Como saben todos los tarotistas y astrólogos, para adivinar el futuro hay que combinar el pasado y el presente. Sabemos que en el pasado, periodos de pandemia y prohibiciones han desembocado en momentos de álgido y revolucionario humor. La peste negra nos dejó a Boccaccio, Los cuentos de Canterbury y a Rabelais. La mal llamada gripe española, combinada con la I Guerra Mundial, nos dejó el dadá, el surrealismo, la era del jazz y a los hermanos Marx. En el presente, los memes y su contagio se han convertido en un contravirus que ha unido en una sonrisa a multitudes de personas de todo el mundo. Cabe poca duda de que una vez terminada la emergencia, algunos herederos del humor enloquecido de Groucho, de Dadá y de Pantagruel y Gargantúa seguramente dominarán la escena.

El absurdo al que estamos confinados aún salva vidas. Pero es difícil que nuevas generaciones que cuentan con tecnología inédita para difundir sus hallazgos no vean el otro lado del miedo y la muerte: el humor. Algo, sin embargo, parece haberse perdido, no solo en el humor. Es la noción de autor, o de creador único. Humor, de seguro, habrá a raudales; humoristas no sabemos. La noción de que todos somos creadores pero ninguno es autor prevalece en las nuevas modalidades de comunicación como pueden ser los memes o los ­gifs. Se hace difícil cobrar por un chiste y vivir profesionalmente de crearlos. Parece que todo apunta a que en el futuro todo sea gratis, pero solo hasta cierto punto, porque siempre habrá dos o tres empresas que perciben millonarias ganancias gracias a nuestro desinteresado, o más bien desesperado, aporte voluntario.