicidio
La preocupación por morir de forma violenta ha acompañado a Gustavo Petro durante casi toda su vida. Durmió un tiempo con un arma debajo de la cama. Se manda hacer chaquetas blindadas a medida en un sastre de Bogotá. Cuando comenzó a coquetear con grupos revolucionarios usaba sombrero y bigote falso. Las veces que fue detenido por el ejército con propaganda subversiva pensó que le había llegado la hora y escribió cartas de despedida. Esta mañana cristalina de abril, Pe...
La preocupación por morir de forma violenta ha acompañado a Gustavo Petro durante casi toda su vida. Durmió un tiempo con un arma debajo de la cama. Se manda hacer chaquetas blindadas a medida en un sastre de Bogotá. Cuando comenzó a coquetear con grupos revolucionarios usaba sombrero y bigote falso. Las veces que fue detenido por el ejército con propaganda subversiva pensó que le había llegado la hora y escribió cartas de despedida. Esta mañana cristalina de abril, Petro observa a lo lejos el Super King Air 300, que reposa sobre la pista como un pájaro dormido. El equipo de seguridad revisa los motores y los bajos del avión en busca de explosivos. Después entra en la cabina con un pastor alemán que olfatea el cuadro de mandos por si alguien lo hubiera manipulado. Al acabar, el jefe del grupo, un militar cuadrado como el butacón de una salita, se posa sobre la escalerilla y levanta el pulgar: todo ok. Entonces Petro sube y se acomoda en el asiento con aire distraído. Mientras arrancan los motores le echa un vistazo a Twitter en un viejo Samsung nada glamuroso.
—La única forma de evitar que este man sea presidente de Colombia —dice Armando Benedetti, su jefe de campaña, sentado a su izquierda— es tirando este avión.
El aludido no se inmuta. Observa por la ventanilla los cerros, al fondo. En montañas así, un joven Petro, miope y enclenque, tuvo la idea de desarrollar en los ochenta un frente militar. Fracasó, en parte porque nunca fue un verdadero hombre de armas. Su papel en el M-19, una guerrilla con vocación democrática, fue secundario. Reintegrado en la vida civil después de acogerse a un proceso de paz, encontró su lugar como político en los debates del Congreso, donde empezó a encandilar a la gente. Introvertido, de muy pocas palabras, en público se transforma en un orador grandilocuente y poético, con una gestualidad similar a la de Raphael, el cantante.
La política no siempre ha sido una carrera exitosa para él, en muchas ocasiones le ha vapuleado y humillado. Sin embargo, los vientos de la historia le han colocado ahora a las puertas de ser el próximo presidente de Colombia. El Super King Air 300 en el que va subido empieza a deslizarse por la pista y echa a volar en el punto de no retorno, donde el avión despega o va a dar contra un muro de hormigón. Justo el momento vital en el que se encuentra él mismo.
Esta mañana se dirige a Ciénaga de Oro, Córdoba, el pueblo caribeño en el que nació hace 62 años. Siendo todavía un bebé sus padres se trasladaron a Bogotá. De adolescente regresó a casa de su abuela, construida con techo de palma. Descubrió un mundo muy distinto al que conocía. El altiplano era el frío, la vida rigurosa y aburrida. El Caribe le reveló el baile y la sensualidad. El muchachito con gafas que según él había leído a Dostoievski quedó embelesado. Un tío suyo, según cuenta en el libro Una vida, muchas vidas (Planeta), le explicó que ahí se fermentaba el inicio de una revolución campesina y él lo aprovechó para tomar contacto con muchachos armados. La mecha no se extendió al resto del país, eso quedó en nada. Es más, la región está ahora controlada por el narcotráfico y el paramilitarismo. En unas horas subirá a un escenario al aire libre, aunque rodeado de tres guardaespaldas que cargan entre las manos planchas de acero antibalas.
Ningún familiar cercano lo recibirá al pie de la escalerilla del avión. “Están todos muertos”, dice apoyado en el respaldo, con las gafas caídas. Viste una guayabera rosa desabrochada a la altura del pecho. En la adolescencia ya había desarrollado conciencia de clase. Se sentía un extraño en el colegio La Salle, en Zipaquirá, a pesar de sus buenas notas. Los padres aconsejaban a sus hijos que no se juntaran con él por sus ideas de izquierdas. Nació sin estrecheces, su padre era un funcionario asalariado, pero nunca terminó de encajar del todo socialmente. Ganar estas elecciones presidenciales es también una cuestión de dignidad, después de dos intentos fallidos. En su libro desfilan personajes que en el pasado dudaron de él o directamente lo despreciaron. Petro tiene buena memoria.
A veces habla de él a través de otros. Mantiene una relación cordial con uno de los banqueros más ricos del país, Jaime Gilinski.
