El joven tras la máscara de Príncipe Aéreo
Además de una promesa de la lucha libre, Luis García Salazar era un estudiante aplicado, le gustaba pasear con su moto y veneraba a las dos mujeres de su vida, su madre y su pareja
Su muerte quedó grabada. Su adversario le dio dos golpes en el pecho y una patada, tras la cual, el Príncipe Aéreo de la lucha mexicana, se desplomó sobre la lona. Se enfrentaban Príncipe Volador, Puma de Oro, Brazo de Oro Jr. y Redimio. Era el sábado por la tarde, en la Arena San Juan Pantitlán, de Nezahualcóyotl, una localidad a pocos kilómetros de la capital. Tanto los organizadores, como los médicos, confirmaron horas más tarde del suceso que la muerte del joven se había deb...
Su muerte quedó grabada. Su adversario le dio dos golpes en el pecho y una patada, tras la cual, el Príncipe Aéreo de la lucha mexicana, se desplomó sobre la lona. Se enfrentaban Príncipe Volador, Puma de Oro, Brazo de Oro Jr. y Redimio. Era el sábado por la tarde, en la Arena San Juan Pantitlán, de Nezahualcóyotl, una localidad a pocos kilómetros de la capital. Tanto los organizadores, como los médicos, confirmaron horas más tarde del suceso que la muerte del joven se había debido a un infarto fulminante.
Tenía 23 años y se llamaba Luis Ángel Salazar. Provenía de una familia humilde de Iztacalco, una alcaldía de clase media baja de la Ciudad de México. Vivía con su madre, a la que le profesaba un amor incondicional, según fuentes cercanas al mundo de la lucha, y no estaba formalmente casado, aunque sí tenía pareja. Ambas, que podría decirse que eran las dos mujeres de su vida, estaban presentes en el momento en que Luis cayó para no volver a levantarse.
En vida, sin embargo, lo de caer y no volver a levantarse no era una de las actitudes que caracterizaban al príncipe de la lucha. Leo Riano, periodista de boxeo, lucha libre y artes marciales mixtas de Televisa, así lo confirma: “Tanto en el boxeo como en la lucha libre, lo que te saca adelante es el hambre. Era un luchador con hambre de triunfar y de demostrar de lo que era capaz”. Y añade: “Aquí en México para ser ídolo no basta solo con que se sepan hacer llaves y contrallaves, sino que tienes que tener ese toque que no todos tienen, ese carisma para que la gente te quiera”. Luis tenía “ángel” y "carisma” suficiente para hacer enloquecer al público con su espectáculo.
El mundo de la lucha se caracteriza por provocar grandes algarabías y exacerbar las bajas pasiones tanto de sus espectadores como de sus integrantes, los contendientes. Pero el espectáculo es eso, espectáculo.
Cuando el Príncipe Aéreo se quitaba la máscara y volvía a ser sencillamente Luis, todo ese furor quedaba atrás. Javier Camarín, un periodista con más de 30 años de experiencia en el mundo de la lucha, lo describe como una persona impecable: “Era agradable, sencillo, muy educado, una persona que se levantaba para saludar, siempre con afecto”. Con lo que ganaba en la lucha, se costeaba sus estudios universitarios. Algunos medios dicen que se estaba sacando la carrera de contabilidad, pero tanto Riano como Camarín afirman que hincaba los codos para ser arquitecto. En lo que todos coinciden, a fin de cuentas, es que quería salir adelante más allá del mundo de la lucha libre.
No fumaba, no bebía y era un gran deportista, más allá de eso, también le gustaban las motos. “Le gustaba pasear con la suya, como cualquier chaval adicto a la adrenalina”, explica Camarín, que estaba presente el sábado pasado, cuando el Príncipe se dejó caer de aquella manera sobre su propio peso: “Supe que algo malo pasaba”. Este periodista opina que al tratarse de un infarto, pudo ser debido a alguna dolencia anterior que hubiera pasado desapercibida.
Su carrera era muy prometedora, había trabajado en la Liga Elite, y sus combates se habían transmitido por televisión tanto en Televisa como en TV Azteca. “Empezaba a brillar”, zanja Riano. Y Camarín añade: “A los 28 ó 30 años hubiera podido ser una figura en este mundo de la lucha”.
Así era el Príncipe Luis, un joven veinteañero que empezaba a despuntar y a brillar con fuerza, familiar, agradable y generoso, y al tiempo capaz de dar un gran espectáculo cuando se ponía su máscara. El sábado, de golpe y sin previo aviso, su brillo se apagó.