Columna

Política del trampantojo

Los políticos, que hoy parecen más artistas que científicos sociales, creadores de ilusiones, han cercado, asediado y tomado nuestros sentidos por asalto

López Obrador presenta el billete para la rifa simbólica del avión presidencial.

Gracias a Plinio El Viejo sabemos cómo fue que nacieron los trampantojos, aunque sería mucho más tarde cuando esos engaños, esos embustes sensoriales recibirían el nombre con el que hoy los conocemos.

Es el siglo V antes de Cristo y estamos en Atenas, donde dos pintores se disputan el reconocimiento de mejor artista. Sus nombres son Parrasio y Zeuxis; el primero nació en Éfeso y el segundo en Heraclea, aunque ambos terminaron por afincarse en aquella ciudad que tantos supuestos despierta cuando uno la nombra.

Los conflictos, las disputas y las provocaciones entre Parr...

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Gracias a Plinio El Viejo sabemos cómo fue que nacieron los trampantojos, aunque sería mucho más tarde cuando esos engaños, esos embustes sensoriales recibirían el nombre con el que hoy los conocemos.

Es el siglo V antes de Cristo y estamos en Atenas, donde dos pintores se disputan el reconocimiento de mejor artista. Sus nombres son Parrasio y Zeuxis; el primero nació en Éfeso y el segundo en Heraclea, aunque ambos terminaron por afincarse en aquella ciudad que tantos supuestos despierta cuando uno la nombra.

Los conflictos, las disputas y las provocaciones entre Parrasio y Zeuxis no solo tienen hartos al resto artistas atenienses, también a las autoridades y a los ciudadanos, pues los competidores, enemigos del ego y del amor propio desbordado, han llegado incluso a vandalizar obras del otro, vandalizando bienes que pertenecen a la comunidad, es decir, bienes públicos.

Es entonces que se organiza una peculiar competición, tras la cual se reconocerá quién es el artista más grande. Y ambos pintores, mientras proyectan y llevan a cabo la obra que habrán de presentar el día de su última disputa, sin saber que su oponente ha tramado algo similar, deciden aferrarse al engaño como estrategia para el éxito. Es así, por lo menos, como cuatrocientos años más tarde lo dejaría consignado, ya lo dije, el escritor y militar romano en su Historia Natural.

Ante la multitud que se ha reunido en torno al sitio y el instante en el que habrán de desvelarse ambas obras, convencido de que su derrota es imposible, pues sabe que enmudecerá a todos los presentes, Zeuxis solicita ser el primero en mostrar su trabajo, ordenando, además, que liberen a las aves que ha traído consigo. El permiso le es otorgado y Zeuxis desvela su pintura: un lienzo que muestra un bodegón de frutas en cuyo centro hay un racimo de uvas. Al instante, los pájaros que habían emprendido el vuelo, regresan enloquecidos e intentan picotear aquellas frutas.

La emoción y la soberbia que despiertan en Zeuxis el asombro, primero, y los vítores, después, que emergen de la multitud, lo llevan a burlarse de Parrasio, quien, cabizbajo, fingiendo que acepta su derrota, señala el lienzo que ha traído y que aún yace cubierto por una cortina idéntica a la que su oponente utilizara. Henchido y sobrado, saboreando pues su triunfo, Zeuxis avanza enceguecido de soberbia hacia la obra de Parrasio y, alargando ambos brazos, intenta arrancar la cortina que debía ocultarla. Entonces el instante de su éxito más grande se transforma en el de su mayor humillación: la cortina está pintada, la cortina es la obra.

“Engañé a los pájaros, pero Parrasio me engañó a mí”, se sabe que vivió diciendo Zeuxis el resto de su vida, repitiéndolo, de hecho, una y otra vez y a todas horas, condenándose a sí mismo, seguramente de forma consciente, a saborear el gusto amargo de quien ha sido embaucado, y condenando, seguramente sin ser consciente de eso, al arte a participar de un nuevo juego que después ya no terminaría: el de las ilusiones —un juego que, como sabemos, alcanzaría su cenit durante el renacimiento y el barroco—. Y es que después de la derrota de Zeuxis, el arte —principalmente la pintura, pero también la arquitectura y la escultura— ya no solo manaría de esa triada anterior que bien podría ser resumida en imitación, ejemplificación y perduración.

