LA EXTRAÑA

Uganda, región de Karamoja

“La tierra roja se ha fundido con mis muslos desnudos.
Mis senos señalan hacia el cielo como dos pequeños termiteros.
El sol proyecta una luz triste.
Está apagado y cambia las horas lentamente.
Me aferro a la costura de la cordura como un antílope en una trampa.
Me recuerdo, me llamo Lakidi Sofia. Soy una piedra. Soy calor.
Soy cielo”.1

Monica Arac de Nyeko, Strangefruit

Rebecca Lokol no emite ningún sonido. Ni siquiera un gemido. Lleva de parto desde ayer por la mañana, y ahora se mueve con lentitud entre el brillo rosado que emiten las cortinas del pequeño paritorio rural. Se tiende sobre la cama. Durante estas largas horas, solo ha pronunciado una frase: “Este es mi sexto hijo y nunca había sentido un dolor tan intenso”.
Para las mujeres de Karamoja, una región de pastores en el noreste de Uganda, es un ritual inexorable: siempre deben resistir y mantenerse imperturbables, incluso durante el lacerante dolor del parto; de lo contrario, serían una deshonra para la familia. Para llegar al centro de salud de Lorengechora, una aldea de suelo rojo y chozas de madera y paja, Rebecca caminó cinco kilómetros acompañada de su marido, su hija adulta y una amiga de la parroquia que ahora le ofrece un vaso de té y le pone una mano sobre el hombro. Las contracciones son débiles, y solo ha dilatado tres centímetros. La espera por el bebé será larga.

Karamoja está situado a 500 kilómetros de la capital ugandesa, Kampala, un viaje que puede durar 14 horas por carreteras desiguales y agotadoras.

Con sus 1,5 millones de habitantes, esta parte nororiental de la “Perla de África”2 lleva mucho tiempo aislada del resto del país debido a la inseguridad generalizada: los clanes familiares de pastores seminómadas se enzarzaban frecuentemente en duelos con lanzas y fusiles por el ganado3.
En 2002, el Ejército ugandés comenzó el desarme de los guerreros karimojong. En 2011 llegó por fin la electricidad pero, durante la estación de lluvias, las carreteras sin asfaltar siguen convirtiéndose en ríos de barro, y el Gobierno sigue sin asignar recursos suficientes a la sanidad de la región. Una situación precaria que afecta también a la salud de las mujeres. Aunque Uganda ha conseguido, de hecho, reducir enormemente la mortalidad materno-infantil, en esta meseta protegida por el orgulloso monte Moroto, la extraordinaria belleza de los valles sigue ocultando pobreza y sufrimiento como un velo.

Agnes, de 18 años, está al final del noveno mes de embarazo. Tras ella, el paisaje que rodea la aldea de Lorengechora.

En los últimos cinco años, la mortalidad materna en Uganda ha caído por debajo de la media africana: aquí mueren 343 mujeres por cada 100.000 nacidos vivos, frente a las 546 del continente. Karamoja, por el contrario, registra más del doble: 750.
El principal problema de esta región es llegar a los centros de salud. “En los siete distritos tenemos cinco hospitales y 128 centros de salud periféricos”, explica la doctora Denis Ogwang, que nació y creció aquí y en la actualidad es coordinadora regional de Médicos con África-Cuamm, la organización no gubernamental que más tiempo lleva trabajando en la zona. “Sin embargo, solo el 55% de la población vive a menos de cinco kilómetros de un centro de salud, el criterio de accesibilidad mínimo. Es más, Karamoja tiene menos de una comadrona por cada 1.000 madres, mientras que la OMS recomienda tres. Y solo el 52% de las embarazadas da a luz en un centro de salud, asistida por personal especializado, frente a la media nacional del 72%. Las otras paren en casa y corren el riesgo de perder el bebé o morir desangradas.

Hay otra razón que empuja a las mujeres karimojong a mirar con suspicacia a médicos y comadronas: una resistencia cultural impregnada de supersticiones ancestrales.

Una de esas creencias es el miedo de las mujeres a revelar que están embarazadas hasta que es evidente para impedir que las tribus rivales echen mal de ojo al niño. El resultado es una falta de visitas prenatales durante el primer trimestre y el peligro de abortos.
Después, cuando comienza el parto, “una mujer no se lo dice a nadie, porque se consideraría signo de debilidad”, explica la ginecóloga Baifa Arwinyo, supervisora de Cuamm en el distrito de Napak. “De modo que a menudo llegan demasiado tarde al centro sanitario. Muchas dan a luz por el camino, y esto aumenta la mortalidad materna e infantil”, remacha.

Betty Agan comprende profundamente este tipo de tradiciones. Es jefa de comadronas en el centro de salud de Lorengechora, en Napak, un distrito con 157.000 habitantes, y vive en una casa al lado del centro, lejos de su familia. Está disponible día y noche, compartiendo su trabajo con dos jóvenes compañeras.
En 2017, el Ministerio de Salud holandés la condecoró como la mejor comadrona de la región de Karamoja, y ella recuerda el acto con una sonrisa tímida. Sin embargo, sabe que su extraordinario talento para cuidar a las embarazadas y detectar con rapidez, como si fuese médica, los casos graves que deben trasladarse de inmediato al hospital, deriva de una sensibilidad innata. De hecho, su respeto4 por las tradiciones de los karimojong hace que cada vez más mujeres acudan a este centro de salud.

