TIERRA QUEMADA
“Mientras vivamos, debemos seguir soñando.
Sin embargo, también es importante recordar que, al igual que los niños,
los sueños se conciben, pero no todos nacen vivos.
Algunos se abortan. Otros nacen muertos”.1
Zaynab Alkali, The Stillborn
Con tan solo 28 años, Ajanna Oumar ya ha perdido a tres hijos. El primero murió de malnutrición cuando tenía un año durante la huida de su familia a Camerún; una niña nació sin brazos y vivió lo que dura una inspiración, y el último nació muerto. Ajanna no sabe si culpar de ello al Jinn, el demonio en la religión islámica, o a los demonios reales de carne y hueso que el 5 de mayo de 2014 arrasaron Gamboru Ngala, su ciudad natal en el estado de Borno, en el extremo nororiental de Nigeria. Más de 300 personas fueron masacradas y varios miles sufrieron las penalidades del éxodo al país vecino.
Gamboru Ngala estuvo sitiada 16 meses por el grupo yihadista Boko Haram. En estos momentos, a pesar de que el Ejército nigeriano ha recuperado oficialmente el control, el estado de alerta sigue siendo extremo debido a las incursiones nocturnas de los rebeldes que, procedentes de la vecina provincia de Marte, aún en su poder, saquean las casas.
La única manera de llegar a la ciudad es utilizando los helicópteros de la ONU, porque las carreteras están sembradas de minas. En Gamboru Ngala, la Organización Internacional para las Migraciones cuenta más de 60.000 desplazados, si bien los datos fluctúan debido a las continuas llegadas y salidas. Ellos viven en dos campamentos gestionados por ACNUR, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados, y en refugios improvisados en medio de la arena, los escombros, los esqueletos quemados de los camiones, las gasolineras voladas por los aires y la paredes blancas de las mezquitas salpicadas por los agujeros de bala de pasadas batallas.
A los muchos que volvieron tras la huida no les importa demasiado lo que se encontraron. Sus hogares habían desaparecido, reinaba la promiscuidad y abundaban los brotes de cólera. Lo importante era el reparto de comida y cabras, junto con la ilusión de seguridad.
Desde 2009, el noreste de Nigeria ha sufrido la devastación de los ataques de Boko Haram. Con el fin de crear “el reino de Dios en la Tierra”, el grupo terrorista ha reducido prácticamente a cenizas los estados nigerianos de Yobe, Adamawa y, sobre todo, Borno. En Maiduguri, capital de este último ‒un territorio con casi seis millones de habitantes, la mayoría musulmanes‒ se fundó Boko Haram en 20022.
El número de víctimas en lo que se ha convertido en una auténtica guerra civil no deja de aumentar: más de 30.000 muertos, 1,9 millones de desplazados internos y más de 200.000 refugiados en Níger, Camerún y Chad, donde Boko Haram se ha introducido cruzando la frontera y sembrando el caos en la cuenca del lago Chad.
Con un total de 7,7 millones de personas necesitadas de asistencia humanitaria, la crisis, que afecta a parte del país más poblado de África y su mayor productor de petróleo, es la más grave del continente desde la de la República Democrática del Congo.
La mujeres y los niños son los que pagan más cara la devastación. Según Unicef, 450.000 niños menores de cinco años sufren malnutrición aguda, una de las principales causas de mortalidad infantil en la zona junto con la malaria, el sarampión y las enfermedades respiratorias. Como, además, dos tercios de las instalaciones sanitarias han quedado arrasadas por el conflicto, las muertes de mujeres debidas al embarazo y el parto han aumentado de manera considerable.
Según un estudio realizado por las universidades de Maiduguri y Kano, en el estado de Borno, por cada 100.000 nacidos vivos, 1.149 madres pierden la vida. Esta cifra supera con mucho la ya elevada tasa nacional de mortalidad materna en Nigeria, que alcanza las 814 muertes por cada 100.000 nacidos vivos.
