Fernando Rodríguez Miaja: 103 años de memoria de la República española y el exilio mexicano
El último oficial de la Junta de Defensa de Madrid, secretario del general Miaja, muere en Ciudad de México, que lo acogió desde los 22 años
El ingeniero Fernando Rodríguez Miaja quería que en su funeral se contara un chiste que a él le divertía, un chiste picante de una pareja de novios. De haber podido lo habría contado él mismo, lúcido como se despidió de la vida a sus 103 años, apenas dos días después de haberle pedido a su hija que le encargara una buena fabada asturiana. También dejó dicho que quería ver publicada su esquela en los periódicos antes de morirse. Estas cosas no tienen gracia cuando uno ya es solo cenizas, pero la familia ha querido reservarse un poco de humor en ese trance, se lo debían a un hombre que no dejó d...
El ingeniero Fernando Rodríguez Miaja quería que en su funeral se contara un chiste que a él le divertía, un chiste picante de una pareja de novios. De haber podido lo habría contado él mismo, lúcido como se despidió de la vida a sus 103 años, apenas dos días después de haberle pedido a su hija que le encargara una buena fabada asturiana. También dejó dicho que quería ver publicada su esquela en los periódicos antes de morirse. Estas cosas no tienen gracia cuando uno ya es solo cenizas, pero la familia ha querido reservarse un poco de humor en ese trance, se lo debían a un hombre que no dejó de reírse nunca, ni siquiera cuando las bombas destruían Madrid al final de la Guerra Civil y Fernando jugaba a despistarlas con un amigo: “Crucemos corriendo a otra calle, que nos da tiempo antes de que caiga la siguiente”. El teniente ingeniero Rodríguez Miaja, decano de los exiliados españoles en México y probablemente el último oficial de la Junta de Defensa de Madrid, murió el pasado viernes en la capital de la que fue su patria desde los 22 años. Su nieto contó el chiste de la pareja de novios.
A sus dos apellidos, el joven Fernando, nacido en Oviedo, tuvo que sumar siempre una coletilla, “sobrino de José Miaja”, el general que defendió Madrid de las tropas franquistas. Al lado de aquel hombre pasó su vida entera como secretario personal y más tarde como yerno, porque se casó con Pepita, su prima, una mujer refractaria a los chistes e infradotada para cualquier sentido del humor. Parece una broma. Fueron felices. De aquel matrimonio nacieron Margarita y Fernando, que este martes depositaron sus cenizas en el columbario de la iglesia de Covadonga de la capital mexicana, con unas flores republicanas: roja, amarilla y malva. La misma bandera que cubrió su féretro en el velatorio. Ahora descansa al lado del general, los dos juntos a ras del suelo, en una esquina, poniéndoselo muy difícil a quienes hoy quieran seguir las huellas de los grandes hombres y mujeres que defendieron España de aquella guerra atroz que los expulsó para siempre.
El exilio en México “formó un clan cerrado, una especie de tribu cuyos miembros eran conscientes de los inatacables valores republicanos, con una moral y una manera de ser propias, que se empeñaron en dar testimonio y ejemplo de lo que perdieron, del laicismo y la honestidad. Fernando era el prototipo de todo aquello. Educado y elegante, prudente y formal: un caballero español”. Así lo recuerda su amigo Fernando Serrano Migallón, que comía con él un día de cada mes. “Creyente sí, pero anticlerical, como buen republicano sentía repelús por las sotanas”, añade. No viajó a España ni para la muerte de su madre, quizá habría podido entrar, pero no salir, y eso le mantuvo en México para no incurrir en la traición de visitar la tierra arrasada por el dictador antes de que sus huesos se pudrieran bajo el mármol del Valle de los Caídos.
La longevidad permitió a este ingeniero ver por televisión cómo sacaban los restos de Franco, con más pena que gloria, de aquella losa eterna. Ese día brindó en el Ateneo Español de México con champán. “Nunca es tarde si la dicha es buena”, declaraba el 25 de octubre del año pasado a este periódico. Y después, otra dosis de humor: “Yo volaría el Valle de los Caídos, pero con todo ese granito… No sé qué harán con él, pero ya sabe, dos españoles, dos opiniones”. Por entonces ya le fallaba el oído y las piernas le daban lata. La memoria la mantuvo intacta. “Siempre nos han dicho que olvidemos, pero lo que están diciendo, en realidad, es que olvidemos solo nosotros. Que olviden ellos”, decía a menudo en referencia a las dos Españas. El exilio español en México y Fernando a la cabeza, se enorgullece de seguir recordando década tras década.
