De Tlatelolco a Aguililla, la vida disidente de Alejandro Rodríguez
Un albañil de 70 años escapó por los pelos de la matanza estudiantil de 1968 en Ciudad de México. Su familia se trasladó al único lugar donde nadie lo iría a buscar: Aguilillla
Bueno para algunas cosas, el aislamiento de Aguililla salvó la vida de Alejandro Rodríguez hace ahora 53 años, cuando aún era un muchacho imberbe. Estudiante rebelde, veterano de la matanza de Tlatelolco en Ciudad de México, Rodríguez necesitaba anonimato, discreción. Aguililla le entregó varios costales. “Queríamos ser comunistas, ¡íbamos a ser todos iguales!”, dice ahora el hombre, entre divertido y resignado, camino de los 71, sentado a la sombra de un árbol en este municipio de Michoacán. Lo que iba a ser una breve etapa en su emocionan...
Bueno para algunas cosas, el aislamiento de Aguililla salvó la vida de Alejandro Rodríguez hace ahora 53 años, cuando aún era un muchacho imberbe. Estudiante rebelde, veterano de la matanza de Tlatelolco en Ciudad de México, Rodríguez necesitaba anonimato, discreción. Aguililla le entregó varios costales. “Queríamos ser comunistas, ¡íbamos a ser todos iguales!”, dice ahora el hombre, entre divertido y resignado, camino de los 71, sentado a la sombra de un árbol en este municipio de Michoacán. Lo que iba a ser una breve etapa en su emocionante trayectoria de libertario acabó por convertirse en su vida entera.
Elegante, sonriente, Rodríguez carga estos días una resortera amarilla en el cuello. Vecino del centro de Aguililla, el destino ha querido que ahora sea él quien vigile a los militares, villanos del momento en el municipio michoacano. Los pobladores acusan al Ejército de desidia ante los grupos criminales y han instalado un plantón a la puerta del cuartel. Para algunos, el objetivo es presionarlos y que actúen. Para otros, que se vayan. Rodríguez no acaba de definir su postura. Solo quiere que la carretera de Aguililla a Apatzingan, escaparate de la estrategia de los grupos delictivos, que la cierran y abren a su antojo, permanezca abierta.
La resortera es el arma de moda en Aguililla. Esta semana, decenas de vecinos de la cabecera municipal y los alrededores traían la suya, al cuello o en la bolsa, esperando el toque de corneta, listos para una nueva batalla a pedradas. Desde finales de junio, los vecinos hostigan así a la guarnición, como en un tebeo de Asterix y Obelix en el que los roles están por definir. En circunstancias normales, los galos irreductibles serían los vecinos y los romanos, los militares. Pero resulta que son los segundos quienes viven encerrados en su aldea-cuartel, rodeados de vecinos-romanos con ganas de hincarles el diente.
Rodríguez nunca se fue de Aguililla. Primero se quedó para que los militares no le encontraran, luego porque se enamoró y se casó. Después, porque nacieron sus hijos y, finalmente, porque se hizo un nombre como albañil, además de cocinero de birria y carnitas. Hasta hace un par de años, cuando el crimen hizo de Aguililla su campo de batalla, Rodríguez fue un hombre feliz. “Aquí nadie me buscó, esto siempre ha estado abandonado de la mano de Dios”, cuenta sin una gota de ironía.
El tirapiedras le da un aire juvenil a Rodríguez. Quizá consciente de ello, alborotado como sus vecinos por la guerra de las piedras, sus años estudiantiles afloran en la memoria con una emoción genuina. “Teníamos tomada la escuela, la prevocacional a la que iba allá en Tuxtla”, explica. Hijo de un ingeniero civil, él, su madre y sus hermanos se trasladaron a la capital de Chiapas cuando estaba por iniciar la secundaria, a principios de la década de 1960. El comunismo prendía en México y él, adolescente, se enamoró perdidamente de una serie de ideas que ahora resultan difíciles de concretar. “Bien bonito que hablaban los líderes de la sociedad de alumnos”, cuenta.
No recuerda exactamente cuándo estalló la huelga en su escuela, pero para septiembre de 1968 ya hacía tiempo que él y sus compañeros tenían tomado el plantel. Supieron de una gran marcha que se estaba organizando en Ciudad de México para el 2 de octubre y se les hizo fácil requisar el autobús escolar, unos cuantos litros de diésel y tomar la carretera hasta la capital. Llegaron por el oriente, a Iztapalapa, donde ya entonces funcionaba la cárcel de mujeres. Y de allí caminaron hasta la plaza de las Tres Culturas.