Sin embargo, hay muchas más mujeres que han dado a luz en condiciones extremas y que con frecuencia han visto morir a sus bebés. Nos hemos reunido con ellas en Gamboru Ngala y Gajiganna, una ciudad a una hora en todoterreno de la capital, Maiduguri. La accidentada carretera está salpicada de puestos de control del Ejército nigeriano levantados con sacos de arena, trozos de asfalto, neumáticos y chapas. El harmatán, el viento del Sahel, tiñe el cielo de color amarillento y satura el paisaje a lo largo de la carretera a cuyos márgenes se suceden los restos de coches quemados y los cables eléctricos arrancados.
En el estado de Borno, los partos asistidos en centros sanitarios han descendido espectacularmente desde 2009, y el Fondo de Población de Naciones Unidas calcula que alrededor de 1,7 millones de mujeres necesitan servicios obstétricos urgentes. Según Unicef, en Borno solamente un 43% de las mujeres acude al menos a una visita prenatal durante el embarazo, frente al 90% del sur de Nigeria.
A pesar de las declaraciones del presidente nigeriano Muhamadu Buhari3, Boko Haram, cuyo verdadero nombre es Grupo de la Gente de la Sunna para la Predicación Religiosa y la Yihad (“Boko Haram”, que significa “la educación occidental es blasfema”, es un apodo insultante creado por la élite musulmana para distanciarse de ellos4) está muy lejos de haber sido aniquilado.
“Está demostrado que Boko Haram es un grupo capaz de adaptarse. Creo que se tardará mucho en eliminarlo por completo. Lo que vemos es que se ha convertido en parte de una red terrorista internacional”.
Muhammad Ibn Chambas, enviado especial del Secretario General de la ONU para África y el Sahel (Mayo de 2018)
En 2015, cuando estaban en la cumbre de su poder, los terroristas controlaban casi todo el estado de Borno. Más adelante, una iniciativa militar conjunta de Nigeria, Níger y Chad consiguió expulsarlos de las principales ciudades, pero no derrotarlos. Actualmente, las tres facciones de Boko Haram (no tienen un único líder, les falta coordinación y solamente una cuenta con el apoyo del Estado Islámico5) ocupan las zonas de Marte y Abadam en Borno y se esconden en la selva de Sambisa6 y en las montañas de Mandara, en la frontera con Camerún, así como en los pantanos del lago Chad en Níger, desde donde siguen lanzando sus ataques. Las masacres ya no son tan espectaculares como la de agosto de 2011 contra la sede de la ONU en Abuya, capital de Nigeria, en la que murieron 23 personas y más de 100 resultaron heridas, o el asalto del 20 de enero de 2012 a una comisaría de policía en Kano, que dejó 190 víctimas.
Actualmente, los coches bomba se han sustituido en gran parte por mujeres y niños utilizados como suicidas en los mercados y las mezquitas. En 2017 se registraron 150 atentados (frente a los 127 del año anterior), 59 de los cuales fueron perpetrados por individuos armados con cinturones explosivos, con un total de casi 1.000 muertos solo en ese año.
En el estado de Borno, castigado desde antes del conflicto por la pobreza generalizada y la inestabilidad estructural, el Gobierno local calcula que los daños causados a las instalaciones sanitarias ascienden al equivalente a 147 millones de dólares. Asimismo, el 35% de los médicos y las enfermeras han huido a otros lugares.
Halima Haruna Yusuf no huyó. Esta médica de 29 años abandonó Maiduguri, su ciudad natal, para trabajar en la devastada Gamboru Ngala. A las cinco de la tarde, cuando empieza el toque de queda, hasta la mañana siguiente, la población se convierte en una ciudad fantasma.
Cuando era pequeña, Halima soñaba con convertirse en piloto de avión, pero luego descubrió que sufría de vértigo y decidió estudiar Medicina en la Universidad de Maiduguri. Actualmente trabaja en el centro médico dirigido por la ONG italiana Intersos en Gamboru Ngala, envuelto en tormentas de arena y a temperaturas próximas a los 50 grados. “Quería entender lo que estaba pasando realmente en las zonas lejanas”, explica, “y puse mi profesión al servicio de esta crisis que parece volver a empezar de nuevo cada día”.