Madrid, 1939. Ya hay poco que hacer en la capital, más que salir huyendo de una muerte rápida o el holocausto en las cárceles franquistas. El general y su sobrino secretario parten hacia Alicante, donde se hacinan miles de republicanos frente al mar sin brújula ni destino. Fernando había sido delineante para una empresa de aviación en aquella ciudad mediterránea y, gracias a sus contactos, logró una destartalada aeronave y un amigo piloto. Solo faltaba la gasolina, pero la consiguieron y donde cabían seis volaron ocho hasta Orán. Después, a Francia. De allí, en barco, rumbo a La Habana con un pasaporte que les daba acogida en Nicaragua. Pero en Cuba recibieron una carta del presidente mexicano Lázaro Cárdenas para entrar en México. “Mi padre sacó al general Miaja de España, de no ser por él y por sus contactos no estaríamos hoy aquí”, dice su hijo, Fernando. Lamenta que el abuelo, “el general que tuvo en sus manos el destino de un país, esté enterrado en un espacio tan recóndito, en lugar del panteón español de México donde permaneció décadas. Pero también reclama para su padre un sitio en la historia que no esté a la sombra del viejo general. “Él era más que el sobrino de Miaja. Era un hombre inteligente, generoso, que sacó adelante a toda su familia, que somos todavía hoy herederos y beneficiarios de lo que él hizo”. Era el hombre que tomaba las decisiones.
Las semanas que duró el trayecto a América, Fernando iba en el barco hablando de amores con Pepita. Se casaron, y el ingeniero, andando el tiempo, fundó varias empresas dedicadas a la construcción, carreteras, ductos, urbanismo; levantó el famoso hotel Elcano en Acapulco. “Llegó a tener a su cargo hasta a 3.000 obreros religiosamente dados de alta en la Seguridad Social, todo de acuerdo con la ley, los impuestos y las cuotas, al día”, rememora este martes su hija Margarita en la iglesia de Covadonga, la virgen de los asturianos.
Fernando Rodríguez Miaja escribió varios libros, uno de ellos El final de la Guerra Civil. Al lado del general Miaja (editado por Marcial Pons), donde pone luz sobre los estertores de la contienda, cuando las izquierdas, exhaustas, se debatían entre parar o seguir batallando. Se dio entonces el golpe de Casado, apoyado, dicen algunos historiadores, por Miaja, y en negociaciones con quintacolumnistas de Franco. El general, defienden todos en la familia, jamás estuvo al lado de ese golpe contra Juan Negrín, partidario de seguir en las armas. Y lo ilustran con fotos y recuerdos de la visita de este a Negrín en Francia, como atestigua el libro citado.
El hombre que se acostumbró a los platillos mexicanos, que todo lo picante le gustaba, incluidos los chistes, pudo por fin volver a su antigua patria, muerto Franco. Viajó con su mujer. “Mamá se ponía furiosa, porque se iba parando en cada calle, en cada esquina, en cada patio de Madrid”. Trataba de ubicar la España que había vivido, pero ya era irreconocible. Aquel país en el que pasó sus días más peligrosos, los que contaba como una película de acción y aventuras, era por entonces una piltrafa nacionalcatólica, el mismo territorio atrasado, hipócrita y biempensante que sorprendió a Max Aub y lo devolvió de nuevo a su exilio en México. Siempre creyó que la democracia no cumplió con sus deberes, “que se había perdido la oportunidad de hacer las cosas bien. Un rey, para qué, decía”, recuerda su hija.
A pesar de todo, casi cada año, tras morir el dictador, viajaba a la tierra donde nació. En Madrid, comía un cocido fino en el Lardhy y otro popular en La Bola, “adoraba el cocido madrileño”, dice su amigo Serrano Migallón. (Max Aub dijo en su libro La gallina ciega, donde narra su vuelta a España, que hasta el buen cocido se había perdido en Madrid) “Como decía Savater, se olvida antes una patria que su comida”, sigue Serrano Migallón. “Las tortillas de patata, una para todos y otra para mí solo”, ordenaba Rodríguez Miaja de broma en su casa de recreo en Cuernavaca. Y al nieto que pedía un tequila antes de comer le señalaba elegante: “Un Martini con aceituna, y me das a mí la mitad”.
Fueron felices los días, los años, toda una vida en México. Jugando a tenis, asistiendo a conciertos de música clásica, leyendo el Quijote por séptima vez, montando a caballo, haciendo ingenieros a sus dos hijos con altas dosis de trigonometría. Pero nunca olvidó el dolor del exilio. “Que olviden ellos”.
Fue el socio número 1 del Ateneo Español, como demuestra su carné. Allí pasaba algunas tardes hablando de política, de historia o brindando con champán por victorias póstumas. “Tenía un enorme júbilo interior, cualquier cosa, por más seria que fuera, la trataba con humor”, dice Ernesto Casanova, el presidente del Ateneo. “No lo olvidaré en mi vida. Hablar con él era una aventura”. El Ateneo le rendirá homenaje en enero.
Reía de su muerte con el mismo humor que acorazó la vida del muchacho que tuvo que ver la lluvia de bombas y metralla que caía del cielo en las ciudades de España y sembraba cementerios entre escombros y pólvora. El humor fue la herramienta que lo aisló del horror e hizo feliz a los suyos. “Si muero en España, llévenme de vuelta a México en una caja de puros”.