Ahora bien, la palabra trampantojo, del francés trompe-l’œil (trampa ante el ojo), según la mayoría de los diccionarios de nuestra lengua, quiere decir: “Trampa o ilusión con la que se engaña a alguien haciéndolo ver lo que no es”. Esta definición, que a primera vista no tendría ningún problema, conlleva, sin embargo, una contradicción de naturaleza sensitiva. Y es que el trampantojo, que, efectivamente, nació como un engaño para el ojo, como sucede con tantas otras cosas que pasan del arte a la música o a la literatura —y viceversa: que pasan de la literatura o de la música al arte—, fue cercando, asediando y tomando por asalto al resto de nuestros sentidos.

Pongamos un ejemplo, que además incluye, como en la disputa entre Parrasio y Zeuxis, el encontronazo de otros genios: Mozart y Salieri, el representante de la ruptura y el de la tradición, entre quienes, si creemos a Pushkin, hubo hasta intentos de envenenamiento. Y es que esa rivalidad dio vida al primer engaño para el oído, es decir, al primer trampantojo que no es para el ojo: estamos en esa fiesta de máscaras en la que Mozart, para divertirse y presumir su virtuosismo, toca al piano cualquier pieza que le pida otro invitado, a condición de que sea realmente complicada.

Escondido tras su máscara, Salieri se acerca y solicita al genio de Viena que toque, precisamente, una de sus composiciones. Como ha hecho el resto de las veces, Mozart valora aquella petición y asevera, burlonamente, pues adivina quién se esconde tras la máscara: “Salieri... uy... eso sí que es complicado”. Y al instante acomete las teclas, fingiendo un esfuerzo sobrehumano. Un esfuerzo sobrehumano y algo más: pequeños desvaríos que, para todos los presentes, menos uno, son errores de interpretación.

Ese uno que entiende que aquellos no son errores de interpretación, ese uno, pues, que comprende aquello que Mozart está haciendo: intervenir, mejorar la pieza que está interpretando, es, por desgracia, Salieri. Porque Salieri es el único cuyos oídos no han sido engañados y es, por eso mismo, el gran desengañado: está escuchando, en aquel juego de engaños auditivos, la diferencia entre su genio y el de Mozart.

Pero dejemos la música, como dejamos la pintura. Pensemos en la literatura, a la cual los trampantojos también habrían de llegar para quedarse. Y aunque quizá sea en las disputas de los surrealistas donde debería buscar el cerco y la toma, prefiero elegir un acto de prestidigitación mucho más cercano: elegir, pues, el engaño de Rulfo.

Y es que Rulfo ha engañado a miles —tal vez a millones— de lectores. Porque Pedro Páramo, obra que se nos mete a través de todos los sentidos —olfato, tacto, visión, oído, gusto, imaginación y lenguaje—, es el trampantojo perfecto. ¿O de verdad hay alguien que, tras leer la novela, además de decir: así hablan todos los mexicanos del campo, crea que así hablan todos los mexicanos del campo?

Aquel trampantojo del que dejó constancia Plinio, ha dejado de embaucar solo a los ojos. Por engañar, engaña a todos los sentidos. Por engañar, de hecho, ha atravesado incluso la barrera que separaba a la ficción de este otro mundo, en el que despertamos día con día. Y lo ha hecho, claro está, a través de los políticos.

Los políticos, que hoy parecen más artistas que científicos sociales, creadores de ilusiones, han cercado, asediado y tomado nuestros sentidos por asalto: con videos en los que vemos lo que desean, con jingles en los que escuchamos otra cosa.

Con discursos que embaucan los sentidos: “En nuestro país, ya no existen las torturas ni las masacres”, “aquí ya no manda la delincuencia organizada, como era antes”.

Con boletos que son cachitos de la rifa que es el sorteo de un avión que es un premio que son cien.

De mentira a la devaluación de la verdad a la mentira transformada en verdad, por ilusión.

La era de las políticas del trampantojo. O, mejor, la trampantojización de la política.

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