—Él nunca ha pertenecido a la élite bogotana. Su papá era de origen polaco y se salvó de chiripa en Auschwitz. Después vinieron acá e hicieron fortuna—, explica.
—Los desprecian—, añade Benedetti, un operador político que le acompaña a todas partes desde hace tres años.
—La élite blanca que domina Colombia es española. Sus apellidos eran españoles. Realmente eran esclavistas, en el origen, y nunca han perdido esa mentalidad.
Petro mira con recelo esa minoría que ha gobernado siempre el país. Es verdad que ha tejido alianzas con partidos de toda la vida y se ha juntado con políticos del establecimiento por cuotas de influencia. No es puro ni ingenuo, de otro modo no habría llegado hasta aquí. Pero casi siempre esas alianzas le han salido mal. En los círculos del poder se le observa con desconfianza. Los primeros, los militares. En un país que lleva décadas librando una guerra interior, sobre todo en las zonas rurales, el ejército tiene una enorme capacidad de acción. El jefe, el general Zapateiro, ha atacado a Petro por Twitter en mitad de la campaña, en un hecho insólito. En un país donde las teorías conspirativas son un deporte nacional, el ruido de sables se disparó.
—Es un bruto, se metió en un lío por ignorante—, dice Benedetti.
—Hay un sistema para destituir a Zapateiro cuando sea presidente, pero tiene que pasar por el Senado—, explica Petro.
—Poco a poco. No vayan a ponerse de acuerdo esos manes y te quiten a ti.
El avión atraviesa una zona de nubes cargadas de electricidad. El King Air 3000 se sacude como si recibiera un corrientazo. Petro se aprieta el cinturón con fuerza. En una ocasión la nave brincó tanto que se golpeó la cabeza con el techo. La tripulación quedó muy preocupada: su salud se ha convertido en una cuestión de Estado.
Pasadas las turbulencias, en la ventanilla aparecen grandes extensiones de tierra atravesadas por ciénagas y lodazales. “Todo esto es de Álvaro Uribe Vélez”, señala Petro con el dedo. El tono neutro no puede esconder que esa mención resulta plomo candente en su vida. En 2006, como senador por segunda vez investigó el paramilitarismo y sus nexos con la política, en especial con el entonces presidente Uribe. Fueron sus mejores intervenciones públicas. Decenas de funcionarios acabaron condenados. Aquello disparó su popularidad y reafirmó su fama de hombre testarudo e incansable. Creyó por primera vez que podía ser presidente y se lanzó en 2010, en contra del criterio de su propio partido, el Polo Democrático. No calculó bien sus propias fuerzas y se llevó la primera gran decepción. Quedó cuarto, muy lejos de sus contrincantes El reflejo que le había devuelto el espejo le había engañado, y eso le hundió. Parecía su fin después de dos décadas en política. Tenía 50 años y un horizonte estrecho. Quienes no le quieren bien lo dieron por muerto, pero se olvidaron de atornillar bien los clavos en el ataúd.
El avión aterriza en el aeropuerto de Montería, una ciudad de ganaderos. El día es destemplado y sopla una ligera ventisca. Petro llega con el pelo revuelto y se lo acomoda para salir ante medio centenar de personas que aguarda para saludarlo. Tras ellas hay un gran cartel de Fico Gutiérrez, el candidato de la derecha y su principal contendiente. Él lo señala con el dedo y lanza una sonrisa maliciosa, que todos los que están a su alrededor entienden sin necesidad de palabras. Fico ha llenado el país de anuncios, superando por mucho lo que establece la ley. Un colombiano cualquiera se topa al menos cinco veces al día la imagen de un señor cejijunto y de frente despejada, catorce años más joven que Petro. Aunque él es el favorito según las encuestas, le encanta subrayar que Fico es el más poderoso. Casa con la narrativa quijotesca que tiene de sí mismo.
La seguridad saca al candidato de la nube de seguidores que le ha recibido con música de tambores y lo sube en la parte trasera de una camioneta negra. La caravana enfila a toda velocidad la carretera. Pasa por delante de familias de cuatro miembros subidas en una moto, luego una quesería. Las palmeras se erigen entre los campos, bañadas por el sol del mediodía.
Sin ironía aparente, el equipo de campaña ha organizado unos encuentros por toda Colombia que se llaman Petro Escucha. Con libreta y lápiz en mano, el candidato se sienta en una mesa a oír con gesto serio las peticiones de sus conciudadanos. Algunos arquean la ceja al verlo en esa postura. Entre los que han colaborado con él se ha ganado fama de intransigente, sobre todo durante su etapa como alcalde de Bogotá. Muchos asesores y auxiliares lo abandonaron dando un portazo, hartos de no sentirse valorados. En privado, amigos y enemigos reconocen su inteligencia y astucia, aunque creen que se convierte en soberbia cuando usa esas cualidades contra los demás. En los debates suele estar más preparado que sus rivales, le gusta cuerpo a cuerpo, pero cuando le contradicen o se siente atacado se le puede ver muy irritado.
