Parece probable que después de un periodo de confinamiento estricto, la economía atraviese como mínimo uno, si no dos años de medidas de parón y expansión.

Para la economía mundial esto significará una recuperación muy incierta y vacilante. Al menos durante un par de años los ingresos no volverán a los niveles anteriores a la crisis. Los empleos precarios serán aún más frecuentes. A los que ya lo son tenemos que añadir aquellos cuya existencia pueda depender de las decisiones de los respectivos Gobiernos sobre qué abrir y qué cerrar. Seguramente habrá mucha gente que un mes tendrá un trabajo y un salario, y al mes siguiente, nada.

En determinados aspectos de la globalización, el repliegue será inevitable. Habrá que repensar las cadenas de valor a escala mundial creadas sobre la premisa de un mercado mundial sin suturas, cadenas que se han vuelto especialmente frágiles en un mundo en el que las personas no pueden viajar y los productos van a encontrarse cada vez con más barreras para circular entre países. No desaparecerán porque seguirá habiendo incentivos para producir bienes con menos costes en otros países. No obstante, es posible que haya que aumentar los despidos (a fin de reforzar la solidez de las cadenas) y traer de nuevo parte de la producción más cerca de casa.

A mi modo de ver, la conclusión es que no vamos a vivir en un mundo irreconocible con respecto al que un observador haya podido ver por última vez en diciembre de 2019, pero, sin lugar a dudas, será diferente. Y tenemos que prepararnos para un largo invierno económico.