Prensa, poder y política, ¿una relación imposible?
Si los periodistas son como una manada de leones —siempre hambrientos— entonces la clave es ofrecerles información de calidad, creíble y oportuna, es decir, alimentar bien a la bestia
Entre 1988 y 1992 trabajé en la administración de Carlos Salinas de Gortari como director general de Comunicación Social y vocero de la Presidencia. En septiembre de 1988, Salinas, entonces presidente electo, me citó para conversar. Me dijo que, en ese momento, dada la coyuntura tan compleja y polémica en que había transcurrido la campaña y la elección y lo difícil que sería el arranque, necesitaba montar un aparato potente de comunicación y diseñar una política eficaz que ayudara a la consolidación inicial de su presidencia, y me pedía encargarme de ejecutar esa estrategia. Aunque no era la p...
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Entre 1988 y 1992 trabajé en la administración de Carlos Salinas de Gortari como director general de Comunicación Social y vocero de la Presidencia. En septiembre de 1988, Salinas, entonces presidente electo, me citó para conversar. Me dijo que, en ese momento, dada la coyuntura tan compleja y polémica en que había transcurrido la campaña y la elección y lo difícil que sería el arranque, necesitaba montar un aparato potente de comunicación y diseñar una política eficaz que ayudara a la consolidación inicial de su presidencia, y me pedía encargarme de ejecutar esa estrategia. Aunque no era la posición que más me entusiasmaba, acepté con una mezcla de curiosidad y osadía. Tenía 31 años y en política, siendo prácticos, a esa edad las opciones cuentan más que las obsesiones.
Como ya presentía que los vientos corrían hacia ese rumbo y estaba preparado –o, más propiamente, resignado-, le describí a grandes rasgos lo que sugería hacer y le pedí fortalecer la oficina de comunicación presidencial para que funcionara como una genuina coordinación de todo el Gobierno federal y que para ello requeríamos básicamente su respaldo político, lo que otorgó a cabalidad. Mi argumento era que en otros tiempos, pero en especial en la administración saliente, la dispersión en el diseño, la formulación y la ejecución de la comunicación había sido errática, como lo ejemplificó la crisis del temblor de 1985, y si queríamos evitarlo era indispensable centralizar la dirección, tratar de que el aparato operara como un continente más que como un archipiélago, hacer que los responsables del área en el conjunto del gobierno -muchos de ellos con un colmillo más afilado y retorcido que el mío- tocaran como una orquesta, y maximizar la coherencia y el impacto de acciones y mensajes. Este diseño incluía, y el presidente electo accedió, que los medios y agencias del Estado que formaban parte de la estructura orgánica de Gobernación pasaran a depender funcionalmente -es decir: de hecho- de la Presidencia, lo cual no solo afinaría su sinergia sino que evitaba el manejo desleal, faccioso y tramposo con que se condujeron desde esta secretaría en el sexenio previo.
Hay que admitir que el éxito de una política así depende principalmente de que el gobernante facilite las cosas y, mejor aún, que sepa analizar y procesar información, y tenga las habilidades comunicacionales, la capacidad argumentativa y la disposición, paciencia y disciplina para instrumentarla de acuerdo con un mapa de navegación. El presidente reunía esas cualidades y tenía un olfato formidable para la comunicación. La otra parte de la ecuación fue, por supuesto, que el modelo de medios era entonces diametralmente distinto al del siglo XXI. Las tecnologías de la información no existían con los actuales niveles de sofisticación, ni las redes sociales (esquizofrenia incluida), ni nuevas cohortes de periodistas mejor preparados, y la interacción con todo ese mundo era en buena medida expresión de un sistema tradicional sostenido en una combinación de factores e intereses muy variados entre los gobiernos en turno y los medios.
En este sentido, en mi observación de esos años, esos medios –o en concreto, sus dueños-, con excepciones apreciables, eran parte de una cultura prevaleciente y, como tales, algunos se servían de sus empresas de comunicación (o las creaban) para defender y ampliar sus intereses, principalmente económicos, en diversos sectores, varios de ellos regulados o dependientes del Gobierno, pero también había otros, sin andadura empresarial, que también los usaban para hacerle sentir al Gobierno una suerte de superioridad moral o alardear de cierto puritanismo. Como entre gitanos no se leen las manos, todos sabían las reglas del juego y se trabajaba sobre esa base. La situación ha cambiado, desde luego, pero no parece que demasiado.
Con ese enfoque, la arquitectura de la comunicación se organizó sobre pilares más o menos sencillos: claridad de los mensajes centrales; transmitirlos bien y oportunamente a los públicos relevantes; reunir a un equipo lo más experimentado posible de jefes de comunicación en cada dependencia relevante del Gobierno; articular una relación eficiente tanto con los editores y redactores como con los propietarios de los medios; mantener una buena coordinación y disciplina de todas las agencias estatales vinculadas con la comunicación, y ganar confianza y credibilidad. Medidos contra esas finalidades, los resultados fueron más que aceptables: en sus primeros treinta meses de gobierno, la aprobación promedio de Salinas se mantuvo en el orden del 72% y en las elecciones legislativas de agosto de 1991, primeras que organizó el recién nacido Instituto Federal Electoral, el partido en el Gobierno levantó el 61,43% de la votación, lo que le dio, por sí solo, 320 diputados federales.