“En la tardecita empezamos a ver soldados, pero nosotros éramos muchos, ¡qué miedo íbamos a tener!”, recuerda Rodríguez. Es difícil recordar aquella tarde en Tlatelolco porque a fuerza obligaría a destripar una emoción, ver su mecanismo. En los ojos del veterano aparecen, fugaces, imágenes de todo aquello, una juventud añorada, querida. También maldita. Pero son eso, destellos en las pupilas y un silencio que de repente interrumpe: “Fue entonces cuando empezaron los putazos”.
El hombre evoca las horas siguientes de carrerilla. “Tiraban ráfagas y nosotros empezamos a correr, saltando muertos. Se escuchaba a los granaderos golpeando el escudo contra el suelo y el tolete contra el escudo”, dice. Aficionado al maratón, Rodríguez corrió de vuelta hasta la cárcel de mujeres en Iztapalapa, más de 20 kilómetros. “Suerte que yo ya había corrido dos maratones en Tuxtla”, señala. Sus compañeros no podrían decir lo mismo. Al menos no todos. De los 48 que habían viajado de Chiapas solo llegaron 15. Asustados, a las 22.30 de la noche ordenaron al chofer que emprendiese el camino de vuelta. “Si vieras que calladitos estábamos”, ríe.
La huelga en la escuela acabó cuando el autobús estacionó de vuelta en Tuxtla el 4 de octubre. Rodríguez fue a casa a bañarse. Limpio y peinado, agarró sus libros y fue a clase, como si todos los meses de huelga no hubieran existido. “Pero mientras estaba en la escuela llegaron los militares a mi casa”, recuerda. “Cuando volví ese día, mi padre me dijo: ‘A ver, ven’. Cuando mi padre decía eso de ‘a ver ven’, yo sabía que tenía que contarle todo”.
No había tiempo que perder. Los militares habían prometido volver por la tarde para hablar con él. Antes le habían preguntado a su padre si no había estado en la marcha de Tlatelolco. Él les había dicho que no, que el niño nada más había participado en la huelga de la escuela, “cuidando”, pero de irse a México nada. Al día siguiente, su padre, asalariado de la Secretaría de Obras Públicas, pidió el traslado. Y su jefe pensó en el lugar más perdido del país. Ese era Aguililla.
Amenaza lluvia en el pueblo michoacano y la historia de Rodríguez fluye como río bravo. Hablar de aquellos días es acceder a temporalidades extintas. No hay duda de que aquellas semanas de octubre de hace cinco décadas valen por treinta años en la vida de cualquiera. Aunque no se trata del valor, sino del espacio que ocupan imágenes tan grandes que resisten la introversión más exigente. No por nada, Rodríguez recuerda perfectamente el nombre del árbol en el que se escondió durante un par de días, mientras sus padres preparaban la mudanza. “El nucú, un nucú que teníamos en el corral. Uno que soltaba bolitas pegajosas, con las hojas rasposas. Las muchachas las usan para limarse las uñas”, dice, ensimismado, como si viera las ramas.
Rodríguez hizo el viaje a Aguililla disfrazado de trabajador de una empresa de mudanzas. “Mis padres se fueron por su lado, para no darles problemas. Y el jefe de la mudanza me pidió mis credenciales y las rompió. Me dijo, ‘si preguntan, no sabes leer’. Y así salimos”. Cruzaron varios retenes, pero el disfraz dio el pego y llegaron a Aguililla sin demasiados sobresaltos. Entonces, la carretera era de tierra, pero al menos podían circular sin preocuparse de los retenes de los grupos criminales. Una vez instalados alí, Rodríguez entró a trabajar con su padre, cuya labor consistió durante años en dar mantenimiento a la pista de tierra que comunicaba, ya entonces, Aguililla con Apatzingán. El resto es historia. Se casó, tuvo hijos, adoptó a una niña, aprendió a cocinar carnitas con su suegra, se olvidó del comunismo, centró su vida en salir adelante.
Como un acordeón, los años que han pasado desde entonces se pliegan unos sobre otros. Rodríguez rescata titulares de los hechos importantes. Su mujer murió hace ya unos años y ahora sus hijos han crecido. Uno está en la frontera, la niña y su pareja pidieron y consiguieron refugio en Estados Unidos. Solo uno se quedó en Aguililla, un hijo que le ha hecho abuelo. “Si no fuera por el nietecito ya me hubiera marchado”, cuenta. “¿Qué iba a estar yo haciendo aquí más que estar recordando?”.
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