 

Los cojines para el parto se introdujeron en Karamoja en 2013. Desde entonces, los alumbramientos asistidos por personal sanitario han aumentado del 18 al 52%5. Este aumento se debe también a la participación de las tradicionales parteras. “Hemos formado a estas mujeres para que puedan remitir a las pacientes a las instalaciones sanitarias”, explica Denis Ogwang. “Las llamamos ‘madres compañeras’: son como antenas dentro de las aldeas y las tribus, capaces de detectar complicaciones durante el embarazo y, así, gracias a un sistema de vales financiados por la Cuamm, transportan a las mujeres a los centros de salud”.

Mientras tanto, en el paritorio de Lorengechora, el parto de Rebecca Lokol parece avanzar de manera lenta pero regular. Hasta que Betty Agan percibe algo sospechoso en el ritmo cardiaco del bebé. De inmediato llama a la ambulancia, que tarda media hora en llegar atravesando montañas y valles, y finalmente aparca en la parte trasera del centro.
El bebé viene de nalgas y corre el riesgo de asfixiarse, pero Rebecca llega a tiempo al hospital más cercano, en Matany, y su hijo, Aupal, nace por cesárea. El nombre significa “escudo” en karimojong, un deseo de invencibilidad en esta remota tierra a merced de los caprichos de su suelo rojo.

El hospital de San Kizito está situado en Matany, una ciudad pequeña de unos 40.000 habitantes. Pertenece a la diócesis católica de Moroto y está regentado por los misioneros combonianos. Inaugurado en 1970, siempre ha estado apoyado por la ONG Médicos con África-Cuamm, y también ofrece una escuela de comadronas y enfermeras.
La idea era construir un hospital a medio camino entre la capital, Moroto, y la primera ciudad fuera de la región, Soroti, de modo que el centro sanitario acabó construyéndose en medio de la nada, rodeado por valles y campos hasta donde alcanza la vista.

Con 250 camas, dos médicos especialistas y 21 médicos y sanitarios, San Kizito es el mejor hospital sin ánimo de lucro del país, según un informe publicado en 2017 por el Ministerio de Sanidad ugandés.

“El Estado cubre el 23,1% de nuestro presupuesto”, aclara el director de San Kizito, John Bosco Nsubuga, que se trasladó aquí desde su ciudad natal, Kampala, en 2006. “Otro 18% lo aportan los pacientes, a quienes les pedimos poco más que contribuciones simbólicas, y el resto lo pagan Cuamm y otros donantes internacionales. Nuestro mayor problema es el frecuente retraso en la entrega de medicinas por parte de la Administración. Además, en el pabellón de ginecología no tenemos equipo de cardiotocografía para monitorizar el latido fetal y las contracciones uterinas, y necesitamos más ambulancias. Las cuatro que tenemos están muy viejas”. El médico añade también que el número de nacimientos gemelares en Karamoja es impresionante. Según una tradición importada de Acholi, al oeste de la región, es costumbre dar a los gemelos siempre los mismos nombres, Opio el primero y Ochien el segundo (Apio y Achien si son niñas).

El sistema social de los karimojong se basa en el respeto a los ancianos, que regulan la vida en las aldeas. Las mujeres no tienen capacidad para tomar decisiones, pero todo el trabajo doméstico se delega en ellas: cuidado de los niños, cultivo de los campos, construcción de chozas y recogida de leña.
“Las niñas tienen que llegar vírgenes al matrimonio”, explica la doctora Denis Ogwang, de Cuamm, “porque la familia del novio le paga una dote de hasta 100 vacas a la de la novia. Esta costumbre, unida a la pobreza generalizada, empuja a los padres a casar a sus hijas a una edad cada vez más temprana, para sobrevivir gracias a la dote”.
Aquí todavía existe la poligamia para quienes tienen medios para mantener a más esposas. En la aldea de Duol vive un pastor rico del que todo el mundo habla como si fuese un personaje mitológico. Se dice que tiene 45 esposas y tal multitud de hijos que no recuerda cómo se llaman.

Mujeres del grupo de “madres compañeras”, que se dedican a concienciar sobre los riesgos de mortalidad materno-infantil entre la población de las aldeas circundantes.

En una zona en la que la tasa de alfabetización femenina es de las más bajas del país (solo el 33,6% de ellas sabe leer y escribir, frente a la media nacional del 71,5%), y en la que el duro trabajo que tienen que realizar en nombre de la tradición a menudo influye en el embarazo y provoca partos prematuros, es evidente que la desigualdad de género afecta negativamente a la salud de las mujeres.
Betty Agan, aunque íntimamente ligada a la cultura de su lugar de nacimiento, representa un modelo de cambio en la situación de las mujeres de Karimojong. Con un salario de 700.000 chelines mensuales (alrededor de 160 euros, una buena renta en una región tan pobre), mientras su marido cuida los campos que rodean su pequeña casa de Iriri, ella ha conseguido matricular a sus dos hijos en un buen internado de Soroti, a unos 150 kilómetros por peligrosas carreteras que a veces le impiden verlos durante meses. Se llaman Joshua y Risa, y tienen ochos y seis años. Ahora están de vacaciones, jugando en la hierba con los perros mientras Betty prepara arroz en su cocina de piedra.
“El sacrificio de tener a mis hijos tan lejos”, susurra la comadrona, revelando el que tal vez sea su único punto débil, “está recompensado por el hecho de saber que estoy forjando un futuro mejor para ellos”.