Una de las muchas esferas de la vida cotidiana que se verán afectadas por la pandemia será la forma en que nos movemos. Distintos efectos van a confluir en el tiempo, como la supresión de viajes —incremento del teletrabajo, mayor número de personas desempleadas o reducción de actividades de ocio— o el menor uso del transporte colectivo y la evitación de lugares públicos por el temor a compartir el espacio con otros. Sin embargo, será trascendental la forma en que los poderes públicos reaccionen a la modificación de comportamientos y actitudes. La primera respuesta institucional posible y más nociva es el laissez faire: asumir como inevitable el aumento exponencial del uso del automóvil —que muchos no se pueden permitir—, relajar los límites de contaminación —causando más daño sobre la salud— y dejar caer el transporte público.

La segunda supone la intervención directa sobre las distintas piezas del rompecabezas. Por su flexibilidad, el autobús debe ganar protagonismo y reservarse masivamente espacio de una vez por todas para este modo de transporte, disminuyéndose así tiempos de viaje y ocupación. Debe también favorecerse la transferencia modal hacia la caminata y los desplazamientos en bicicleta de viajes de corto y medio recorrido en automóvil —el 30% son inferiores a 2 kilómetros y el 50% no llega a 5 km. en la región de Madrid—. Esto se lograría mediante la creación de itinerarios peatonales y red ciclista protegidos y la aplicación de límites muy bajos de velocidad (20 km/h) en determinadas áreas. Dichas estrategias reducirían la presión sobre el suburbano, y si son suficientemente ambiciosas, permitirán la instauración de nuevos hábitos de desplazamiento y ganar respaldo social para convertir las actuaciones en permanentes. Esta crisis supone una ventana de oportunidad para el cambio, no servir para tirar por la ventana los progresos en movilidad sostenible.