Vivimos un periodo en el que los actores constitutivos de las operaciones transnacionales y quienes están al frente de ellas no son los países, sino las redes de ciudades. Ellas son las que se han convertido en el elemento esencial de la naciente economía global.

Hasta ahora, los mayores beneficiarios de ello no han sido los Gobiernos, sino los principales actores económicos. De hecho, hasta los actores más modestos, incluidos los pobres y los perseguidos, utilizan cada vez más herramientas de red, que les proporcionan al menos algo de capacidad de intervenir (Sassen 2016).

El comercio a pequeña escala por parte de entidades modestas es un ejemplo de ello. El terrorismo, el comercio ilegal de plantas y animales, la esclavización de trabajadores para la industria pesquera, así como otros muchos elementos de las economías actuales que actúan en todo el mundo.

Sin embargo, las ventajas de estos dominios en red también están siendo aprovechadas cada vez más por personas bienintencionadas que quieren rescatar a los trabajadores esclavizados, garantizar la supervivencia de nuestros ríos y nuestros bosques, de nuestra flora y nuestra fauna, de nuestras masas de agua y de nuestra tierra.

Pero también vivimos una época de guerra abierta en una serie de ámbitos en rápida multiplicación. A dónde acabará llevándonos todo esto no está claro. Lo que sí está claro es que tenemos que proteger la tierra, el aire y el agua. El hacerlo implica a menudo utilizar armas para matar a los que les dan un uso abusivo.

¿Somos verdaderamente prisioneros de un circuito que nosotros mismos hemos creado?