A pesar de la impaciencia legítima por conocer el futuro, hoy solo tenemos hipótesis que, seguramente, la realidad corregirá en poco tiempo. No soy experta en sanidad ni he estudiado otras epidemias. El futuro me resulta borroso y me niego a participar en el guion de una película de catástrofe o de redención.

Los datos permiten volver a lo que ya sabemos sobre América Latina: es un continente con hambre y violencia desde antes de la llegada del virus. Y sus dirigentes, muchas veces, son cómplices en la desigualdad económica y la debilidad de las instituciones. Jair Bolsonaro siguió con esos modales que parecen una versión de los desplantes de Donald Trump: ambos son soberbios, detestan retroceder y no reconocen errores. Digamos que son lo opuesto, en estilo, de un presidente como el chileno, Sebastián Piñera, o la alemana, Angela Merkel. Tomemos nota, tanto a Chile como a Alemania les está yendo mejor. No solo por el menor porcentaje de contagiados o enfermos. Hay otra razón: en un momento de eléctrica nerviosidad, sus gobernantes rechazan la oratoria atropellada. Diría lo mismo del presidente uruguayo, Luis Lacalle Pou, y del argentino, Alberto Fernández.

Si el futuro es un continente con líderes serenos, esos dirigentes quizás sean más capaces de remitir la curva que, según los expertos, todavía seguirá creciendo hasta llegar a esa ansiada meseta que hoy parece la tierra prometida.

Ecuador ha padecido enormemente. Brasil se ha visto muy afectado. Argentina y Chile han sufrido menos. Esto no solo lo explican las condiciones actuales, sino la situación social, sanitaria, cultural y económica en la que se instaló la pandemia. Al coronavirus puede haberlo enviado el diablo, pero los hospitales y los servicios sanitarios son obras humanas, como lo son los suburbios superpoblados y las villas miseria. América Latina quedará más herida allí donde no logró ganarle a la pobreza.