Un maratón, una peregrinación, una final y la muerte de un ídolo

En casa tengo que poner a Black Sabbath más alto de lo normal porque los vecinos están oyendo a Chente a todo volumen

Un momento del homenaje a Vicente Fernández, en el rancho del cantante.Hector Guerrero

Salgo de mi departamento para hacer las compras semanales. Detengo un taxi y le indico que me acerque al supermercado al que suelo ir. Pero hoy no es un día normal. El conductor debe hacer un desvío considerable, porque la ruta acostumbrada resulta imposible de tomar: este domingo se corre el Maratón de Guadalajara, me explica, y hay calles bloqueadas por todos lados, que se suman a las muchas que se cierran al tráfico, de por sí, por las rutas peatonales de cada fin de semana. El resultado es que, en vez de quince minutos, son cuarenta y cinco de camino. Vaya día.

El hombre debe estar ...

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Salgo de mi departamento para hacer las compras semanales. Detengo un taxi y le indico que me acerque al supermercado al que suelo ir. Pero hoy no es un día normal. El conductor debe hacer un desvío considerable, porque la ruta acostumbrada resulta imposible de tomar: este domingo se corre el Maratón de Guadalajara, me explica, y hay calles bloqueadas por todos lados, que se suman a las muchas que se cierran al tráfico, de por sí, por las rutas peatonales de cada fin de semana. El resultado es que, en vez de quince minutos, son cuarenta y cinco de camino. Vaya día.

El hombre debe estar en lo cierto porque veo, a lo lejos, pasar a unos tipos en pantalones cortos que corren mientras otros, vestidos igual pero menos atléticos, les aplauden. No importa que sea diciembre: esto es Guadalajara y el frío es una cosa que ocurre nomás en las madrugadas.

Ya en el supermercado, descubro una pequeña multitud ataviada con playeras del Atlas entre la clientela y los empleados. Raro fenómeno: por lo general, en esta ciudad es más fácil ver un jersey del Real Madrid o el Barcelona y hasta del Chelsea que uno de los equipos locales. Pero el Atlas jugará la final de la Liga esta noche y hay muchos que sacaron sus camisetas del último cajón con tal de dejarse ver en esta jornada que, si somos optimistas, será triunfal.

Las reservas de cerveza se notan mermadas, en la sección de bebidas alcohólicas, y eso que apenas son las diez y media de la mañana. Un empleado tranquiliza a dos hombres ya cincuentones, que llevan sendas gorras rojinegras en las cabezas. “En la bodega hay no menos de cien cartones de cada marca”, afirma. Los hombres parecen satisfechos. Es seguro que volverán a resurtir bastimentos antes de que el día llegue a su fin.

Ya en la fila para pagar mis compras descubro, vía Twitter, que murió Vicente Fernández, el charro cantor. Esto, en mi situación, equivale a que fuera yo neoyorquino y acabara de palmarla Frank Sinatra. El mundo cambia de un momento a otro. La señora que va delante de mí, noto, está muy entretenida chismeando con la cajera sobre los últimos días del cantante vernáculo. “Ya se veía mal, muy hinchado, pobrecito, eso le pasó de tanto cantar, se ponía y no paraba en cuatro horas”. Luego hablan de las inclinaciones sentimentales de sus hijos y de lo bonito que era oír al fallecido artista en vivo, en los palenques, cuando caía la noche. En vez de cinco minutos de fila, acaban por ser veinticinco. Vaya día.

“Uy, joven, apenas que me salí del desmadre que hay en el Santuario, porque hoy es la peregrinación de la Virgen de Guadalupe, y ya me quiere llevar usted al desmadre del maratón”, me reclama, con sorna, el taxista que detengo en la avenida, afuera del supermercado. Pero ni modo que me quede con mis bolsas en el estacionamiento, replico. “Ándele pues. Vámonos”.

Me subo al vehículo y, en menos de un minuto, el vaticinio del hombre se cumple. Giramos en la primera avenida y nos metemos a un embotellamiento. Imposible saber si quienes nos bloquean el paso son romeros guadalupanos, fieles atlistas, maratonistas empecinados o dolientes de la música ranchera.

“Así va a ser hoy para mí, en todos lados, porque ya dijeron que van a velar por la tarde a Chente Fernández en su rancho, allá en los Tres Potrillos, y seguro que mi vieja va a querer que vayamos”, confiesa el conductor. No lo envidio, le digo. “Pues debería”, responde él. “Porque yo sí voy a despedirme del mero rey de nuestra canción”… Pero a mí lo que me gusta es Black Sabbath, susurro, y ya nomás recibo un gruñido despectivo de su parte.

El tipo, al fin, luego de bocinazos y volantazos y de meterse en sentido contrario en dos calles, logra salir del atasco. Unos minutos después, y tras un corto paseo por calles vacías, se estaciona frente al portón de los departamentos en los que vivo. “Ya la libramos, joven. Dese de santos que llegamos”.

Le pago y, ya a salvo en la banqueta mis cosas, le doy mi pésame por la muerte de su ídolo. El taxista pone gesto de resignación. “Pobrecito de Chente, caray. Yo creo que se murió de pena. Porque él era chiva de corazón y no quería ver campeón al Atlas. Y mire: hasta eso le salió. Gane o pierda el Atlas, Chente se les fue antes”.

En casa tengo que poner “Paranoid” a un volumen más alto de lo normal, porque los vecinos están oyendo a Chente a todo volumen y, sin ponerse de acuerdo, los de enfrente y los de al lado, entonan todos algo que dice: “Por tu maldito amor, por tu maldito amor, por tu bendito amor”. Y ya no sé si hablan de Guadalupe, del Atlas, de Chente, del maratón. O de Ozzy Osbourne, claro. Que Dios me lo guarde mucho tiempo más.

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