Los secuestros son la marca de la casa en la estrategia de Boko Haram. Constituyen el método más eficaz para pedir a cambio rescates o la liberación de prisioneros del grupo terrorista. También son una manera de reclutar nuevos miembros al obligar a los hombres a combatir y a las mujeres a convertirse en siervas o esclavas sexuales de los rebeldes.
De hecho, el mundo desconocía la existencia de los terroristas nigerianos hasta 2014, cuando, en la noche del 14 al 15 de abril, fueron secuestradas 276 alumnas de un colegio de Chibok7, en el estado de Borno. A pesar de la movilización internacional a través de la campaña Bring Back Our Girls (Devolvednos a nuestras niñas), 112 jóvenes siguen en poder de Boko Haram8. Es el caso de Leah Sharibu, de 15 años, la única de las 110 estudiantes secuestradas el 19 de febrero de 2018 en Dapchi, en el estado de Yobe, cuya suerte aún se desconoce.
Según Unicef, desde 2013, más de 1.000 menores de ambos sexos han sido secuestrados por Boko Haram.
“Parece que las autoridades no han aprendido la lección del secuestro de las niñas del colegio de Chibok y no hacen nada para proteger a la población civil del noreste de Nigeria, y en especial a las estudiantes”.
Osai Ojigho, directora de Amnistía Internacional Nigeria
Sin embargo, también ha habido mujeres que se han unido voluntariamente al grupo yihadista en busca de ventajas materiales, ante todo la posibilidad de estudiar, aunque sea en las escuelas coránicas fundamentalistas. Es la tesis que sostiene Hilary Matfess, investigadora de la universidad estadounidense de Yale en su libro Women and the War on Boko Haram (Las mujeres y la guerra contra Boko Haram), que también hace referencia a las niñas casadas con miembros de la organización terrorista a cambio de dinero. Al parecer, el grupo paga la dote directamente a la novia y no a su familia, como es la costumbre tradicional en el noreste de Nigeria.
Asimismo, hay quien habla de la purdah, “el aislamiento de la esposa”, por la cual las mujeres se ocupan del cuidado de la casa y de los niños y quedan exentas de las agotadoras tareas del campo y la recogida de leña.
“Las mujeres desempeñan toda una serie de funciones en la insurgencia. Participan activamente en los combates, contribuyen a reclutar nuevos miembros, ayudan a otras mujeres y niñas a entablar relaciones en el grupo, preparan bombas y actúan como terroristas suicidas”.
Hilary Matfess, Universidad de Yale
Las historias de Kellu y Fanny son diferentes. Se encuentran en Bama, a 20 minutos en helicóptero de Maiduguri. Allí se repite el escenario de ruina y escombros, con unos 18.000 desplazados en el único e infinito campamento de tiendas blancas para los refugiados. Amnistía Internacional ha registrado en Bama los casos más graves de maltrato cometido por el Ejército nigeriano contra los desplazados, así como terribles actos de violencia contra las mujeres.
Kellu y Fanny fueron esclavas de Boko Haram. Los rebeldes las secuestraron cuando intentaban huir con sus familias. Hyelakimi Balami, obstetra y enfermera de la clínica dirigida por la ONG Intersos en el campamento GSSS, cuida de su salud, así como de la de muchas otras jóvenes que intentan curarse de las mismas heridas. “Aquí la mayoría de las mujeres son analfabetas”, afirma Balami. “Cuando se ponen enfermas, prefieren tomar infusiones de hierbas que acudir a nosotras. Llegan de pueblos muy diferentes y de distintos grupos étnicos ‒kanuri, gwoza, gamergu8 ‒, y es difícil ganarse su confianza. Estas mujeres están exhaustas”.
Pero Balami está embarazada, y desde que se le ha empezado a notar la hinchazón del vientre, su relación con las refugiadas ha cambiado a mejor. “Ahora confían más en mí porque ya no me ven como alguien distante, sino como una de ellas”.
El 8 de junio de 2018, pocos días después de nuestra visita a Bama, Fanny Isa fue hallada muerta. Estaba embarazada de 28 semanas de un hombre que había conocido en el campo de refugiados y con el que intentaba rehacer su vida. Todavía se desconoce la causa de su muerte. Deja un niño de un año, concebido y traído al mundo cuando Fanny Isa era esclava de Boko Haram.