La obstinación le hizo levantarse después de haber quedado cuarto en las elecciones generales. Se replegó y se centró en denunciar la corrupción de su propio partido, lo que le dio una pátina de hombre ético. La formación se hundió, Petro salió a flote. Se presentó a la alcaldía de Bogotá, el segundo puesto político más importante del país. No era favorito, pero ganó. Su mandato fue muy controvertido. Según los datos públicos, mejoró el acceso a la educación pública y redujo la pobreza, pero se estancó con la ejecución de muchos proyectos. La procuraduría lo destituyó cuando trató de cambiar el esquema de recolección de basuras, controlado por organizaciones criminales, de acuerdo a sus denuncias. Para defenderse, convocó marchas multitudinarias llenas de gente de los barrios más pobres. Un tribunal lo restituyó en el cargo un año más tarde, pero su imagen salió tocada. Sus críticos argumentan que es un político hecho para la oposición y no el gobierno, un líder social más que un estadista.
La caravana del candidato sigue circulando por la carretera. Supera una gasolinera, un viaducto, luego aparece otra valla de Fico. Los coches entran por un camino estrecho rodeado de casas de palma. Este es uno de los lugares más pobres de Ciénaga de Oro. El narcotráfico controla esta zona por su acceso privilegiado al mar Caribe, pero la bonanza no se ve a simple vista. Implica la operación de entender la riqueza a través de la pobreza, de ver la conexión que va de esta tierra húmeda llena de niños sin zapatos y perros callejeros a las noches de fiesta de los narcotraficantes en Miami. La gente que asiste al evento de Petro este mediodía tiene que ver más con los primeros que con los segundos.
La mesa en la que va a ejercer la tarea nada sencilla de escuchar a una horda de desconocidos durante casi dos horas está colocada en el jardín al aire libre de un restaurante. El lugar está repleto. Una parte de su equipo de seguridad llegó hace dos días para inspeccionar el sitio, cuya localización ha sido secreta hasta hace unas horas. Uno a uno, comienzan a mostrar sus inquietudes, siempre con algún circunloquio que remata con un elogio exagerado al político. Petro achina los ojos para verlos mejor. “Usted es nuestra última esperanza”, le dice una chica negra con un pelo rizado hermoso. “No se olviden de nosotros, somos personas humanas”, resalta un chico con una sola pierna. “Convierta el pueblo en la capital mundial del porro”, le propone un señor astuto que sabe cuál es su baile preferido.
El asunto ha empezado con mucha seriedad, pero deriva en folclor. A cada intervención hay murmullos, comentarios subidos de tono, chiflidos. Lo que conoce en Colombia como mamar gallo. Todo se desmadra cuando un jubilado le pide al candidato que reduzca el tiempo necesario para recibir una pensión: “Tengo 750 años de servicio”. La gente se echa a reír y el evento empieza a morir por si solo. A esas alturas, Petro está empapado en sudor.
Al acabar, en menos de 30 segundos ha cruzado una marea de gente, se ha subido a la camioneta y ya va rumbo a una finca privada para almorzar. Ha pedido que solo le acompañe un grupo reducido de colaboradores. A diferencia de otros políticos que se alimentan de la atención que les presta la gente, él viaja ensimismado en sus propios pensamientos. No se desgasta con nada externo, se ha desprovisto de todo lo accesorio.
Sus asesores creen que podría ganar en primera vuelta, para lo que necesita mayoría absoluta. Se evitaría una segunda ronda a solas con otro candidato. El riesgo es que se convierta en un referéndum sobre el propio Petro. Para evitarlo necesita recoger votos del candidato de centro, Sergio Fajardo, y de un personaje difícil de clasificar, Rodolfo Hernández, un exalcalde con un discurso antisistema. “Con coger el 30% de ellos dos quedo presidente”, augura Petro.
Antes tendrá que esquivar en el camino algunos obstáculos que se pone él mismo. Algunos de sus colaboradores, medio en broma, le piden que se esconda en un búnker hasta el día de las elecciones. Su teoría es que solo él puede perder estas elecciones. Se empeñó en llevar a Piedad Córdoba en las listas al Senado, en contra de la opinión de todos lo que le rodean. A Córdoba, una dirigente histórica de la izquierda que fue amiga personal de Hugo Chávez, se la relaciona ahora con Álex Saab, el presunto testaferro de Maduro. Hace poco, su hermano fue detenido por la DEA por dos agentes encubiertos que se llegaron a presentar en un evento de Petro para conocerle. “Y quedó en el ambiente de que buscaban eran entramparme a mí”, sospecha. Decidió pedírle públicamente a Córdoba que no hiciera campaña por él, pero no hay ninguna duda de que todos los escándalos que le afecten a ella en las próximas tres semanas vendrán con copia a Petro.
