Un respiro para ella
El reto de implementar los acuerdos de paz con los que soñó y que ayudó a construir con sus acciones es enorme
Hace dos años y medio, Nancy Estella dejó este mundo y se unió en medio de música, cantos y alabaos a nuestras ascendentes en un plano en el que creería que hoy, con orgullo y lágrimas de alegría, ve que sus múltiples luchas como mujer negra y feminista, convencida y constructora de paz desde el amor y la pedagogía, siguen su curso para darle un mejor país a sus nietos Keita y Ananse, así como al resto de su descendencia.
Ella, negra y orgullosa de serlo, tuvo como último trabajo la confrontación democrática como asesora en debates de la Comisión VI del Congreso de la República (la enca...
Hace dos años y medio, Nancy Estella dejó este mundo y se unió en medio de música, cantos y alabaos a nuestras ascendentes en un plano en el que creería que hoy, con orgullo y lágrimas de alegría, ve que sus múltiples luchas como mujer negra y feminista, convencida y constructora de paz desde el amor y la pedagogía, siguen su curso para darle un mejor país a sus nietos Keita y Ananse, así como al resto de su descendencia.
Ella, negra y orgullosa de serlo, tuvo como último trabajo la confrontación democrática como asesora en debates de la Comisión VI del Congreso de la República (la encargada de hablar temas de Educación, Cultura e Infraestructura). Y a pesar del cáncer que la invadió, nunca dejó de caminar por los pasillos de manera altiva y digna, con sus notas de artículos tomadas a mano. Algunas veces, junto a la hija de un excomandante guerrillero sin importar las miradas escudriñadoras de quienes pretenden ser los dueños de la vida de los demás, los herederos de las élites coloniales que muchos años atrás esclavizaron a mis antepasados.
A ella la interrogaron con desdén, también la cuestionaron. Y todo por ser una mujer popular, vieja y negra, que se hizo a pulso para trabajar junto a una congresista que más bien fue otra hija, que la amó como una hija.
Esa mujer grande, enorme para su época, me recibió en el aeropuerto cuando llegué deportado en medio de la turbulencia de la movilización política alterglobalización. Y no lo hizo con llanto porque me hubieran detenido, sino con esa voz atronadora y certera que tenía cuando daba un consejo, una reflexión que aún hoy trato de aplicar: “para cambiar el mundo haga bien las cosas. No sea pendejo”.
Esa mujer enorme pasó por una oficina pseudo clandestina (como lo ameritaba aquella época compleja llena de incertidumbre), recibiendo a decenas de personas que con temor e ilusión entregaron las armas en los 90s. Y de su mano, tan cálida, recibían una certificación que más bien era la ilusión de un proyecto de vida, una quimera para no volver a empuñar nunca más un arma, para cambiar a un país condenado que sigue creyendo en su democracia.
Esa mujer apoteósica me enseñó con el ejemplo, quizá la mejor manera de todas. Y conocí mi país gracias a ella, pues nos llevaba, a mí y a mis hermanos, a las comisiones de servicio que hacía a lo largo del territorio nacional cuando trabajaba en el Fondo de Educación Regional. Allí entendí que los verdaderos cambios llegan con la educación. Esa mujer única le dio a mi hermana y a mis sobrinas herramientas para sus luchas feministas y el valor de la palabra, la contundencia de la palabra.
Esa mujer, mi madre, doña Nancy, nos acompaña en espíritu y en esencia. Mientras tanto procuro aplicar sus enseñanzas, no solo en la vida personal, sino en el trabajo, en la labor que me he trazado -que nos hemos trazado con mi equipo- de construir con el ejemplo y desde y para los territorios. Recuerdo que en su velorio la alcaldesa Claudia López me pidió que me uniera a su equipo en el Distrito. Y aceptar en ese instante fue el máximo homenaje a mi madre, una mujer poderosa.
El reto de implementar los acuerdos de paz con los que soñó, y que ayudó a construir con sus acciones, es enorme. Por eso seguimos caminando y escuchando a las víctimas y sobrevivientes de esta guerra, pues Colombia puede y tiene que ser un lugar digno para todas y todos los que han sufrido por décadas, para quienes fueron excluidos y martirizados.
Aquellas mujeres que dejaron las armas y le apuestan a la democracia me recuerdan a doña Nancy, y hacen que esté presente en cada paso certero que damos en su proceso de reincorporación. Aquellas mujeres son libertarias y dignas, cuidan, acompañan, crían y educan, tal cual lo hizo mi madre. Ojalá tengan el espacio y el tiempo para cumplir sus metas, quizá el tiempo que le faltó a mi madre en su momento. Un respiro, un poco de aire, solo para ella.
Cada día, mientras el país continúa en una barahúnda frenética de sangre y exclusión sin sentido, en la que se repite en bucle la violencia en los territorios, pienso en mi madre. En sus palabras, en su ejemplo, en su manera de hacernos notar que la violencia tiene un origen y unas causas, y que solo resolviéndolas estructuralmente, y con decisión y convicción, podremos respirar en paz algún día mientras sonreímos y disfrutamos de la vida.
Vladimir Rodríguez Valencia es el Alto Consejero de Paz de Bogotá