Cuando llueve en CDMX
Esta inmensa macrópolis se baña en verano para fingir que despierta en primaveras constantes incluso en invierno
Cuando llueve en CDMX parece volver al pasado y llamarse de nuevo México a secas, toda piel morena brilla como horneada y la cabellera negra se alacia grasienta en la testa del panbolista de barrio, la musa de azotea, la enfermera que llega tarde a la fila de la Micro y el ciclista que intenta entregar una pila de pilas en bicicleta con todos los colores en los rayos de su bicla. Cuando llueve en CDMX parece que suda la Diana hasta las nalgotas y la columna incólume confirma que sobre ella vuela una Ángela, quizá travestida para celebración de su orgullosa independencia.
Cuando llueve e...
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Cuando llueve en CDMX parece volver al pasado y llamarse de nuevo México a secas, toda piel morena brilla como horneada y la cabellera negra se alacia grasienta en la testa del panbolista de barrio, la musa de azotea, la enfermera que llega tarde a la fila de la Micro y el ciclista que intenta entregar una pila de pilas en bicicleta con todos los colores en los rayos de su bicla. Cuando llueve en CDMX parece que suda la Diana hasta las nalgotas y la columna incólume confirma que sobre ella vuela una Ángela, quizá travestida para celebración de su orgullosa independencia.
Cuando llueve en el Valle de Anáhuac se ven de lejos las cortinas como telones de lino gris que exprimen la nata chocolatosa que se acumula en las mañanas y en las faldas de los cerros se eleva un ligero vaho de frío intemporal, chamarra de cuadritos con cuello de falsa borrega hecho con algodón embolado y en bajo un techo pintado de turquesa, un mecánico automotriz se cubre hasta el cogote con una cobija que pinta la cara inexplicable de un león africano.
De madrugada, los rayos y trueno sobre México son eco telúrico de los temblores de tierra y todo sonámbulo evoca los derrumbes de toda una vida: el beso intacto sobre el camellón de Churubusco y la íntima conversación inolvidable en el vagón camionero de la serpiente roja que recorre toda la espina dorsal de eso que llamamos Insurgentes. Desde una azotea convertida en jardín de girasoles se vislumbra a lo lejos una cortina eléctrica de rayos que parecen invadir los alrededores del Cerro de la Estrella y a lo lejos, el Ajusco es una sombra gigantesca donde antiguamente no había nada más que fajes de novios y quesadillas de huitlacoche.
Llueve en la Ciudad de México y dan ganas de llorar gotas de jacaranda para pintar las mejillas de morado, así como se va alfombrando un prado pequeño con flores de bugambilia y pájaros inquietos. Un perro callejero de color amarillo se refugia en un tendajón de suaderos y siete niños se asoman por la ventana de su confinamiento, extrañando las aulas como nunca nadie se había imaginado que ocurriría por los pasillos de las multiplicadas librerías de una ciudad que dicen que no lee.
Cuando llueve en CDMX se tararean las baladas de un tiempo sin electrónicas y guitarras con calcomanías al filo de los antiguos tranvías que parecía girar en glorietas de palmeras inmensas al ritmo de una taquicardia de nostalgias que baña de llanto el telón de no pocas biografías como remanente y recuerdo de un ánimo entrañable, un cariño parecido a la palabra hogar o nido, para que los que se han ido de este paisaje vuelvan convencidos de que nada ha cambiado, ni una sola calle ni un solo fantasma, en esta inmensa macrópolis que se baña en verano para fingir que despierta en primaveras constantes… incluso en invierno.
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