El calor le ha agotado y al llegar a la finca se derrumba en una silla bajo una palapa que tiene ventiladores de aspas en el techo que funcionan a todo trapo. Le acercan una cerveza y trozos de queso. Para almorzar hay un pescado a la brasa. Petro se pone a explicar a los que no lo saben qué es el porro, un baile en pareja que le chifla. El dueño de la finca trae un altavoz para reproducir en alto este ritmo cadencioso. Por un momento da la sensación de que se va a poner a bailar, pero opta por la vía conservadora: la siesta.
Duerme dos horas en una habitación que le han preparado en la hacienda. En ese tiempo de descanso su equipo y los dueños de la casa, que le apoyaron hace cuatro años cuando quedó en segundo lugar, detrás del presidente Iván Duque, coinciden en que ha llegado su momento. En la anterior campaña siempre fue en las encuestas por detrás de Duque. Este llegó lanzado por los millones de personas que votaron no al acuerdo de paz de Santos, que en cambio sí defendió él. El tablero ha dado ahora un vuelco. Duque es un presidente inmensamente impopular por la gestión de las protestas que paralizaron el país el año pasado y Petro ha recogido parte de ese descontento, quién sabe si el suficiente para llegar al poder. Y por no haberse esforzado en implementar el acuerdo de paz, algo que Petro asegura que hará.
Benedetti mira su reloj y al ver que es tarde hace aspavientos para que alguien despierte a Petro, que ha empezado a desperezarse. Somnoliento, sin camiseta, se toma un café, se lava los dientes y pone rumbo al lugar donde se siente poderoso, donde ha encontrado la luz cuando lucía derrotado: la tarima.
Petro creció escuchando a su madre hablar de Jorge Eliécer Gaitán, el líder de izquierdas que con su verbo encendido se ganó el corazón de los colombianos. Su asesinato en 1948 provocó una revuelta que llevó a que conservadores y liberales se mataran a machete por todo el país. De adulto, se impresionó con la oratoria de dos miembros del M-19, Andrés Almarales y Joaquín Jacquin. Le gustaba su improvisación y que llenaran el discurso de figuras poéticas. Es seguidor de esa escuela y marca tanto el estilo que a veces parece un pastor evangélico, como esta tarde en la plaza de Montería, junto al río Sinú:
—¿A quién pertenece la idea original del perdón? ¿A Satanás?
No, le responde la gente en coro.
—¿A Jesús?
Sí, le contestan de nuevo, como un juego infantil.
—¿Entonces por qué en Bogotá satanizaron la palabra perdón? ¿Porque la pronunciaba Petro? ¿Porque Petro les parece demasiado del campo, demasiado hijo de campesinos?
Su preocupación por los pobres viene del cristianismo y no del marxismo, de ahí estos saltos en el guion. Hace rato que tiene al público en el bolsillo. Sus asesores, en cambio, deben estar con las manos en la cabeza. Estos días le aconsejan que, como va ganando, se exponga lo menos posible, minimice riesgos. En el lenguaje del tenis, que lance las bolas al centro de la pista. Sin embargo, tiene una personalidad muy fuerte y no va a dejar de hablar de algo porque el resto del mundo se lo diga.
Eso le mete en problemas. Al inicio de la campaña su hermano se reunió en una cárcel con varios políticos corruptos por su trabajo en una comisión de derechos humanos. La prensa y después Fico quiso saber si había ofrecido en nombre de Petro rebajas de pena. Los hermanos lo negaron con vehemencia, y Petro además se puso a estupendo y metió de por medio el perdón social, una idea del filósofo francés Derrida. Nadie entendía nada, los profesores universitarios se pusieron a revisar sus bibliotecas en busca de una explicación. Petro es propenso a conceptualizar y a menudo introduce explicaciones rematadas con coletillas del tipo como a mí me gusta llamar o lo que yo denomino, seguido de una idea simple de conocimiento universal.
Dentro de unas horas, en el avión, de vuelta a Bogotá, con las luces apagadas, Benedetti le dirá: “Marica, le dije que no volviera a sacar esa vaina”.
Pero para eso todavía falta un rato. Ahora está elevado en una plataforma, sobre un océano de cabezas. La noche se ha echado encima. Se le ha roto la voz. Enfatiza el final de las frases, retuerce la cintura, le dan pequeños espasmos.
—Si algún día no estoy aquí...
El público enloquece porque sabe a lo que se refiere. No es ningún secreto. De nuevo, la idea de la muerte prematura, el asesinato político, los cuentos de su madre, la profecía del final abrupto y violento.
Hace un esfuerzo por levantar la voz y hacerse oír entre el griterío:
—...que echen mis cenizas al río Sinú. Él me llevará hasta el mar.
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