Pues bien, la relación entre medios y gobiernos o cualquier otro actor bajo escrutinio público, en cualquier país, jamás va a ser, por definición, estable, generosa o tersa porque su mecanismo mental, su visión e intereses -de sí mismos y de la misión que le corresponde hacer a cada cual- no solo son distintos sino contrapuestos. El desencuentro -como le ha llamado el director de este diario hace poco en un congreso mundial de juristas-, parece estar en el código genético de esa relación. Y esto no supone emitir un juicio de valor porque las tareas que ambos desarrollan son de la mayor importancia para una vida pública saludable, sino reconocer esa constelación tal como es. En otras palabras, encargarse de la comunicación presidencial o, más bien, hacer que ésta sirva en diversos grados para lograr objetivos determinados, pasa por identificar adecuadamente los protocolos de funcionamiento del ser y obtener algunos resultados, en lugar de amargarse la vida buscando un deber ser que no existe y persiguiendo metas improbables. “Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible”, diría con su filosofía inigualable Rafael Guerra, Guerrita, el torero cordobés.
Lo que no deja de sorprender es que, en una era mucho más mediática, esto es, donde la única prioridad, incluso obsesión, de los actores políticos son los medios, las redes o cualquier otra plataforma para llegarle al público, y cuando se supone que ya debieran estar más que entrenados y con la piel muy curtida, no hayan logrado tratar eficazmente con esos medios tal y como son. En numerosos países de casi todos los continentes pareciera que mientras más visibilidad alcanzan y más reconocimiento esperan sus gobernantes, más padecen con lo que se publica en la prensa y además lo externan urbi et orbi, lo que es peor. Es decir, omiten el arreglo tácito de algunas parejas: te puedo tolerar una infidelidad mientras no la exhibas ante todos. Esta ofuscación es incluso contraproducente porque, por un lado, para los grandes medios las quejas son una inyección de adrenalina, y, por otro, crea anticuerpos para lograr, algún día, una relación cordial y hasta productiva. Más aún: parece haber un problema de cálculo en la expectativa de que, sin mover un dedo, va a haber buena cobertura. Se olvida que la relación entre la prensa, la política y el poder no es un arreglo salvífico ni un juego normado por valores éticos o morales abstractos, aunque los participantes, de uno y otro lado, puedan tenerlos y muchos los tienen, o por acuerdos expresos que se respetan a lo largo de todo el partido. Tampoco es una zona que dependa de los afectos personales -si bien en algunos episodios aceitan el entendimiento- entre otras razones porque, como advertía Ben Bradlee, el histórico editor de The Washington Post, la amistad entre periodistas y funcionarios es un “pacto con el diablo”. Ni mucho menos una actividad donde la evaluación sea binaria y se reduzca a calificar las notas como ataques o elogios, buenas o malas, porque estas no existen; en todo caso, eso lo interpretarán los lectores. Lo que sí hay, desde la perspectiva de un Gobierno, de un político o de un magnate, son informaciones y opiniones que placen porque favorecen o enojan porque critican. Verlo de otro modo es, sencillamente, una ilusión óptica.
En sus memorias, Jody Powell, encargado de prensa de la Casa Blanca con Jimmy Carter, lamentaba con frustración que la prensa nunca se ha caracterizado “por apegarse a reglas de evidencia particularmente estrictas o a un juego limpio cuando se trata de historias escandalosas de los niveles altos. Uno es culpable hasta que demuestra su inocencia”. En el planeta ideal esto debiera ser diferente, pero en la cruda realidad -que siempre impera sobre lo conceptual, según Ortega- así opera porque esa relación es sui géneris, tiene su propia dinámica y expresa las imperfecciones naturales de la condición humana, y, más aún, de la política. La ocupación de los medios es ver en qué momento pescan al político en un tropiezo, un error o una mentira. Esa es la lógica de su trabajo. La primera condición de eficacia, por tanto, es funcionar bajo la aceptación de que son dos terrenos diferentes, que entre ambos hay una adversidad natural y una tensión permanente. Implica, por consecuencia, captar con adecuada precisión dónde están la zona gris y los matices entre ambas lógicas para actuar entre ellas, pues es en dónde la comunicación puede ser efectiva para cualquier Gobierno. Así funciona y al que no le gusten los fantasmas, que no salga de noche.
En condiciones de democratización, libertad y transparencia la máxima información constituye el orden natural de las cosas. Si los periodistas son como una manada de leones -siempre hambrientos- entonces la clave es ofrecerles información de calidad, creíble y oportuna, es decir, alimentar bien a la bestia. No se trata de un cuadrilátero donde todos son cómplices o enemigos, sino de construir una relación madura, tolerante y profesional. George Bush padre, por ejemplo, siempre se sintió decepcionado por la forma como lo trataban los diarios, a pesar de que los cortejaba y les prodigaba un trato personal. Su secretario de prensa contó alguna vez que siempre advirtió al presidente sobre los riesgos de mezclar amistad y periodismo: “trátelos como profesionales –le aconsejó- y serán sus amigos. Pero trátelos como amigos y ellos lo traicionarán siempre”. Esta es, por cierto, una lección vigente.
Finalmente, llevar la comunicación presidencial es una tarea en la que se vive permanentemente en tensión, bajo múltiples presiones, que entre otras cosas requiere confianza, apoyo, nervios y, lo más importante, creer en lo que se hace. Exige razonar, convencer, argumentar, persuadir y seducir incluso. Es una lucha constante de habilidades y astucias, muy divertida y compleja a la vez, e intensamente personal. Pero lo decisivo es trabajar para un Gobierno que funcione y entrega resultados tangibles. De lo contrario, esa comunicación seguirá siendo un problema, sus encargados los chivos expiatorios, y esa relación…imposible.
Otto Granados fue director general de Comunicación Social de la Presidencia de México (1988-92).
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