La canija realidad

Tanto en la selección de candidatos como en sus procesos de vida interna, Morena no se ha comportado muy distinto a los otros partidos políticos

Félix Salgado Macedonio y Mario Delgado (derecha) protestan afuera del Tribunal Electoral en Ciudad de México, este miércoles.REDES SOCIALES

Hay pocas dudas de la austeridad del presidente Andrés Manuel López Obrador o de su cruzada a favor de una renovación moral de la sociedad. Este miércoles, durante su conferencia de prensa matutina lo dijo categóricamente: más importante que las leyes (contra la corrupción) es modificar los valores de la sociedad, solo eso puede cambiar la injusticia y la violencia. De allí también su insistencia en una cartilla moral o su crítica obsesiva a la crisis de valores que a su juicio desencadenó el mo...

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Hay pocas dudas de la austeridad del presidente Andrés Manuel López Obrador o de su cruzada a favor de una renovación moral de la sociedad. Este miércoles, durante su conferencia de prensa matutina lo dijo categóricamente: más importante que las leyes (contra la corrupción) es modificar los valores de la sociedad, solo eso puede cambiar la injusticia y la violencia. De allí también su insistencia en una cartilla moral o su crítica obsesiva a la crisis de valores que a su juicio desencadenó el modelo neoliberal. Solo revirtiendo estos valores para regresar a una solidaridad y a una honestidad prístina podemos construir un país diferente.

El problema para estas convicciones es la canija realidad. En el afán de edificar una nueva sociedad, la necesidad de una revolución ética compite con una urgencia más inmediata y pedestre: asegurar los recursos políticos para estar en condiciones de garantizar un cambio de régimen. En plata pura esto significa ampliar el poder político. Y ambas necesidades rara vez dan por resultado un buen maridaje. La llamada “real politik” suele estar reñida con la dignidad o el honor.

Como le ha sucedido a tantas cruzadas morales en la historia, la 4T está encontrando que la sagrada búsqueda de estos fines obliga a tomar medidas que, en la práctica, terminan comprometiendo o sacrificando tan caros ideales.

Las elecciones del próximo verano y las campañas electorales a las que ha dado lugar ejemplifican cabalmente esa contradicción. López Obrador entiende que su movimiento (Morena y partidos aliados) debe conquistar la mayoría calificada en las cámaras para poder concretar cambios sustantivos en la Constitución. También está obligado a obtener la mayoría en 17 entidades federativas para validar tales cambios. Solo así puede garantizar la edificación jurídica e institucional capaz de consolidar el ansiado nuevo régimen. Pero para hacerlo sabe que debe ganar a toda costa; y justamente es allí donde la puerca tuerce el rabo, para ponerlo en los términos coloquiales que le gustan al presidente.

Tanto en la selección de candidatos como en sus procesos de vida interna, Morena no se ha comportado muy distinto a los otros partidos políticos, tantas veces acusados por sus prácticas inmorales. Si bien es cierto que, presionado por el presidente, aceptó regresar un porcentaje de las altas prerrogativas que los partidos han recibido, ha sido el instituto político con más escándalos en el último año. Sus elecciones internas se convirtieron en un despliegue de mutuos reclamos de ilegalidad, abusos y malas prácticas. En materia de construcción de una república fincada en valores, al menos por lo que toca a sus procesos internos, Morena no parece haber dado un salto hacia adelante sino atrás.

Y en el tema de selección de candidatos quizá no haya sido el peor de los partidos, porque alguno de sus aliados lo supera, pero la elección no parece haber tenido nada que ver con la ética y sí con las posibilidades de triunfo a cualquier costo. Lejos de hacer una propuesta basada en la promoción del nuevo hombre o la nueva mujer, acorde con el discurso humanista de su líder, ha optado por aquellos que le ofrezcan algún rédito inmediato. Nada distinto a lo que hace el PRI, el PAN o el PRD, pero quizá con una agravante adicional: en los otros partidos la definición deriva de un dedazo conspicuo y abierto por parte de los dirigentes, aun cuando se recurra a una figura institucional (el consejo o el comité central). En Morena, en cambio, se echa mano de algo que muchos temen sea una mera simulación: la aplicación de una encuesta de opinión entre las bases para elegir al que “el pueblo” prefiera. El problema es que el dato de quiénes entran a tales encuestas, cuál es su metodología o el desglose de sus resultados constituyen el secreto mejor guardado.

Producto de todo eso, las listas de candidatos presentadas por Morena estos días han dejado una ola de protestas entre sus propias filas y a lo largo del territorio. Militantes desplazados por miembros de la farándula por el simple hecho de ser reconocidos en redes sociales, ex priistas convertidos para la ocasión pero con alguna base clientelar que desea aprovechar el partido, coyotes políticos de oscuros antecedentes pero efectivos a la hora de movilizar el voto.

Otra vez, no es el único partido que lo está haciendo. Quizá en Morena las protestas resultan más vehementes porque sus candidaturas son más codiciadas que las de sus competidores, toda vez que el partido se mantiene a la cabeza, y por amplio margen, en los pronósticos de voto. Nadie hace un berrinche por el dudoso privilegio de hacer una campaña con escasas posibilidades de ganar.

Insisto, la conducta de Morena no es diferente a la que nos tenían acostumbrados el PRI o el PAN, pero es verdad que habríamos esperado un comportamiento distinto de un movimiento político cuyo líder sostiene que la única revolución legítima es una revolución de valores. En la práctica nadie ponía como condición a los candidatos del PRI que fueran honrados (solo que gobernaran con eficiencia y no abusaran en sus tajadas); a los del PAN hace tiempo dejamos de pretender que podían ser diferentes. Morena va a ganar posiciones bajo el viejo lema de que los medios justifican los fines, la máxima que más convicciones ha sepultado en la historia del hombre.

El caso me hace recordar a Felipe Calderón, un presidente muy distinto a AMLO, porque en efecto lo es, aunque ambos sean animales políticos de toda la vida. En una entrevista periodística realizada en Los Pinos a mitad de su sexenio le pregunté por qué razón tras su arribo al poder, por el cual había luchado tantos años, no estaba aprovechando la oportunidad para ampliar la democratización del país y desmontar el nocivo presidencialismo que tanto había criticado. Había conocido a Calderón 15 años antes y, si bien nunca coincidí con sus banderas me pareció que su obsesión por combatir al PRI y profundizar la democracia eran legítimas. Su respuesta es un portento de practicidad política, aun cuando resulte poco edificante: “para poder hacer los cambios democráticos primero tengo que fortalecer a la presidencia”. Es decir, concentrar más poder, aunque para hacerlo vaya en sentido opuesto a sus ideales.

Uno sacrificó sus convicciones democráticas, otro postergó sus prescripciones morales. Del primero ya conocemos el resultado final. El segundo todavía tiene oportunidad de intentar que sus seguidores y él mismo lleven a la práctica sus ideales.

@jorgezepedap

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