El nombre médico del hambre. Desde España, viajar a Níger es prácticamente imposible. España carece de consulado nigerino, así que hay que pedir en Bélgica o Francia un permiso que cuesta cien euros. Aparte del visado, Níger exige a los visitantes vacunas contra la fiebre amarilla, la polio y la tifoidea, y recomienda llevar medicinas contra la malaria y la diarrea.
No hay vuelos directos. Al aeropuerto de Niamey viaja tan poca gente que el avión de Casablanca hace una parada en Burkina Faso para recoger más pasajeros. Para llegar a Bouza, aún hacen falta 11 horas más por tierra. La carretera sólo tiene dos carriles, y en Ramadán, época de lluvias, los accidentes de camiones causan atascos. Hay poco de todo. En toda Niamey, no vi más que un puñado de edificios. Alrededor de la carretera, sobre el paisaje semidesértico del Sahel, se suceden chozas de adobe y paja, pozos de agua, arbustos y rebaños de cabras. En los mercados se venden cebollas y gasolina en botellas de whisky. Cada kilómetro hacia Bouza es un paso hacia la Edad Media.
Oumarou trabaja con Médicos sin Fronteras (MSF) en el hospital de distrito. Cada día llegan cien pacientes, pero el Estado sólo tiene capacidad para asignar dos médicos. MSF pone otros nueve, aparte del personal logístico. También han construido los pabellones. El principal enemigo de MSF aquí es la desnutrición, nombre médico del hambre. Los niños llegan con manchas en la piel o con malaria, pero generalmente, su problema real es la falta de alimento, que anula sus defensas. Muchos niños –con sus madres– deben permanecer en el hospital semanas recibiendo más nutrientes que medicinas. Algunos mueren antes de recuperarse. A pesar del trágico entorno, Oumarou es un baño de energía positiva: un joven de 30 años en camiseta roja que saluda a sus colegas entre abrazos y bromas.
Oumarou no es médico. Es sensibilizador. Ayuda a promover conductas saludables entre la población y a luchar contra el estrés de las madres, para que les baje la leche. Se le puede ver paseando entre las camas y contando chistes a las pacientes. Una de ellas le cuenta que ya da el pecho a su bebé. Él lo celebra:
–¡Qué bueno! Es lo mejor para él.
Ella se saca un pecho y se lo enseña con coquetería:
–Y a los grandes también les gusta –responde haciendo un guiño. Los dos se ríen.
Oumarou también imparte cursos de prevención contra enfermedades y organiza una animación grupal. En ella, pacientes y niños se reúnen sobre una alfombra salpicada de juguetes y cantan canciones sobre la lactancia y la higiene. Las sesiones terminan en pequeños góspeles entre animadores y pacientes. Es el único lugar divertido del hospital.
–Hay que ganarse la confianza de las familias –explica él–. Si el médico les pregunta “¿cómo estás?”, responderán siempre “bien”. Pero si sienten que nos preocupamos por ellas nos contarán cómo están de verdad.
Como comunicador en Bouza, Oumarou tiene una ventaja extra: es predicador. Estudió Teología General en una escuela coránica de Libia. Durante el Ramadán, dirige la oración de los jueves en una pequeña mezquita. Y en el hospital, trata de conciliar la fe de sus pacientes con las recomendaciones para una vida sana. “La mayoría de la población de Bouza es analfabeta”, cuenta. “Saben recitar el Corán de memoria, en árabe, pero no saben qué significa. Algunas madres quieren respetar el ayuno del Ramadán, pero sus hijos están mal nutridos. El Corán no impide comer si te va la vida en ello. Otras mujeres se niegan a dar el pecho para no quitarse el hiyab frente al personal masculino. Si está en juego la salud de su hijo, el Corán les permite quitárselo. Una mujer no es virtuosa y pura sólo por llevar el hiyab”.
El país más pobre del mundo ostenta la tasa de natalidad más alta del planeta: 7,6 hijos por mujer. En Bouza muchas mujeres tienen diez
La difícil misión de los animadores de MSF es cambiar los hábitos arraigados en la población. El 85% de los niños del hospital se internan acompañados de sus tías o abuelas, porque las madres sufren celos de alejarse del hogar. El Corán permite tener hasta cuatro esposas, que a menudo compiten entre ellas por la atención del varón. Y los varones exigen más hijos. El país más pobre del mundo ostenta la tasa de natalidad más alta del planeta: 7,6 hijos por mujer. En Bouza, muchas mujeres tienen 10.
Después de una mañana de trabajo, Oumarou me lleva a su casa, que consiste en un cuarto y un patio. En el patio, bajo un toldo de paja, descansa su colchón, dos ordenadores portátiles y una silla. Es el dormitorio. Oumarou vive con su hijo, que estos días se queda con los abuelos. Sí está su esposa, Ghaicha Oubalé.
El Corán permite hasta cuatro mujeres –dice Oumarou–, porque la poligamia es un mal menor que la fornicación, pero sólo si puedes tratar a todas tus esposas con consideración. Yo nada más quiero a Ghaicha.
No hemos venido a conocer a la familia. Oumarou quiere enseñarme algo. Entra en la única habitación y sale con una maleta negra llena de libros. “¡Esta es mi biblioteca!”. Las lecturas de cabecera del novelista Oumarou M. Rabe son dos ejemplares del Corán y una edición de los Hadiz, hechos de la vida del profeta Mahoma contados por sus discípulos. También hay textos no musulmanes: los Derechos del Niño o discursos de Luther King y Gandhi. Y un único autor nigerino: el presidente teniente coronel Seyni Kountché, que dio un golpe de Estado en 1974.
De hecho, el presidente de la Asamblea Nacional destituido y encarcelado por Kountché, Boubou Hama, también era escritor.
No es casualidad. La colonización de Níger fue un calco de El corazón de las tinieblas de Conrad. En el siglo XIX, los franceses arrasaron a la población, impusieron sus necesidades económicas y apenas se mezclaron con la sociedad. Cuando llegó la independencia, en 1960, eran contados los habitantes con educación. Los más hábiles, formados en Senegal, eran escritores, historiadores, poetas y políticos a la vez, porque nadie más podía serlo.