Todo aquel que ha disfrutado de una visita privada a un museo o ha ido a una playa desierta, sabe lo incómoda que puede resultar la compañía de otros humanos. Las aglomeraciones en la ascensión al Himalaya, para visitar las pirámides de Egipto o para contemplar la sonrisa de La Gioconda ensucian de algún modo ese momento. No ocurre lo mismo con el ocio nocturno, con los bares y las discotecas. Ni siquiera, con los restaurantes: quién no ha desistido de sentarse en un restaurante al verlo medio vacío, síntoma aparentemente inequívoco de que no satisfará nuestras expectativas. Y si bien es cierto que a nadie le agrada entrar en un recinto muy saturado y con escasa movilidad, quién no ha llegado demasiado pronto a una discoteca y no ha percibido ese aire desangelado y triste. El ocio nocturno debe su misma exis- tencia a la sociabilidad inherente a todos nosotros. ¿Pero cómo será después de este confinamiento? Los encuentros virtuales para beber con aire festivo que se dan estos días solamente cobran sentido porque nos recuerdan la vida que teníamos. Seguramente, quedaremos más en casas de amigos, pero eso ya formaba parte de nuestros hábitos. En este ejercicio de adivinación, hay quien cree que los bares se transformarán en algo parecido a esos karaokes con salitas individuales que limitan el ridículo y el contacto con extraños: tristes cubículos de ocio, sin posibilidad de conocer gente de modo espontáneo. Todos y cada uno de esos escenarios se le antojan a uno como esa cafetería desolada que pintó Edward Hopper. Después de este periodo sin bares, yo haré lo que dijo Eliot Ness, en la película de Brian de Palma, al ser preguntado qué haría tras el fin de la ley seca: tomarme una copa. Pero con amigos y, si puede ser, rodeado de gente.